Pero todo cambió en el siglo XVI.
Propongo dos textos: el de un teólogo y el de un literato; Maurice Festugière y León Bloy. Empecemos por el primero: Maurice Festugiére nació en Francia en 1870, fue oficial de marina y a los veinticinco años ingresó a la abadía benedictina de Maredsous (Bélgica), donde vivió toda su vida como monje, excepción hecha de su estancia en Roma para su doctorado en teología y su servicio como capellán naval durante la Primera Guerra Mundial. Lo que traduzco a continuación aparece en su libro La liturgie catholique. Essai d’une synthèse (Abbaye de Maredsous, 1913), en el que desarrolla la espiritualidad litúrgica, que es la espiritualidad benedictina y, en el fondo, la espiritualidad propia de los cristianos de los primeros trece siglos de la Iglesia.
La influencia que tuvo San Ignacio sobre la vida espiritual en la experiencia religiosa de la iglesia católica, es considerable e incluso capital; una influencia ejercida sea a través de la Compañía de Jesús, sea a través de los que se inspiraron en sus ejemplos, y que son legión.
San Ignacio vivió en una época de individualismo muy pronunciado [cuando Festugière habla de individualismo, no debe entenderse en el sentido moderno, asociado a una postura egoísta y centrada en sí. Se refiere a una actitud de la vida espiritual que favorece de un modo excesivo la relación personal con Dios en desmedro de la dimensión comunitaria de la fe. Esta actitud individualista, propia del siglo XV, conocerá su máxima expresión con el protestantismo, que eliminó la liturgia y se concentró la relación personal de cada cristiano con Dios N. del T.]. Eran muy pocos los que en su tiempo comprendían todo lo que la liturgia había conseguido y distribuido en los siglos anteriores en cuestiones de vida espiritual. San Ignacio se propuso combatir la Reforma, para lo cual tuvo indudable trazas de genio: se apropió de una parte del programa del individualismo protestante y lo adaptó a la ortodoxia romana más perfecta. Su esfuerzo se orientará entonces y ante todo, a dar a las almas que se embarquen en su empresa una formación enérgicamente individualista y librarla de los vínculos sociales que impedían su acción.
Para llevar a cabo esta idea maestra necesitaba dos creaciones:
1 - Fundar una orden religiosa que estuviera dispensada de todo el oficio coral. Fue el primer caso en toda la historia de la Iglesia que una congregación religiosa renunciaba al rezo en común del oficio divino.
2 - Inaugurar un método de meditación que cortara absolutamente con todos los modos antiguos y tradicionales de oración privada.
Veamos, aunque sea en pocas líneas, las consecuencias de estas decisiones, consecuencias que tendrán una repercusión enorme en toda la sociedad católica.
Los hijos de San Ignacio -y ellos son los primeros en reconocerlo- abrevan para su vida espiritual en su meditación; el objeto de ésta, con mucha frecuencia, no tiene ninguna relación con la liturgia. El breviario es para ellos solamente un deber de religión. La misa solemne y el canto de vísperas son para sus ojos solo hechos excepcionales, y por tanto no favorecen las formas sociales de oración, que tan necesarias son para la vida parroquial. Hasta aquí todo es claro, pero el análisis del método ignaciano de meditación, desde el punto de vista del interés de la liturgia, demanda más atención.
El espíritu de la liturgia es un espíritu de “amable libertad”. Si bien los salmos y otros textos sagrados fueron particularmente apreciados por los antiguos monjes, la liturgia no era de ningún modo su única fuente de meditación, pero ella los había formado. Siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos, los monjes hacía oración “libremente”, se abandonaban filialmente a las influencias de la gracia y a los movimientos de la vida interior. Este era también el método de oración de los franciscanos, y había comenzado en la Iglesia mucho antes de los jesuitas.
Pero en los Ejercicios, San Ignacio instituyó un método militar de hacer marcar el paso al alma y a las diferentes facultades humanas, obedeciendo como el recluta obedece al sargento. Este método produjo indudablemente notables frutos de santificación dentro de la Iglesia. Pero, para un enorme grupo de personas, es casi incompatible con el espíritu de libertad cultivado por la liturgia. De aquí se sigue que aquellos que tienen el alma formada por la liturgia, experimenten un gran malestar, a pesar de sus buenos deseos, cuando son sometidos al método de San Ignacio. Y a la inversa, aquellos que han recibido desde su infancia y juventud, la impronta del método ignaciano, se inclinan generalmente a considerar “poco serias” las antiguas herramientas tradicionales de oración.
El historiador de la liturgia está obligado a constatar que de hecho, desde el siglo XVI, la Compañía de Jesús, que ha desplegado un gran celo al servicio del catolicismo, no hizo nada para curar a los fieles de la desafección en la que habían caído en relación con las tradiciones antiguas de la vida parroquial y de la piedad. Cuando se compara la enormidad de esfuerzos que llevaron a cabo los jesuitas en favor de la Iglesia durante ese periodo (educación de la juventud, propagación de los libros, predicación, etc.) con la debilidad relativa de los resultados obtenidos, nos preguntamos con tristeza si una fuerza tan grande de vitalidad católica no fue desperdiciada. {Nota a pie de página: No somos tan infantiles como para pretender ver en la liturgia una panacea. Pero, ¿cuál es el médico consciente que, en medio de una enfermedad, no se reprocha hasta la angustia el olvido de un sólo medio terapéutico, cuando este medio había dado pruebas de ser eficiente? Demos una mirada al siglo XIX francés, cuando el Concordato abrió los templos a los fieles y permitió a la Iglesia impregnar de espíritu cristiano las almas de los jóvenes. ¿Cuántos verdaderos cristianos se formaron? Las estadísticas son dolorosas. Sería importante preguntarse el por qué.
¿Existe, entre la espiritualidad antigua y la espiritualidad inaugurada por San Ignacio, un antagonismo irreductible? Se trata de un problema delicado. Esto es lo que nos parece que es la verdad:
1. En relación a la materia de la meditación, no hay antagonismo. Nada impide, con un poco de buena voluntad, de construir meditaciones sistemáticas y minuciosamente elaboradas con anticipación, sobre los temas de liturgia, y de seguir el corazón de esas meditaciones como hilo conductor del año litúrgico.
2. Pero si consideramos el método en sí mismo, no nos animamos a ser tan optimistas. Creemos que si queremos llevar al clero, a los laicos y a los jóvenes a la inteligencia de la liturgia, al gusto de la liturgia, si se quiere hacer a los cristianos aptos para aprovechar la liturgia vivamente, no es necesario darles una formación de espíritu que vaya en contra del espíritu de la liturgia.
Porque la experiencia y la reflexión nos enseñan que el método ignaciano consigue precisamente eso: oponerse al espíritu de la liturgia. Convendría, por tanto, suavizar lo más posible los marcos rígidos de ese método. ¿Se puede evitar esta conclusión? Deseamos que aquellos que son más hábiles que nosotros puedan hacerlo, porque a nosotros nos ha sido imposible.
Aquí se presenta inevitablemente una objeción: ¿El método ignaciano no obtiene resultados de orden moral más eficaces que los otros modos de oración?
Tratemos de condensar en pocas líneas una respuesta: Si hablamos de las almas avanzadas en la vida espiritual, el mismo San Ignacio estaría de acuerdo en que su método no les es necesario. Si hablamos de los cristianos ordinarios, si ellos han recibido formación ignaciana y nada de formación litúrgica, es indudable que a ellos la liturgia les parecerá inoperante. Para aquello que han recibido una formación litúrgica, las cosas serán distintas, y vivirán de ella como vivieron los cristianos durante los trece siglos primeros siglos.
{Nota a pie de página: Si se quiere volver de la mentalidad individualista propia de la piedad moderna a la mentalidad litúrgica, es necesario pasar por una transformación profunda y una lenta reeducación. Antes de sufrir esta transformación, no se comprende de ninguna manera lo que significa vivir de la liturgia; no se comprende lo que fue la vida interior de los católicos durante los trece primeros siglos de nuestra era. Conocemos personas a las cuales les llevó años de ejercicio el asir en la práctica que la asistencia a la misa solemne es una experiencia más “sabrosa” que la asistencia a una misa baja}.
Pero se nos podría hacer otra objeción: ¿no existe una conexión en los métodos de oración y las teorías teológicas concernientes a la gracia, entre la manera en la que el cristiano “conduce” sus experiencias espirituales -porque, si se dejan de lado los estados místicos, es evidente que el alma tiene el poder de manejar sus experiencias- y la manera en la que concibe la acción de Dios sobre la libertad humana?
La teoría de San Agustín sobre la gracia se armoniza maravillosamente con el antiguo método de oración que libra a las almas a los impulsos del zéfiro de la operación divina. Por el contrario, ella se armoniza mucho menos felizmente con la “meditación” de San Ignacio, preparada, rígida y “voluntaria”. La Regla de San Benito está atravesada por un soplo de teología agustiniana. Pero sería falso si se estableciera una oposición propiamente dicha entre la oración antigua y la espiritualidad litúrgica por una parte, y la teología molinista por la otra.*
Nos parece que esta teología -la molinista- está en conexión directa con los Ejercicios de San Ignacio. La expresión id quod volo (aquello que quiero), que suena a todo lo largo de los Ejercicios como las espuelas del caballero suenan sobre los adoquines, es muy elocuente. San Ignacio nunca desarrolló una teoría personal sobre la gracia. Su genio permaneció ordenado hacia la práctica al mismo tiempo que hacia la piedad. Pero es difícil no adherir a la siguiente impresión: la teología molinista surgió propiamente de un manual de espiritualidad y de ascesis escrito por el fundador de la Compañía de Jesús. Teología y manual se dan la mano, en un acuerdo perfecto, para reaccionar contra el protestantismo.
* El molinismo hace referencia a la doctrina de Luis de Molina, teólogo de la Compañía de Jesús del siglo XVI que participó, contra los dominicos, en la famosa controversia de auxiliis. Su postura buscaba privilegiar la libertad y la voluntad del hombre en el proceso de salvación frente a la gratuidad de la gracia de Dios. Además, es uno de los padres de las democracias liberales contemporáneas ya que Luis de Molina afirmó que el poder no reside en el gobernante, que no es más que un administrador, sino en el conjunto de los administrados, o de los ciudadanos considerados individualmente, adelantándose así a los postulados sobre la libertad de pensadores de los siglos posteriores.
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