viernes, 11 de marzo de 2011

DE MISERIAS Y MISERABLES


No hay Parlamento que pueda conculcar válidamente la Ley Natural.

Por Juan Carlos Grisolia

El hombre no tiene facultad, esto es, carece de poder o de derecho, para legislar quebrantando la Ley Natural.

Cuando lo intenta, solo puede explicarse tal conducta en la ignorancia que surge de la soberbia que a muchos caracteriza en estos tiempos. Ésta es un vicio que se define como “el apetito desordenado de la propia excelencia”, la que, paradójicamente surge de su inserción en el orden creado por dicha ley, que por tanto obra como su causa eficiente.

Por ello es que la Ley Natural se presenta al hombre con el grado de certeza propia de su carácter evidente.

La seguridad del conocimiento en cuanto al objeto, no es “una impresión afectiva personal incomunicable a otro, sino… un motivo sacado del objeto mismo y que pueda, en consecuencia, imponerse igualmente a otro cualquier entendimiento capaz de comprenderlo”. Por eso, la condición de evidente “es que el objeto se haga ver, aparezca como el juicio que dice que es…”. (Conf. Enrique Collin. Manual de Filosofía Tomista. Tomo II. Pág. 17).

En otros términos, lo evidente es lo que por las características señaladas no necesita demostración. Y, por ello, en la certeza que el mismo brinda, se encuentra la verdad.

Con este marco conceptual, es posible afirmar que la Ley Natural es conocida por la persona humana, mediante el ejercicio de su vida volitiva e intelectiva, y experimentada en cada uno de los actos meramente naturales y del hombre, y que explican, asimismo, los actos humanos.

Por estos últimos deben entenderse “aquellos que el hombre realiza con plena advertencia y deliberación, o sea usando de sus facultades específicamente racionales. Solamente entonces obra el hombre en cuanto tal, es dueño de sus actos y plenamente responsable de ellos” (Conf. Antonio Royo Marín. Teología Moral para Seglares. Tomo I. Pág. 42).

Legislar contra los postulados de la Ley Natural determina, entonces, una grave deficiencia en la conducta del hombre que niega a su prójimo lo que no puede, ni desea, negar para sí. Los imperativos de su naturaleza, le reclaman el cumplimiento de la ley que la rige.

Estas acciones gravemente dañosas del orden natural, por la apuntada violación o desconocimiento de la ley que lo explica, es muy común en esta época de vigencia del antropocentrismo, originada en la necedad de un individualismo que, en la mezquindad que le es propio, no puede brindar al prójimo fines consecuentes con su naturaleza.

La verdad es objetiva, y por ello difusiva hacia todos los que componen la comunidad, en sus tipos sociales ordenados conforme su papel en la formación de la sociedad.

Definir a la misma por el carácter singular de la pertenencia a persona o grupo que la crean, implica relativizarla. Por ello esta parcialización, en orden a la necesaria imposición al conjunto, requiere de procedimientos que garanticen la arbitrariedad, originada en la subjetividad de quienes otorgan carácter absoluto a lo que proclamaban como relativo. Ya Aristóteles formulaba la sentencia que al respecto expresa: “Para el relativismo todo es relativo menos el propio relativismo”.

Entre estos mecanismos, necesarios para impedir la afirmación de lo absoluto que, insisto, surge de la certeza propia de su carácter evidente, se encuentra el consenso, que implica acordar sin tener en cuenta la esencia de aquello respecto de lo que se opina. Aquí, en la reunión que debe producirlo, opera la voluntad de la mayoría. Con lo que la verdad no es lo que es, sino lo que el número cree que es.

Se debe opinar sobre lo que es dudoso, respecto de lo cual el dictamen o juicio es procedente. Pero lo que no presenta dudas es lo necesario, y esto es característica propia de las esencias, que definen lo que las cosas son. Objetivamente y por tanto, constitutivas de una realidad que debe ser develada en orden a su conocimiento y nunca creada por el sujeto que conoce, que no tiene facultades para ello.

Solo el orden natural es causa de unidad, y es ésta la que genera la vida. Es una exigencia objetiva que debe reconocerse y aceptarse, tal como se asumen las funciones propias de las potencias vegetativas y sensitivas, que no dependen de la voluntad del hombre (verb. Respirar, exigencia alimentaria, proceso de asimilación, crecimiento, capacidad reproductiva eventual, etc.). Nadie, en su sano juicio –del que cada día se carece más en nuestra sociedad- rechazaría el carácter imperativo de la ley natural en relación a las precitadas funciones. Nadie, por tanto, puede negar la vida misma, la que se traduce en un derecho que debe ser reconocido por la ley positiva humana, y nunca creado por ella.

Por tanto, el derecho a la vida es el primario del cual dependen todos los otros derechos, que los que se lo niegan a los niños por nacer, a los discapacitados, a los ancianos, etc., proclaman bajo el rótulo de la defensa de los derechos humanos.

La vida humana es verdad. No depende de opiniones y por tanto, no puede ser materia de consenso. No es posible que el número, cualquiera sea el ámbito en el que el mismo se intente hacer valer, pueda negarla. Dar carácter legal al homicidio, por el medio de negar su condición de acción disvaliosa, constituye una decisión que no exime al autor de la muerte, de la pertinente sanción, la que más temprano que tarde le llegará. Por eso una ley con dichos contenidos no tiene el carácter de tal. Es una violencia, y por ello, no puede ser obedecida, y aún más, debe ser resistida.

Dice Antonio Royo Marín en ob. cit., pág. 145: “La ley civil que se oponga manifiestamente a la Ley Natural, ….no solamente no obliga en conciencia, sino que es obligatorio desobedecerla, boicotearla y hacer lo posible para que nadie la cumpla. Ya que se trata de una ley injusta, perniciosa al bien común y, por lo mismo, desprovista en absoluto de todo valor jurídico”. Se trata de la aplicación del principio de subsistencia de la persona humana y de la sociedad que ésta integra, satisfaciendo de este modo una condición impuesta por su naturaleza.

Debe advertirse, también, que la obligación de defender la existencia de la sociedad política, se extiende a las de las células que la conforman, en las que se integra el hombre, persona humana. Por ello, la defensa de la sociedad conyugal y, con el advenimiento de los hijos, de la sociedad paterna, en definitiva de la familia; debe ejercerse rechazando todas las formas aberrantes que intentan sustituir esta institución natural. Y ello así, por cuanto tales perversiones anuncian la extinción del cuerpo social, pues ellas introducen en la vida de la persona humana, corrupción, y con ella enfermedad y muerte, esta, normalmente temprana.

El derecho a la vida, se encuentra comprometido, pues sería conculcado mediante estas regulaciones que carecerían del carácter normativo que imponga obedecerlas. En estos casos, la agonía se prolongaría, por cuanto la muerte es precedida del sufrimiento que implica comprobar que el caos, propio de toda carencia ética, se apodera inexorablemente de la vida de las personas humanas, principalmente de los niños y jóvenes, criaturas preferidas de quienes esencialmente han asumido la pederastía como forma de vida, la que difunden con un agresivo proselitismo que facilita la promiscuidad en la que obran sus vicios.

La Ley Natural, no podrá ser derogada por persona o número alguno. Ante reglas que pretendan conculcarla, ella ratificará su vigencia, porque será reclamada por nuestra naturaleza. La estupidez propia de los abyectos y canallas, no prosperará. Probablemente, y de dictarse leyes contrarias a la naturaleza y a los derechos fundamentales de las personas humanas, ellas se convertirán en el látigo que se abatirá sobre los miembros de la sociedad, la que padecerá el sufrimiento, que parece ser necesario deberá afrontar, para que por medio del mismo se recupere el orden que asegurará la vida plena.

Pues nos fue enseñado que el camino de la perfección, que lleva al destino trascendente, no se transita sino con la voluntad ordenada por el intelecto que disfruta de la verdad. La que arrojará de nuestro paso a los miserables de este tiempo.

Por ello, al más débil, al niño que vive su tiempo en el seno de su madre, este mensaje, en la intención de que por su pureza obtengamos el perdón que necesitamos pedir, por lo que pudimos hacer y no hemos hecho. En la firme disposición de la necesaria enmienda.

TIEMPOS SON, ESTOS...

Tiempo son, estos, de numerosos cobardes. De quienes matan a sus víctimas sin atreverse a mirarlas.

Tiempos son, estos, de numerosos cobardes. De aquellos que asesinan a los niños porque habitan el seno materno y se han desarrollado conforme su tiempo. Saben que no pueden defenderse y, aún así, no se atreven a mirarlos.

Tiempos son, estos, de numerosos cobardes, que van a matar a sus hijos o a sus nietos – concebidos y vivos plenamente en la calidez del vientre – con la liviandad con la que concurren al salón de belleza. En definitiva, se trata de eliminar lo que perturba las banalidades de una existencia vacía.

Tiempos son, estos, de numerosos cobardes. Lejos están de amar con entrega de la propia vida. Siquiera se animan a recibir treinta monedas. No sabrían que hacer con ellas.

Tiempos son, estos, de numerosos cobardes. De los que se abrazan a su propio egoísmo y, al avizorar la soledad que les espera, se crispan de histeria y, en tal grado de perturbación sensible, están impedidos de pedir perdón, porque temen las consecuencias de no haber sido capaces de brindar misericordia.

Tiempos son, estos, de numerosos cobardes, porque saben que, aún destrozado el cuerpo del niño que mataron, este vive, como héroe instaurado por el martirio.-

Tiempos son, estos, de niños que murieron sin nombre ni tienen tumba en la que reposen sus restos humanos. El sepulcro fugaz fue el horno incinerador al que fue arrojado su cuerpo como “residuo patológico”.

Tiempos son, estos, en que una legión de niños asesinados, integran la comunión de los santos, que repiten, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.-

Y si a tí lo que antecede te comprende,- mamá, papá, abuela, abuelo - no gimas ni te arrastres. El te quiere con la dignidad recuperada y generoso en la defensa de la vida de otros niños.

Tiempo son, estos, en los que el perdón está al alcance. Solamente hay que atreverse a mirar sus cuerpos destrozados.

Extiéndele la mano, él, con lo poco que quede de la suya, la tomará para llevarte a su lado.

Aquí los tienes. No temas. Vuelve tu vista y recompone tu condición humana.


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