lunes, 13 de diciembre de 2010

ESPERANZA, ¿CRISTIANA O ATEA?

La esperanza cristiana ha transformado la historia de la humanidad.


Por Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

El hombre no puede vivir sin esperanza. La esperanza es el motor de la vida humana. Depende de dónde ponga el hombre sus esperanzas, para que se sienta más o menos realizado, cuando alcanza lo que espera. O, por el contrario, se sienta defraudado cuando no se cumple aquello que esperaba.

La esperanza cristiana se apoya en Dios, que es fiel y cumple siempre. La esperanza cristiana es una virtud teologal, que tiene a Dios como origen porque es Él quien la infunde en nuestros corazones, es una virtud que nos lleva a fiarnos de Dios y a desear que cumpla en nosotros y en el mundo sus promesas. Dios Padre nos promete hacernos partícipes de su vida en plenitud y para siempre. Por medio de su Hijo Jesucristo nos ha redimido del pecado y nos ha hecho hijos suyos. Nos da constantemente el don de su Espíritu, que llena de esperanza nuestros corazones. Nos llama a vivir en comunidad en su Santa Iglesia, como familia de Dios que anticipa el cielo nuevo y la nueva tierra.

La esperanza cristiana ha transformado la historia de la humanidad. Ha llenado el corazón de muchos hombres y mujeres, moviéndoles a dar su vida por Cristo y por el Evangelio. Es una esperanza que la muerte no interrumpe, sino que precisamente en la muerte encuentra su cumplimiento, pues la muerte nos abre al encuentro definitivo y pleno con Dios para siempre en el cielo. Es una esperanza que nos lleva a amar de verdad, a Dios y a los hermanos, hasta el extremo de dar la vida.

Para los que no tienen a Dios, o porque no le conocen todavía o porque lo han rechazado, hay otra esperanza, que no tiene tanto alcance ni mucho menos. Es una esperanza de los bienes de este mundo, que aún siendo buenos son pasajeros. Esperar la salud, la prosperidad terrena de los míos. Esperar cosas de este mundo, que aún siendo buenas nunca sacian el corazón humano. En definitiva, cuando no es Dios el motor de nuestra esperanza, vivimos con las alas recortadas sin vuelos largos que entusiasman y llenan el corazón. Una esperanza sin Dios es una esperanza temerosa de perder incluso aquello poco que se tiene (y es mayor el temor de perderlo, si es mucho lo que se ha alcanzado). Dios es la única garantía que elimina todo temor, y nos hace vivir en el amor.

El marxismo ha predicado una esperanza, que al concretarse en la realidad histórica a lo largo del siglo XX, ha supuesto un rotundo fracaso. He ahí el progreso de los países socialistas del Este. Cuando en 1989 cayó el muro, pudimos constatar la pobreza inmensa de los que esperaban el “paraíso terrenal”, que nunca ha llegado. La esperanza marxista es el sueño de algo que no existe (utopía). Es una esperanza engañosa, porque pone en movimiento al hombre y a la sociedad, pero lo hace proyectando un espejismo, que nunca se realiza. Esta esperanza ha llevado al odio por sistema, a la lucha de clases, a la revolución e incluso al terrorismo.

La esperanza cristiana, sin embargo, es la certeza de una realidad que se nos brinda como regalo de Dios y como plenitud humana. Y Dios cumple siempre sus promesas. La esperanza cristiana brota de la certeza generada por la fe, no es una proyección del corazón humano que inventa lo que no tiene, soñando aunque sea mentira. Y lo que Dios nos promete ya existe, está preparado, lo veremos plenamente en el cielo, y lo vemos continuamente realizado por el amor en nuestras vidas. No es una utopía, sino una realidad futura, que se va haciendo presente en la medida en que esperamos y nos abrimos al don de Dios.

Que el tiempo de adviento nos haga crecer en la esperanza, de la buena. Esa esperanza que se apoya en Dios y no defrauda. Que este tiempo santo disipe tantos ídolos, que quizá nos llevan a esperar, pero con una esperanza que desaparece como el humo.

El corazón humano no puede vivir sin esperanza. Pongamos en Dios nuestra esperanza, y nunca seremos defraudados.


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