jueves, 3 de mayo de 2001

CARTA SOBRE EL PROSELITISMO PROTESTANTE EN ROMA (19 DE AGOSTO DE 1900)


Carta Apostólica de Su Santidad, Papa León XIII al Cardenal Pietro Respighi, Vicario General de Roma Sobre el proselitismo protestante en Roma.


A M. Pietro Cardenal Respighi, nuestro Vicario General

Señor Cardenal:

Ya, desde los primeros momentos de Nuestro Pontificado, tuvimos que indicar, como uno de los daños más deplorables que es el cambio en el orden de las cosas en esta capital del mundo católico, el ardiente proselitismo de la herejía y, en consecuencia, el peligro al que estaba expuesta la Fe de Nuestro pueblo. Y sobre este tema, que habíamos planteado a Nuestro Cardenal Vicario [1], hemos impartido en numerosas ocasiones exhortaciones, consejos y advertencias a los fieles, para prevenirlos contra los múltiples intentos que sectas de todo tipo, venidas de tierras extranjeras, ejercerían aquí bajo el paraguas de las leyes públicas, con el fin de extender en las almas de los fieles el veneno de la negación y del error.

Pero si, por una parte, Nos complacemos en reconocer que Nuestra palabra, asistida por una atención ininterrumpida, no dejó de dar buenos resultados, por otra, Nos vemos obligados a confesar que -redoblada la audacia de los enemigos de la Religión Católica, gracias al apoyo que les venía de fuera- el mal, lejos de disminuir, fue en aumento, sobre todo en estos últimos tiempos. Es pues necesario, Señor Cardenal, volver a tratar este tema tan desagradable e importante, que está tan íntimamente ligado a los deberes y a los derechos de Nuestro ministerio apostólico y al amor afectuoso y paternal que sentimos hacia Nuestro pueblo de Roma.

Ahora es bien conocido de todos por la evidencia de los hechos que el plan concebido por las sectas heréticas, multiformes emanaciones del Protestantismo, es levantar el estandarte de la discordia y la rebelión religiosa en la península, pero principalmente en esta noble ciudad que Dios mismo, ordenando admirablemente los acontecimientos, estableció como el centro de esta fecunda y sublime unidad, cuyo objeto fue la oración dirigida por nuestro divino Salvador a Su Padre celestial (Juan 17: 11,21), que fue celosamente guardada por los Papas, hasta el precio de su vida, a pesar de las oposiciones de los hombres y de las vicisitudes de los tiempos. Después de haber destruido en sus respectivas patrias, por sistemas opuestos y discordantes, las venerables y antiguas creencias que formaban parte del sagrado depósito de la revelación; después de haber esparcido en el alma de sus espectadores el soplo helado de la duda, de la división y de la incredulidad -inmensa ruina que deploramos y de la que Nos compadecemos en el fondo de Nuestro corazón, pues vemos en cada una de estas criaturas a los hijos de un mismo Padre, redimidos por una misma Sangre-, estas sectas se han introducido así en la viña elegida del Señor, con el objetivo de proseguir su funesta tarea. No pudiendo contar con la fuerza de la verdad, cosechan los beneficios, con el fin de extinguir o al menos reducir la Fe Católica en las almas, en los jóvenes e indefensos, en los culturalmente inadaptados, en los angustiados y en los necesitados, personas sencillas y accesibles a las lisonjas, a los señuelos y a las seducciones.

Conscientes de este hecho, antes que nada sufrimos la necesidad de confesar, como lo hemos hecho en otras ocasiones, cuán exasperante es la condición impuesta a la cabeza de la Iglesia Católica, obligada a observar el libre y progresivo desarrollo de la herejía en esta santa ciudad, desde la cual debe brillar sobre el mundo la luz de la verdad y del buen ejemplo, y que debería ser la respetada Sede del Vicario de Jesucristo. Como si esto no bastara, para corromper la mente y el corazón del pueblo, de un torrente de doctrinas malsanas y depravaciones que brotan impunemente a diario, de las cátedras de los profesores, de los teatros, de los periódicos, había que añadir a todas estas causas de perversión la insidiosa labor de hombres heréticos que, luchando entre sí, no hacen sino ponerse de acuerdo para injuriar al Supremo Magisterio Pontificio, al Clero Católico y a los Dogmas de nuestra Santa Religión, de la que desconocen el sentido y mucho menos aprecian su augusta belleza.

De donde se sigue que los fieles, que desde todas las regiones, incluso las más remotas, acuden en peregrinación a Roma para encontrar consuelo a su piedad y a su Fe, deben permanecer profundamente entristecidos al contemplar el suelo, empapado como está por la sangre de los mártires, invadido por sectas de toda clase, cuya única preocupación es arrancar del alma del pueblo esta Religión que fue declarada Religión del Estado y que es el objeto principal de su amor y culto.

Comprenderéis así fácilmente, Señor Cardenal, cuán doloroso es para Nuestro corazón este triste estado de cosas y cuán vivo es Nuestro deseo de presenciar los remedios apropiados que, si no extirpen enteramente el mal, al menos disminuyan severamente su gravedad y su amargura. Por eso Nos ha reconfortado mucho la fundación de una insigne organización, a la que Nosotros mismos hemos dado la inspiración y el impulso y que se llama Preservación de la Fe, más aún por los satisfactorios resultados que ha empezado a obtener, gracias al celo inextinguible tanto de los que la dirigen como de los que forman parte de ella.

Es Nuestro deseo, Señor Cardenal, contando con vuestra habitual y conocida actividad, que esta saludable obra, tan bien adaptada a las necesidades actuales, se sostenga, refuerce y propague hasta el punto de constituir una eficaz y poderosa defensa contra el mencionado peligro. En primer lugar, el clero parroquial de Roma, laborioso, celoso y modesto, a quien incumbe principalmente la cura y la responsabilidad de las almas, deberá prestar un apoyo firme y constante; la vitalidad, la fuerza y la expansión se añadirán, además, gracias a los laicos católicos de esta ciudad, siempre dispuestos a aportar su contribución inteligente y caritativa allí donde estén en juego los intereses de la Religión y el bienestar material y moral del prójimo.

Para todos, que la principal preocupación sea fortalecer el carácter del pueblo católico, inspirando intenciones nobles y santas, impidiendo al mismo tiempo el descuido en el que, bajo la apariencia de inocentes asambleas para jóvenes, conferencias para muchachas, cursos de lenguas extranjeras, crecimiento de la cultura y subsidios a las familias pobres, se esconde un criminal propósito de insinuar en las mentes y en los corazones las reprobables máximas de la herejía.

Que todos los fieles se empapen bien de esta verdad de que nada puede serles más precioso que este tesoro que es su Fe, por la que sus antepasados afrontaron sin miedo, no sólo miserias y privaciones, sino también persecuciones a menudo violentas e incluso la muerte. Tal sentimiento de fuerza no puede ser sino natural y profundo en nuestra población que sabe muy bien que, no sólo la Iglesia Católica posee el sello divino que la distingue como la única verdadera, la única que recibió las promesas de la vida inmortal, sino que ha difundido de nuevo en todos los tiempos sus incomparables bendiciones sobre Roma, sobre Italia y sobre todo el mundo, sometiendo los embates de la barbarie con la justicia de sus leyes y la mansedumbre de sus costumbres, difundiendo, como San León Magno (Serm. I, in Natali SS. Petri et Pauli), el dominio de la paz cristiana más allá de los confines explorados por las águilas romanas, salvando la literatura, las bibliotecas, la cultura intelectual, los monumentos; inspirando todos los órdenes de la ciencia y del arte; acudiendo en ayuda de los débiles, de los pobres, de los oprimidos, con la generosidad del amor y con la magnanimidad del sacrificio y del heroísmo.

Por eso alimentamos la confianza de que ninguno de los romanos, que son los más privilegiados hijos de la Iglesia Católica, querrá jamás, por interés humano alguno, separarse de esta tiernísima Madre que, después de haberle dado a luz en la gracia, no cesó de rodearle de sus más afectuosas solicitudes: de lo cual también estamos igualmente persuadidos que aquellos generosos católicos que fundaron y propagaron la mencionada organización llamada Preservación de la Fe, no se darán jamás tregua ni descanso mientras esté en peligro la salvación eterna, si así fuera para una sola alma, demostrando así por el hecho mismo, que si los enemigos de la Religión son más fuertes por la cantidad de riquezas, los primeros vencerán por la plenitud de su caridad.

Como muestra del favor divino para llevar a feliz término esta grave tarea, concedemos de todo corazón, Señor Cardenal, a los promotores de este piadoso empeño y a cuantos lo favorezcan, la Bendición Apostólica.

León XIII, Papa.

Desde el Vaticano, este 19 de agosto de 1900.


[1] Referencia hecha a las Lettres Apostoliques de S.S. Léon XIII: Encycliques, Brefs, etc., Book VI (Cartas Pontificias dirigidas al Cardenal Vicario, el 26 de junio de 1878 y el 25 de marzo de 1879).

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