A la izquierda, la 'flecha' de la catedral de Notre Dame, inaugurada en 1859. A la derecha, este lunes, minutos antes de caer vencida por las llamas. |
Todo parecía perdido. Eran casi las ocho de la tarde del lunes cuando las llamas que una hora antes se habían dejado ver sobre el tejado de Notre Dame de París rompieron por dentro la aguja de la catedral, hundiéndola contra un suelo situado 96 metros más abajo. La imagen se distribuyó a tiempo real por televisiones y teléfonos móviles confirmando el peor de los presagios: el templo más icónico de Francia estaba desmoronándose.
Tras el sobresalto inicial y el buen hacer de los bomberos, la flèche se convirtió en el símbolo de la tragedia. Al día siguiente, los principales periódicos del mundo la llevaron a sus portadas. Y la imagen se unió en el acto a nuestra particular memoria gráfica junto a los fotogramas del asesinato de Kennedy, el derrumbe de las Torres Gemelas o la huella dejada por Neil Armstrong en la Luna. «Es un símbolo», se repite ahora sin parar. El más codiciado en las tiendas de recuerdos del Sena en estos días.
Pero un símbolo es algo mucho más serio. Para uno de los padres de la moderna psicología, el médico suizo Carl Gustav Jung, «una palabra o una imagen es simbólica cuando representa algo más que su significado inmediato y obvio». Cuando, añade, «representa algo vago, desconocido u oculto para nosotros».
La cuestión es, ¿ocultaba algo la aguja de Notre Dame?
La respuesta es sí. Lo sabe bien José Luis Corral, catedrático de Historia Medieval en la Universidad de Zaragoza y uno de los mejores novelistas históricos. En 2006, en compañía de la profesora Madelaine Lazard de la Sorbona, Corral ascendió hasta las cubiertas de Notre Dame con un permiso especial. Quería ver la aguja. Por aquel entonces estaba haciendo acopio de información para su obra Fulcanelli, el dueño del secreto. El escritor, como tantos antes que él, había caído bajo el hechizo de un polémico ensayo de 1926 en el que se interpretaba la iconografía de la catedral parisina en clave alquímica. El misterio de las catedrales. En él se afirmaba que cada gárgola, estatua, relieve, vitral o detalle arquitectónico era susceptible de ser leído como un mutus liber capaz de transmutar la materia prima (plomo, pecados, ignorancia) en oro (sabiduría, riquezas, bondad). Y Fulcanelli -pseudónimo de su autor, de atribución incierta aún hoy- confería a ese elemento particular el poder de concentrar un arte y una ciencia solo para iniciados.
Tras gatear entre las vigas alabeadas de la estructura, la sorpresa de Corral al alcanzar su objetivo fue mayúscula. Clavada a la base (machón) de la impresionante flèche de 750 toneladas de madera revestida de plomo, halló una placa de 50 x 20 centímetros adornada con simbología masónica e inscrita con una curiosa leyenda:
«Esta flecha se hizo en el año 1859. M. Viollet-le-Duc era arquitecto de la catedral. Por Ballu, empresa de carpintería, siendo Georges capataz de los compañeros carpinteros del Deber de Libertad».
La placa -devorada por el fuego- demostraba que los hombres que restauraron Notre Dame en el siglo XIX fueron iniciados. De Eugène Viollet-le-Duc (1814-1879) se sospechaba desde hacía tiempo. Aunque nunca se ha probado su vínculo con ningún grupo de ese tipo, se admite que tuvo familiares que fueron masones. Lo fue sin duda su socio en las tareas de rehabilitación, el arquitecto Jean-Baptiste Lassus (1807-1857). Y tras unas sencillas pesquisas fue fácil identificar al «Georges» de la placa con Henri Georges (1818-1887), un habilidoso carpintero que en los años anteriores al trabajo de levantar la aguja de Notre Dame levantó también las de la Santa Capilla de París, el monasterio de Mont Saint-Michel, la basílica de Vézelay y la catedral de Orléans, 21 metros más alta que la que acaba de colapsar. Su nombre masónico era Angevino, el Hijo del Genio. «Ballu», por último, se reveló como una empresa de carpintería de prestigio, sita en la rue des Récolets e integrada por hermanos de la misma sociedad.
«Los Carpinteros del Deber se identificaban entre sí por unos pequeños bastones de metal que llevaban prendidos de las solapas», me precisa Corral. «Era un símbolo que remitía a su método de aprendizaje: los neófitos renunciaban a su vida normal durante un periodo de cuatro a siete años en los que iban de ciudad en ciudad haciendo lo que llamaban el Tour de France. En cada urbe eran acogidos e iniciados secretamente en aspectos de su oficio».
Georges y Viollet-le-Duc trabajaron juntos durante las más de dos décadas que duró la reconstrucción de Notre Dame. Cuando empezaron sus trabajos en 1844 la aguja no existía. La original había sido demolida en tiempos de la Revolución Francesa. Sólo la inmensa fama adquirida por la novela de Víctor Hugo, “Nuestra Señora de París” (1831) convenció a las autoridades a destinar dos millones y medio de francos a su rescate. El asunto tiene su gracia porque sobre Hugo siempre planeó la sospecha de su filiación masónica. Sus obras rezuman alusiones a conceptos caros a esta obediencia (como los ideales de iluminación, libertad, igualdad y fraternidad), y aunque no se ha encontrado prueba alguna de su vínculo con las logias, sí las hay respecto a su padre.
«Tampoco debe extrañarnos», argumenta Corral. «El vínculo entre masones y catedrales viene de lejos. De hecho, en su mitología se explica que los primeros masones fueron los obreros que levantaron templos como Notre Dame en la Edad Media. La palabra que los designa procede de la palabra maçon, que significa albañil. Según dicen, fueron los depositarios de los secretos constructivos que les transmitió Hiram, el arquitecto del Templo de Salomón en Jerusalén».
Curiosamente, no resulta difícil encontrar otros rastros de esa simbología en la propia flèche. El más obvio es el gallo que la coronaba. El martes, cuando los rescoldos de la techumbre aún humeaban, un miembro del Grupo de Empresas de Restauración de Monumentos Históricos de París tuvo la intuición genial de saber en qué montón de escombros escarbar. Dio con el pesado tótem de cobre verde, abollado e incapaz de abrirse para mostrar las reliquias ocultas de su interior. Y es que, siguiendo una antigua tradición, en ese gran pináculo se había sellado una espina extraída de la supuesta corona de Cristo que Luis IX se trajo de las cruzadas, y dos huesecillos de los cuerpos de san Denis y santa Genoveva, patrones de París.
«El culto a las reliquias y la fe que se tenía en su poder protector justificaba actos como ese», aclara José Luis Corral al tiempo que me recuerda la existencia de otra colección de reliquias ocultas en las bolas metálicas que coronan las torres del monasterio de El Escorial, en Madrid. «Los poderosos necesitaban de esa clase de talismanes para protegerse». Y aprovecha la conversación para recordarme que el hombre que lo colocó en la cúspide en 1860 resbaló tras la operación y se mató contra la cubierta hoy calcinada. «Se llamaba Remy y era de Charentes. Dos días después, quinientas personas se reunieron para formar un círculo alrededor de Notre Dame, dándose las manos. Resulta difícil no ver en ello alguna clase de ritual».
No menos llamativo resulta que la flèche albergara un autorretrato de Viollet-le-Duc. El arquitecto prestó su rostro a la estatua de santo Tomás, el único de los doce apóstoles de metal encaramados a la estructura de la aguja que no miraba a París sino al gallo. El conjunto se salvó del fuego porque fue descendido la semana pasada para su limpieza. Quiero creer que Viollet-le-Duc se retrató para señalarnos otro misterio. Tal vez la función secreta de su espectacular obra. Y es que, como gran admirador del arquitecto medieval Villard de Honnecourt, creía que una catedral era un edificio cuyas proporciones estaban ligadas al cuerpo humano. La nave ocupaba siempre el lugar del tronco. El transepto, el de los brazos. En la cabeza, el coro. Visto desde esa óptica, la aguja marcaba sobre el crucero no solo el lugar del altar -donde, por cierto, se guardaba la corona completa de Cristo y que milagrosamente ha sobrevivido a la caída de la bóveda-, sino sobre todo el lugar del corazón.
He ahí otro símbolo. Quizá el símbolo. El que explicaría por qué cuando vimos caer la flèche su imagen se nos clavó en el alma, cortándonos la respiración.
Javier Sierra es escritor, Premio Planeta y autor de “Las puertas templarias”, novela en la que Notre Dame es protagonista
El Mundo
No menos llamativo resulta que la flèche albergara un autorretrato de Viollet-le-Duc. El arquitecto prestó su rostro a la estatua de santo Tomás, el único de los doce apóstoles de metal encaramados a la estructura de la aguja que no miraba a París sino al gallo. El conjunto se salvó del fuego porque fue descendido la semana pasada para su limpieza. Quiero creer que Viollet-le-Duc se retrató para señalarnos otro misterio. Tal vez la función secreta de su espectacular obra. Y es que, como gran admirador del arquitecto medieval Villard de Honnecourt, creía que una catedral era un edificio cuyas proporciones estaban ligadas al cuerpo humano. La nave ocupaba siempre el lugar del tronco. El transepto, el de los brazos. En la cabeza, el coro. Visto desde esa óptica, la aguja marcaba sobre el crucero no solo el lugar del altar -donde, por cierto, se guardaba la corona completa de Cristo y que milagrosamente ha sobrevivido a la caída de la bóveda-, sino sobre todo el lugar del corazón.
He ahí otro símbolo. Quizá el símbolo. El que explicaría por qué cuando vimos caer la flèche su imagen se nos clavó en el alma, cortándonos la respiración.
Javier Sierra es escritor, Premio Planeta y autor de “Las puertas templarias”, novela en la que Notre Dame es protagonista
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