Santa Francisca, vda
Santa Francisca Romana, famosa en todo el mundo, poseía en grado extraordinario el don de ganarse el amor y la admiración de cuantos la trataban.
Nació en Roma, en 1384, cuando comenzaba el cisma de occidente que había afligir tanto a la santa y resultar catastrófico para la familia.
Pese a su vocación religiosa, Francisca –por obediencia paterna- aceptó casarse con un noble italiano, con quien tuvo tres hijos. Sin embargo, su matrimonio no fue obstáculo para practicar la virtud de la caridad con los más pobres y la oración constante, para lo cual contó con el apoyo de su joven cuñada Vanozza quien también quiso abrazar la vida religiosa.
Pronto llegó la desgracia para la familia de la santa: su esposo y su cuñado fueron hechos prisioneros y la familia entera entró en la pobreza, pero eso no impidió que Francisca continuara asistiendo a pobres y enfermos.
Pronto llegó la desgracia para la familia de la santa: su esposo y su cuñado fueron hechos prisioneros y la familia entera entró en la pobreza, pero eso no impidió que Francisca continuara asistiendo a pobres y enfermos.
Luego de la muerte de su primer hijo, la santa decidió convertir su casa en hospital y Dios premió sus oraciones y trabajos concediéndole el don de sanar a los enfermos.
La fama de los milagros y virtudes de la santa se había divulgado por toda Roma y de todas partes la llamaban para que curase a los enfermos y arreglase las disputas.
Posteriormente, Francisca formó una congregación de mujeres que vivieran en el mundo sin más votos que la obligación de consagrarse interiormente a Dios y al servicio de los pobres, la que llevó el nombre de la orden de Oblatas de María; sin embargo, poco después el pueblo cambió el nombre por el de Oblatas de Tor Specchi.
La santa falleció en la primavera de 1440, luego de llevar una vida de austeridades, entrega y oración.
Imperando Galerio, vivía en los desiertos de Egipto un anciano monje y diácono llamado Apolonio, que en lo más cruel de la persecución de dicho emperador, iba visitando los monasterios, alentando a los monjes y a los eremitas a permanecer fieles a Cristo.
Fue apresado por esta actividad y puesto en la cárcel en Antinoe de Egipto, donde acudían los paganos a insultarle y blasfemar contra la religión cristiana, en especial un tal Filemón, famoso tocador de flauta, le trataba de tramposo y seductor y digno de ser aborrecido por todos.
Más Apolonio sólo le respondió: "Hijo mío, Dios se apiade de ti y no te haga cargo de esto que dices".
Esas palabras dieron tan maravilloso impulso al corazón de Filemón que compungido, se convirtió, se confesó cristiano y fue llevado ante el magistrado a quien le dijo: "Obras como mal ministro cuando castigas a unos inocentes, a unos hombres amados de Dios y a unos santos religiosos: los cristianos son irreprensibles, así en su doctrina, como en sus costumbres".
El juez, que conocía a Filemón, al principio pensó que era una broma, pero cuando vio que hablaba en serio le dijo: "Tú has perdido el juicio, y ya careces de aquel buen gusto que tenías".
"No soy yo el que ha perdido el juicio -replicó Filemón- sino tú. Sí, tú, a quien le domina la ira y hace derramar la sangre de una infinidad de gente. Pues ante ti declaro que soy cristiano, consciente que no hay hombre sobre la tierra, que se les pueda comparar en bondad".
El juez sabía que el cambio de San Filemón provenía de las palabras de Apolonio. Le hizo comparecer, le mandó atormentar y Apolonio a sus crueles órdenes e injuriosas palabras, sólo respondió: "Quiera Dios que tú, oh juez, y todos los que te asisten y me oyen, sigan esto que tú llamas error mío".
Más el juez al instante mandó que Apolonio y Filemón fuesen quemados vivos en público. Así que entraron en las llamas con una sonrisa.
San Apolonio en voz alta oró a Dios: "¡Señor, no abandones al furor de las bestias feroces las almas de los que creen en ti, sino haz ver que eres el Salvador!", y al instante bajo una nube muy húmeda que los rodeó y apagó el fuego.
Asombrados el juez y el pueblo exclamaron: "Grande es el dios de los cristianos, único es, el solo es inmortal".
Apenas supo de este suceso el prefecto de Alejandría, envió ministros de su confianza e hizo traer atados al juez y a los dos Santos. Por el camino, San Apolonio procuro instruir y persuadir a los oficiales que los conducían, y con tan feliz suceso, que cuando llegó el momento de presentar ante el perfecto a los prisioneros, dijeron que también ellos eran cristianos.
El prefecto, viéndolos a todos, constantísimos en la fe, los hizo sumergir en lo profundo del mar y sus cuerpos después se hallaron enteros en la ribera y fueron puestos en un mismo sepulcro, donde aún en tiempos de Rufino, se obraban muchos milagros.
Fue apresado por esta actividad y puesto en la cárcel en Antinoe de Egipto, donde acudían los paganos a insultarle y blasfemar contra la religión cristiana, en especial un tal Filemón, famoso tocador de flauta, le trataba de tramposo y seductor y digno de ser aborrecido por todos.
Más Apolonio sólo le respondió: "Hijo mío, Dios se apiade de ti y no te haga cargo de esto que dices".
Esas palabras dieron tan maravilloso impulso al corazón de Filemón que compungido, se convirtió, se confesó cristiano y fue llevado ante el magistrado a quien le dijo: "Obras como mal ministro cuando castigas a unos inocentes, a unos hombres amados de Dios y a unos santos religiosos: los cristianos son irreprensibles, así en su doctrina, como en sus costumbres".
El juez, que conocía a Filemón, al principio pensó que era una broma, pero cuando vio que hablaba en serio le dijo: "Tú has perdido el juicio, y ya careces de aquel buen gusto que tenías".
"No soy yo el que ha perdido el juicio -replicó Filemón- sino tú. Sí, tú, a quien le domina la ira y hace derramar la sangre de una infinidad de gente. Pues ante ti declaro que soy cristiano, consciente que no hay hombre sobre la tierra, que se les pueda comparar en bondad".
El juez sabía que el cambio de San Filemón provenía de las palabras de Apolonio. Le hizo comparecer, le mandó atormentar y Apolonio a sus crueles órdenes e injuriosas palabras, sólo respondió: "Quiera Dios que tú, oh juez, y todos los que te asisten y me oyen, sigan esto que tú llamas error mío".
Más el juez al instante mandó que Apolonio y Filemón fuesen quemados vivos en público. Así que entraron en las llamas con una sonrisa.
San Apolonio en voz alta oró a Dios: "¡Señor, no abandones al furor de las bestias feroces las almas de los que creen en ti, sino haz ver que eres el Salvador!", y al instante bajo una nube muy húmeda que los rodeó y apagó el fuego.
Asombrados el juez y el pueblo exclamaron: "Grande es el dios de los cristianos, único es, el solo es inmortal".
Apenas supo de este suceso el prefecto de Alejandría, envió ministros de su confianza e hizo traer atados al juez y a los dos Santos. Por el camino, San Apolonio procuro instruir y persuadir a los oficiales que los conducían, y con tan feliz suceso, que cuando llegó el momento de presentar ante el perfecto a los prisioneros, dijeron que también ellos eran cristianos.
El prefecto, viéndolos a todos, constantísimos en la fe, los hizo sumergir en lo profundo del mar y sus cuerpos después se hallaron enteros en la ribera y fueron puestos en un mismo sepulcro, donde aún en tiempos de Rufino, se obraban muchos milagros.
San Poncio, diác.
San Poncio de Cartago, fue diácono y discípulo de San Cipriano y autor de su Vida, Cartago († 262).
Cuando San Cipriano, el gran obispo de Cartago, fue desterrado a Corubis, el diácono Poncio se ofreció voluntariamente a acompañarlo y permaneció con él hasta su muerte el año 258. A él se debe el relato del martirio de San Cipriano.
San Poncio anhelaba acompañar en el martirio a San Cipriano, pero los jueces no lo consideraron un personaje demasiado importante y no lo condenaron a muerte.
Se desconocen el lugar y las circunstancias de su muerte ocurrida alrededor del año 260, pero no hay razón para que haya sido martirizado cuando San Cipriano, el gran obispo de Cartago, fue desterrado a Curubis, el diácono Poncio se ofreció voluntariamente a acompañarle y permaneció con él hasta su muerte.
Se desconocen el lugar y las circunstancias de su muerte ocurrida alrededor del año 260, pero no hay razón para que haya sido martirizado cuando San Cipriano, el gran obispo de Cartago, fue desterrado a Curubis, el diácono Poncio se ofreció voluntariamente a acompañarle y permaneció con él hasta su muerte.
En aquella época, los lazos que unían a los diáconos con su obispo eran muy estrechos; en el caso de San Cipriano y San Poncio las relaciones se estrecharon todavía más.
Sin duda que Poncio tuvo todas las oportunidades posibles de informarse de la vida y las actividades de su obispo; desgraciadamente, en su afán por escribir una biografía que eclipsara por su popularidad las «actas» de Perpetua y Felícitas. Poncio concentró casi exclusivamente su atención en el martirio de San Cipriano y dejó en la oscuridad el resto de su vida.
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