Queda claro que la Iglesia no es atacada por ninguna de sus múltiples obras buenas
Por Pablo Yeudiel González Cuéllar
Un mundo donde todos piensan diferente corre el gran peligro de pensar igual. Un pluralismo relativista termina siendo una especie de dictadura del pensamiento unívoco y unilateral. Un pastel que quiera ser de todos los sabores posibles es, al final de cuentas, un pastel que no sabe a nada definido.
Para sorpresa de unos y para dolor de muchos, la Iglesia católica y el cristianismo actualmente están siendo blanco de persecuciones, de discriminaciones y de indiferencia. A tal grado, que se presentó al Consejo de Europa la propuesta de establecer una jornada europea a favor de los mártires cristianos. ¿El motivo de esta propuesta? Hacer ver la intolerancia de algunos contra el catolicismo y el cristianismo por presentar a las sociedades sabores definidos y diferentes, verdades universales y principios intocables.
Queda claro que la Iglesia no es atacada por ninguna de sus múltiples obras buenas. Ni por su reconocida caridad y cercanía con los más desfavorecidos. Tampoco por llevar educación a todos los estratos sociales. Ni mucho menos por la cantidad de hombres y mujeres que dan su vida día a día llevando un mensaje de amor y de felicidad auténtica.
En realidad, la Iglesia está siendo perseguida por ser “blasfema”. En los lugares donde se banaliza y pisotea la dignidad humana, haciendo del hombre un mero instrumento en las manos de la economía y del hedonismo, la Iglesia defiende “la blasfemia” del valor de cada persona y la inviolabilidad de su integridad. Para los oídos de los que hacen riqueza utilizando al hombre como medio y no como fin, la postura de la Iglesia les suena como una “herejía” que atenta contra el progreso económico y científico.
Donde un laicismo mal entendido quiere desterrar del mundo a Dios para vivir en el horizonte de lo inmediato, la Iglesia predica la blasfemia de la trascendencia que da la fe.
Donde se propugna el relativismo moral basado, como dice el Papa Benedicto XVI, en un mero cálculo de consecuencias, la Iglesia enseña que la verdadera libertad y la realización humana están en la búsqueda de la verdad del hombre y del mundo, en la vivencia de unas virtudes y valores que no saben ni entienden nada de utilitarismos. ¡Esta es una blasfemia muy dura de entender para los paladines del libertinaje!
Allí donde el ser diferente es “pecado” contra la nación, la Iglesia es condenada a la muerte y persecución por creer en la blasfemia de la comunión fraterna.
Los ojos de mundo ya han contemplado este fenómeno en el pasado. A Jesucristo también lo crucificaron por ser blasfemo, por proclamarse Hijo de Dios. La historia de la Iglesia está tejida con la sangre de mártires (mártir, en griego significa testigo) que testimoniaron la fe con sus propias vidas. (Catholic.net)
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