Por Agustín Laje
La agenda política de la ideología de género —y por lo tanto, del feminismo radical como epifenómeno de ésta— se basa en una estrategia de pasos progresivos: la radicalización de la práctica, las consignas y las demandas es una función del avance político ya obtenido.
Esto tiene un significado sencillo: no se puede ir más allá de cierto límite sin antes sobrepasar el actual. No podemos, por ejemplo, peticionar una ley que obligue al hombre a orinar sentado —como pide actualmente el partido de izquierda sueco— sin antes haber tenido éxito en otras causas menos controversiales a priori, como la del aborto o la ingeniería social del “cupo”.
De lo que se trata, lo hemos dicho muchas veces, es de mantener el conflicto social siempre constante y sonante. No importa en qué fase el feminismo se encuentre: siempre habrá espacio para articular nuevas demandas que tengan al “macho” y al “heterocapitalismo” como blanco favorito. Revolución gradual y pasiva, parafraseando a Gramsci.
Hay dos casos de suma actualidad que aquí deseo comentar brevemente, para ilustrar lo anterior.
Muy poco antes de realizarse el #tetazo en Argentina —un fracaso desde el punto de vista de la movilización; un éxito desde el punto de vista del eco conseguido en los medios hegemónicos—, en Barcelona las feministas ya estaban en otra fase de la lucha: el problema ya no era con los senos femeninos, sino con las ubres de las vacas.
“No a los lácteos, no a la explotación de ninguna fémina, el consumo de lácteos es MACHISMO. Las vacas son compañeras”. Tal como la transcribimos, era la consigna que el feminismo, articulado con el ecologismo radical, desplegaba en la avenida Puerta del Ángel de la ciudad Condal. El mensaje era simple: los seres humanos no pensamos en las vacas como “madres”, y por eso no entendemos que su leche está reservada a sus terneros (curiosa reivindicación maternal para quienes hacen del asesinato del ser humano por nacer no sólo un derecho, sino una apología moral: “yo aborté y me gustó”, suelen escribir en los muros). Ergo, consumir leche vacuna es una expresión más del “heterocapitalismo” y sus malditas industrias de explotación.
Mientras tanto, los transeúntes que por allí pasaban podían ver un reducido grupo de mujeres en ropa interior, cubiertas de pintura roja aparentando ser sangre, con tubos de plástico colocados en los senos simulando el mecanismo de extracción de leche. “No se nace vaca, llega una a serlo” podría haber sido un lindo eslogan para adicionar, de no ser por la confusión que éste potencialmente causaría en receptores acostumbrados al heterodoxo modelo estético del feminismo.
El otro caso que deseo comentar acaba de tener lugar, este mes, en Gran Bretaña: la Asociación Médica Británica, hegemonizada por la ideología de género, ha repartido una guía a sus trabajadores de la salud en la cual prohíbe que a las mujeres embarazadas se las llame “madres gestantes” para no “ofender” a la comunidad LGTB. Asimismo, prohíbe llamar “hombre” a quien biológicamente nace hombre, o “mujer” a quien biológicamente nace mujer: lo correcto ahora será decir “asignado hombre” y “asignada mujer”.
Daily Mail comenta que la raíz de esta locura fue el caso de una mujer travesti que quedó embarazada. Bajo sus fantasías de ser hombre, esta mujer encontró ofensivo que le dijeran que iba a ser “madre”, y esto llevó a una ingeniería del lenguaje que digita incluso la forma en que se debe hablar. Ayn Rand decía que “puedes ignorar la realidad pero no puedes ignorar las consecuencias de ignorar la realidad”: la ideología de género, en estos términos, no es sencillamente el desapego individual de la realidad, sino un desapego que se pretende colectivo por medios coercitivos.
Estos casos rayan el ridículo de manera ostensible. Pero el ridículo puede ser muy peligroso, cuando detrás de él se alza no simplemente una estrategia política bien diseñada, sino un Estado que empieza a “acorazar con coerción” (parafraseando nuevamente a Gramsci) la nueva hegemonía de la ridiculez.
El otro caso que deseo comentar acaba de tener lugar, este mes, en Gran Bretaña: la Asociación Médica Británica, hegemonizada por la ideología de género, ha repartido una guía a sus trabajadores de la salud en la cual prohíbe que a las mujeres embarazadas se las llame “madres gestantes” para no “ofender” a la comunidad LGTB. Asimismo, prohíbe llamar “hombre” a quien biológicamente nace hombre, o “mujer” a quien biológicamente nace mujer: lo correcto ahora será decir “asignado hombre” y “asignada mujer”.
Daily Mail comenta que la raíz de esta locura fue el caso de una mujer travesti que quedó embarazada. Bajo sus fantasías de ser hombre, esta mujer encontró ofensivo que le dijeran que iba a ser “madre”, y esto llevó a una ingeniería del lenguaje que digita incluso la forma en que se debe hablar. Ayn Rand decía que “puedes ignorar la realidad pero no puedes ignorar las consecuencias de ignorar la realidad”: la ideología de género, en estos términos, no es sencillamente el desapego individual de la realidad, sino un desapego que se pretende colectivo por medios coercitivos.
Estos casos rayan el ridículo de manera ostensible. Pero el ridículo puede ser muy peligroso, cuando detrás de él se alza no simplemente una estrategia política bien diseñada, sino un Estado que empieza a “acorazar con coerción” (parafraseando nuevamente a Gramsci) la nueva hegemonía de la ridiculez.
Prensa Republicana
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