lunes, 26 de marzo de 2001

EL CONCILIO DE TRENTO: VIGÉSIMA SEGUNDA SESIÓN, DOCTRINA (17 DE SEPTIEMBRE DE 1562)

SACROSANTO, ECUMÉNICO Y GENERAL

CONCILIO DE TRENTO

DEL SACRIFICIO DE LA MISA

SESIÓN XXII

Siendo el sexto bajo el Sumo Pontífice, Pío IV, celebrado el día diecisiete de septiembre, MDLXII.

El sagrado y santo Concilio ecuménico y general de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidido por los mismos Legados de la Sec Apostólica, a fin de que la antigua, completa y en todas partes perfecta fe y doctrina tocante al gran misterio de la Eucaristía sea retenido en la Santa Iglesia Católica; y que, siendo repelidos todos los errores y herejías, sea preservado en su propia pureza; (el Sínodo) instruido por la iluminación del Espíritu Santo, enseña, declara; y decreta lo que sigue, para ser predicado a los fieles, sobre el tema de la Eucaristía, considerada como verdadero y singular sacrificio.


CAPÍTULO I

Sobre la institución del santísimo Sacrificio de la Misa.

Puesto que bajo el antiguo Testamento, según el testimonio del apóstol Pablo, no había perfección, a causa de la debilidad del sacerdocio levítico, fue necesario que Dios, Padre de misericordias, ordenara que se levantara otro sacerdote, según el orden de Melquisedec, nuestro Señor Jesucristo, que consumara y condujera a lo perfecto a cuantos habían de ser santificados. Él, pues, nuestro Dios y Señor, aunque iba a ofrecerse una sola vez en el altar de la cruz a Dios Padre, por medio de su muerte, para operar allí una redención eterna; sin embargo, para que su sacerdocio no se extinguiera con su muerte, en la última cena, la noche en que fue entregado, para dejar a su amada Esposa, la Iglesia, un sacrificio visible, tal como lo requiere la naturaleza del hombre, por medio del cual pudiera representarse aquel sacrificio sangriento, que una vez había de cumplirse en la cruz, declarándose sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec, ofreció a Dios Padre su propio cuerpo y sangre bajo las especies de pan y vino; y, bajo los símbolos de esas mismas cosas, entregó (Su propio cuerpo y sangre) para ser recibidos por Sus apóstoles, a quienes entonces constituyó sacerdotes del Nuevo Testamento; y con esas palabras: “Haced esto en conmemoración mía”, les ordenó a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, que los ofrecieran; tal como la Iglesia Católica siempre ha entendido y enseñado. Porque, habiendo celebrado la antigua Pascua, que la multitud de los hijos de Israel inmolaba en memoria de su salida de Egipto, instituyó la nueva Pascua, es decir, Él mismo para ser inmolado, bajo signos visibles, por la Iglesia mediante (el ministerio de) los sacerdotes, en memoria de su propio paso de este mundo al Padre, cuando por la efusión de su propia sangre nos redimió, nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó a su reino. Y ésta es en verdad esa oblación limpia, que no puede ser contaminada por ninguna indignidad o malicia de los que la ofrecen; que el Señor predijo por Malaquías que sería ofrecida en todo lugar, limpia a su nombre, que iba a ser grande entre los gentiles; y que el apóstol Pablo, escribiendo a los Corintios, no ha indicado oscuramente, cuando dice que los que están contaminados por la participación de la mesa de los demonios, no pueden ser partícipes de la mesa del Señor; por la mesa, significando en ambos lugares el altar. Esta, en fin, es aquella oblación que fue prefigurada por varios tipos de sacrificios, durante el período de la naturaleza, y de la ley; en tanto que comprende todas las cosas buenas significadas por aquellos sacrificios, como siendo la consumación y perfección de todos ellos.


CAPITULO DOS

Que el Sacrificio de la Misa es propiciatorio tanto para los vivos como para los muertos.

Y puesto que, en este divino sacrificio que se celebra en la Misa, está contenido e inmolado de manera incruenta el mismo Cristo, que una vez se ofreció de manera cruenta en el altar de la cruz; el santo Sínodo enseña que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio y que por medio de él se realiza lo siguiente: que obtenemos misericordia y hallamos gracia en la ayuda oportuna, si nos acercamos a Dios contritos y penitentes, con corazón sincero y fe recta, con temor y reverencia. Porque el Señor, apaciguado por su oblación, y concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona incluso los crímenes y pecados atroces. Porque la víctima es una y la misma, la misma que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, la misma que entonces se ofreció a sí misma en la cruz, siendo diferente sólo el modo de la ofrenda. Los frutos de aquella oblación, es decir, de aquella sangrienta, se reciben en abundancia a través de esta oblación incruenta. Por lo tanto, no sólo por los pecados, castigos, satisfacciones y otras necesidades de los fieles que viven, sino también por los que han fallecido en Cristo, y que aún no están completamente purificados, se ofrece correctamente, de acuerdo con una tradición de los apóstoles.


CAPÍTULO III

Sobre las Misas en honor de los Santos.

Y aunque la Iglesia se ha acostumbrado a veces a celebrar, ciertas Misas en honor y memoria de los Santos; no por eso, sin embargo, enseña que se ofrece sacrificio a ellos, sino sólo a Dios, que los coronó; por lo que tampoco el sacerdote suele decir: “Te ofrezco sacrificio, Pedro o Pablo”; pero, dando gracias a Dios por sus victorias, implora su patrocinio, para que se dignen interceder por nosotros en el cielo, cuya memoria celebramos en la tierra.


CAPÍTULO IV

Sobre el Canon de la Misa.


Y considerando que conviene que las cosas santas se administren de manera santa, y de todas las cosas santas, este sacrificio es el más santo; a fin de que sea digno y reverentemente ofrecido y recibido, la Iglesia Católica instituyó, hace muchos años, el sagrado Canon, tan puro de todo error, que nada está contenido en él que no tenga el más alto grado de sabor a cierta santidad y piedad, y elevar a Dios las mentes de los que ofrecen. Porque se compone, de las mismas palabras del Señor, de las tradiciones de los apóstoles, y también de las piadosas instituciones de los santos pontífices.


CAPÍTULO V

Sobre las ceremonias solemnes del Sacrificio de la Misa.

Y siendo tal la naturaleza del hombre, que, sin ayudas externas, no puede elevarse fácilmente a la meditación de las cosas divinas; por eso ha instituido la Santa Madre Iglesia ciertos ritos, a saber, que ciertas cosas se pronuncien en la Misa en voz baja y otras en tono más alto. Ella también ha empleado ceremonias, tales como bendiciones místicas, luces, incienso, vestiduras, y muchas otras cosas de este tipo, derivadas de una Disciplina Apostólica y la Tradición, por lo que tanto la majestad de un sacrificio tan grande podría ser recomendado, y las mentes de los fieles se excitan, por esos signos visibles de la Religión y la piedad, a la contemplación de las cosas más sublimes que se ocultan en este sacrificio.


CAPÍTULO VI

En la Misa en la que sólo el sacerdote comulga.

El sagrado y santo Sínodo desearía ciertamente que, en cada Misa, los fieles presentes se comunicasen, no sólo en el deseo espiritual, sino también por la participación sacramental de la Eucaristía, para que de este santísimo sacrificio se derivase para ellos un fruto más abundante: pero no por eso, si esto no se hace siempre, condena, como privadas e ilícitas, sino que aprueba y, por lo tanto, elogia, aquellas Misas en las que sólo el sacerdote comunica sacramentalmente; ya que también esas Misas deben considerarse como verdaderamente comunes; en parte porque en ellas el pueblo se comunica espiritualmente; en parte también porque las celebra un ministro público de la Iglesia, no sólo para sí mismo, sino para todos los fieles, que pertenecen al cuerpo de Cristo.


CAPÍTULO VII

Sobre el agua que se ha de mezclar con el vino que se ha de ofrecer en el cáliz.


El santo Concilio advierte, en segundo lugar, que la Iglesia ha mandado a los sacerdotes mezclar agua con el vino que se ha de ofrecer en el cáliz; tanto porque se cree que Cristo el Señor hizo esto, como también porque de Su costado salió sangre y agua; la memoria de cuyo misterio se renueva por esta mezcla; y, mientras que en el apocalipsis del bienaventurado Juan los pueblos se llaman aguas, aquí se representa la unión de ese pueblo fiel con Cristo, su cabeza.


CAPÍTULO VIII

De no celebrar la Misa en todas partes en lengua vulgar; los misterios de la Misa para ser explicados al pueblo.

Aunque la Misa contiene gran instrucción para el pueblo fiel, sin embargo, no ha parecido conveniente a los Padres que se celebre en todas partes en lengua vulgar. Por lo tanto, siendo conservado en cada lugar el uso antiguo de cada iglesia, y el rito aprobado por la Santa Iglesia Romana, la madre y maestra de todas las iglesias; y, para que las ovejas de Cristo no pasen hambre, ni los pequeños pidan pan, y no haya quien se los parta, el santo Concilio manda a los pastores, y a todos los que tienen la cura de almas, que frecuentemente, durante la celebración de la Misa, expongan por sí mismos o por otros, alguna parte de las cosas que se leen en la Misa, y que, entre las demás, expliquen algún misterio de este santísimo sacrificio, especialmente en los días y fiestas del Señor.


CAPÍTULO IX

Observación preliminar sobre los siguientes cánones.

Y porque en este tiempo se difunden muchos errores y muchas cosas se enseñan y sostienen por diversas personas, en oposición a esta fe antigua, que se funda en el sagrado Evangelio, en las tradiciones de los Apóstoles y en la Doctrina de los Santos Padres; el sacrosanto y santo Concilio, después de muchas y graves deliberaciones maduras sobre estas materias, ha resuelto, con el consentimiento unánime de todos los Padres, condenar y eliminar de la Santa Iglesia, mediante los cánones adjuntos, todo lo que se oponga a esta purísima fe y Sagrada Doctrina.


CÁNONES DEL SACRIFICIO DE LA MISA

CAN. I. Si alguno dijere, que no se ofrece a Dios en la Misa verdadero y propio sacrificio; o que el ofrecerse este no es otra cosa que darnos a Cristo para que le comamos; sea excomulgado.

CAN. II. Si alguno dijere, que en aquellas palabras: Haced esto en mi memoria, no instituyó Cristo sacerdotes a los Apóstoles, o que no los ordenó para que ellos, y los demás sacerdotes ofreciesen su cuerpo y su sangre; sea excomulgado.

CAN. III. Si alguno dijere, que el sacrificio de la Misa es solo sacrificio de alabanza, y de acción de gracias, o mero recuerdo del sacrificio consumado en la cruz; mas que no es propiciatorio; o que sólo aprovecha al que le recibe; y que no se debe ofrecer por los vivos, ni por los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones, ni otras necesidades; sea excomulgado.

CAN. IV. Si alguno dijere, que se comete blasfemia contra el Santísimo sacrificio que Cristo consumó en la cruz, por el sacrificio de la Misa; o que por este se deroga a aquel; sea excomulgado.

CAN. V. Si alguno dijere, que es impostura celebrar Misas en honor de los santos, y con el fin de obtener su intercesión para con Dios, como intenta la Iglesia; sea excomulgado.

CAN. VI. Si alguno dijere, que el Canon de la Misa contiene errores, y que por esta causa se debe abrogar; sea excomulgado.

CAN. VII. Si alguno dijere, que las ceremonias, vestiduras y signos externos, que usa la Iglesia Católica en la celebración de las Misas, son más bien incentivos de impiedad, que obsequios de piedad; sea excomulgado.

CAN. VIII. Si alguno dijere, que las Misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas, y que por esta causa se deben abrogar; sea excomulgado.

CAN. IX. Si alguno dijere, que se debe condenar el rito de la Iglesia Romana, según el que se profieren en voz baja una parte del Canon, y las palabras de la consagración; o que la Misa debe celebrarse sólo en lengua vulgar, o que no se debe mezclar el agua con el vino en el cáliz que se ha de ofrecer, porque esto es contra la institución de Cristo; sea excomulgado.


DECRETO SOBRE LO QUE SE HA DE OBSERVAR,
Y EVITAR EN LA CELEBRACIÓN DE LA MISA

Cuánto cuidado se deba poner para que se celebre, con todo el culto y veneración que pide la Religión, el sacrosanto sacrificio de la Misa, fácilmente podrá comprenderlo cualquiera que considere, que llama la Sagrada Escritura maldito el que ejecuta con negligencia la obra de Dios. Y si necesariamente confesamos que ninguna otra obra pueden manejar los fieles cristianos tan santa, ni tan divina como este tremendo misterio, en el que todos los días se ofrece a Dios en sacrificio por los sacerdotes en el altar aquella hostia vivificante, por la que fuimos reconciliados con Dios Padre; bastante se deja ver también que se debe poner todo cuidado y diligencia en ejecutarla con cuanta mayor inocencia y pureza interior de corazón, y exterior demostración de devoción y piedad se pueda. Y constando que se han introducido ya por vicio de los tiempos, ya por descuido y malicia de los hombres, muchos abusos ajenos de la dignidad de tan grande sacrificio; decreta el Santo Concilio para restablecer su debido honor y culto, a gloria de Dios y edificación del pueblo cristiano, que los Obispos Ordinarios de los lugares cuiden con esmero, y estén obligados a prohibir, y quitar todo lo que ha introducido la avaricia, culto de los ídolos; o la irreverencia, que apenas se puede hallar separada de la impiedad; o la superstición, falsa imitadora de la piedad verdadera. Y para comprender muchos abusos en pocas palabras; en primer lugar, prohíban absolutamente (lo que es propio de la avaricia) las condiciones de pagos de cualquier especie, los contratos y cuanto se da por la celebración de las Misas nuevas, igualmente que las importunas, y groseras cobranzas de las limosnas, cuyo nombre merecen más bien que el de demandas, y otros abusos semejantes que no distan mucho del pecado de simonía, o a lo menos de una sórdida ganancia. Después de esto, para que se evite toda irreverencia, ordene cada Obispo en sus diócesis, que no se permita celebrar Misa a ningún sacerdote vago y desconocido. Tampoco permitan que sirva al altar santo, o asista a los oficios ningún pecador público y notorio: ni toleren que se celebre este santo sacrificio por seculares, o regulares, cualesquiera que sean, en casas de particulares, ni absolutamente fuera de la iglesia y oratorios únicamente dedicados al culto divino, los que han de señalar, y visitar los mismos Ordinarios, con la circunstancia no obstante, de que los concurrentes declaren con la decente y modesta compostura de su cuerpo, que asisten a él no sólo con el cuerpo, sino con el ánimo y afectos devotos de su corazón. Aparten también de sus iglesias aquellas músicas en que ya con el órgano, ya con el canto se mezclan cosas impuras y lascivas; así como toda conducta secular, conversaciones inútiles, y consiguientemente profanas, paseos, estrépitos y vocerías; para que, precavido esto, parezca y pueda con verdad llamarse casa de oración la casa del Señor. Últimamente, para que no se de lugar a ninguna superstición, prohíban por edictos, y con imposición de penas que los sacerdotes celebren fuera de las horas debidas, y que se valgan en la celebración de las Misas de otros ritos, o ceremonias, y oraciones que de las que estén aprobadas por la Iglesia, y adoptadas por el uso común y bien recibido. Destierren absolutamente de la Iglesia el abuso de decir cierto número de Misas con determinado número de luces, inventado más bien por espíritu de superstición que de verdadera Religión; y enseñen al pueblo cuál es, y de dónde proviene especialmente el fruto preciosísimo y divino de este sacrosanto sacrificio. Amonesten igualmente su pueblo a que concurran con frecuencia a sus parroquias, por lo menos en los domingos y fiestas más solemnes. Todas estas cosas, pues, que sumariamente quedan mencionadas, se proponen a todos los Ordinarios de los lugares en términos de que no sólo las prohíban o manden, las corrijan o establezcan; sino todas las demás que juzguen conducentes al mismo objeto, valiéndose de la autoridad que les ha concedido el Sacrosanto Concilio, y también aun como delegados de la Sede Apostólica, obligando los fieles a observarlas inviolablemente con censuras eclesiásticas, y otras penas que establecerán a su arbitrio: sin que obsten privilegios algunos, exenciones, apelaciones, ni costumbres.


DECRETO SOBRE LA REFORMA

El mismo Sacrosanto, Ecuménico y General Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, ha determinado establecer en la presente Sesión lo que se sigue en prosecución de la materia de la reforma.
CAP. I. Innóvanse los decretos pertenecientes a la vida, y honesta conducta de los clérigos.
CAP. II. Cuáles deban ser los promovidos a las iglesias catedrales.
CAP. III. Créense distribuciones cotidianas de la tercera parte de todos los frutos; en quienes recaigan las porciones de los ausentes: casos que se exceptúan.
CAP. IV. No tengan voto en cabildo de catedrales o colegiatas, los que no estén ordenados in sacris. Calidades y obligaciones de los que obtienen beneficios en estas iglesias.
CAP. V. Sométanse al Obispo las dispensas extra Curiam, y examínelas este.
CAP. VI. Las últimas voluntades sólo se han de conmutar con mucha circunspección.
CAP. VII. Se renueva el cap. Romana de Appellationibus, in sexto.
CAP. VIII. Ejecuten los Obispos todas las disposiciones pías: visiten todos los lugares de caridad, como no estén bajo la protección inmediata de los Reyes.
CAP. IX. Den cuenta todos los administradores de obras pías al Ordinario, a no estar mandada otra cosa en las fundaciones.
CAP. X. Los notarios estén sujetos al examen, y juicio de los Obispos.
CAP. XI. Penas de los que usurpan los bienes de cualquier iglesia o lugar piadoso.
CAP. I. Innóvanse los decretos pertenecientes a la vida, y honesta conducta de los clérigos.

No hay cosa que vaya disponiendo con más constancia los fieles a la piedad y culto divino, que la vida y ejemplo de los que se han dedicado a los Sagrados Ministerios; pues considerándoles los demás como situados en lugar superior a todas las cosas de este siglo, ponen los ojos en ellos como en un espejo, de donde toman ejemplos que imitar. Por este motivo es conveniente que los clérigos, llamados a ser parte de la suerte del Señor, ordenen de tal modo toda su vida y costumbres, que nada presenten en sus vestidos, porte, pasos, conversación y todo lo demás, que no manifieste a primera vista gravedad, modestia y Religión. Huyan también de las culpas leves, que en ellos serían gravísimas; para inspirar así a todos veneración con sus acciones. Y como a proporción de la mayor utilidad, y ornamento que da esta conducta a la Iglesia de Dios, con tanta mayor diligencia se debe observar; establece el Santo Concilio que guarden en adelante, bajo las mismas penas, o mayores que se han de imponer a arbitrio del Ordinario, cuanto hasta ahora se ha establecido, con mucha extensión y provecho, por los Sumos Pontífices, y Sagrados Concilios sobre la conducta de vida, honestidad, decencia y doctrina que deben mantener los clérigos; así como sobre el fausto, convitonas, bailes, dados, juegos y cualesquiera otros crímenes; e igualmente sobre la aversión con que deben huir de los negocios seculares; sin que pueda suspender ninguna apelación la ejecución de este decreto perteneciente a la corrección de las costumbres. Y si hallaren que el uso contrario ha anulado algunas de aquellas disposiciones, cuiden de que se pongan en práctica lo más presto que pueda ser, y que todos las observen exactamente, sin que obsten costumbres algunas cualesquiera que sean; para que haciéndolo así, no tengan que pagar los mismos Ordinarios a la divina justicia las penas correspondientes a su descuido en la enmienda de sus súbditos.

CAP. II. Cuáles deban ser los promovidos a las iglesias catedrales.

Cualquiera que en adelante haya de ser electo para gobernar iglesias catedrales, debe estar plenamente adornado no sólo de las circunstancias de nacimiento, edad, costumbres, conducta de vida, y todo lo demás que requieren los Sagrados Cánones; sino que también ha de estar constituido de antemano, a lo menos por el tiempo de seis meses, en las Sagradas Ordenes; debiendo tomarse los informes sobre todas estas circunstancias, a no haber noticia alguna de él en la curia, o ser muy recientes las que haya, de los Legados de la Sede Apostólica, o de los Nuncios de las provincias, o de su Ordinario, y en defecto de este, de los Ordinarios más inmediatos. Además de esto, ha de estar instruido de manera que pueda desempeñar las obligaciones del cargo que se le ha de conferir; y por esta causa ha de haber obtenido antes legítimamente en universidad de estudios el grado de Maestro, o Doctor, o Licenciado en Sagrada Teología, o Derecho Canónico; o se ha de comprobar por medio de testimonio público de alguna Academia, que es idóneo para enseñar a otros. Si fuere Regular, tenga certificaciones equivalentes de los Superiores de su Religión. Y todos los mencionados de quienes se ha de tomar el conocimiento y testimonios, estén obligados a darlos con veracidad y de balde; y de no hacerlo así, tendrán entendido que han gravado mortalmente sus conciencias, y que tendrán a Dios, y a sus superiores por jueces, que tomarán la satisfacción correspondiente de ellos.

CAP. III. Créense distribuciones cotidianas de la tercera parte de todos los frutos; en quienes recaigan las porciones de los ausentes: casos que se exceptúan.

Los Obispos, aun como Delegados Apostólicos, pueden repartir la tercera parte de cualesquiera frutos y rentas de todas las dignidades, personados y oficios que existen en las iglesias catedrales o colegiatas, en distribuciones que han de asignar a su arbitrio; es a saber, con el objeto de que no cumpliendo las personas que las obtienen, en cualquier día de los establecidos, el servicio personal que les competa en la iglesia, según la forma que prescriban los Obispos, pierdan la distribución de aquel día, sin que de modo alguno adquieran su dominio, sino que se ha de aplicar a la fábrica de la iglesia, si lo necesitare, o a otro lugar piadoso, a voluntad del Ordinario. Si persistieren contumaces, procedan contra ellos según lo establecido en los Sagrados Cánones. Mas si alguna de las mencionadas dignidades, por derecho o costumbre, no tuvieren en las catedrales o colegiatas jurisdicción, administración u oficio, pero sí tengan a su cargo cura de almas en las diócesis fuera de la ciudad, a cuyo desempeño quiera dedicarse el que obtiene la dignidad; téngase presente en este caso por todo el tiempo que residiere y sirviere en la iglesia curada, como si estuviese presente, y asistiese a los divinos oficios en las catedrales y colegiatas. Esta disposición se ha de entender sólo respecto de aquellas iglesias en que no hay estatuto alguno, ni costumbre de que las mencionadas dignidades que no residen, pierdan alguna cosa que ascienda a la tercera parte de los frutos y rentas referidas; sin que sirvan de obstáculo ningunas costumbres, aunque sean inmemoriales, exenciones y estatutos, aun confirmados con juramento, y cualquiera otra autoridad.

CAP. IV. No tengan voto en cabildo de catedrales o colegiatas, los que no estén ordenados in sacris. Calidades y obligaciones de los que obtienen beneficios en estas iglesias.

No tenga voz en los cabildos de las catedrales o colegiatas, seculares o regulares, ninguno que dedicado en ellas a los Divinos Oficios, no esté ordenado a lo menos de Subdiácono, aunque los demás capitulares se la hayan concedido libremente. Y los que obtienen, u obtuvieren en adelante en dichas iglesias dignidades, personados, oficios, prebendas, porciones y cualesquiera otros beneficios, a los que están anexas varias cargas; es a saber, que unos digan, o canten Misas, otros Evangelios y otras Epístolas; estén obligados, por privilegio, exención, prerrogativa o nobleza que tengan, a recibir dentro de un año, cesando todo justo impedimento, los Ordenes requeridos; de otro modo incurran en las penas contenidas en la constitución del Concilio de Viena, que principia: Ut ii, qui; la que este Santo Concilio renueva por el presente decreto; debiendo obligarlos los Obispos a que ejerzan por sí mismos en los días determinados las dichas Ordenes, y cumplan todos los demás Oficios con que deben contribuir al culto divino, bajo las penas mencionadas, y otras más graves que impongan a su arbitrio. Ni se haga en adelante estas provisiones en otras personas que en las que conozca tienen ya la edad y todas las demás circunstancias requeridas; y a no ser así, quede írrita la provisión.

CAP. V. Cométanse al Obispo las dispensas extra Curiam, y examínelas este.

Las dispensas que se hayan de conceder, por cualquiera autoridad que sea, si se cometieren fuera de la curia Romana, cométanse a los Ordinarios de las personas que las impetren. Mas no tengan efecto las que se concedieren graciosamente, si examinadas primero sólo sumaria y extrajudicialmente por los mismos Ordinarios, como Delegados Apostólicos, no hallasen estos que las preces expuestas carecen del vicio de obrepción o subrepción.

CAP. VI. Las últimas voluntades sólo se han de conmutar con mucha circunspección.

Conozcan los Obispos sumaria y extrajudicialmente, como Delegados de la Sede Apostólica, de las conmutaciones de las últimas voluntades, que no deberán hacerse sino por justa y necesaria causa; ni se pasará a ponerlas en ejecución sin que primero les conste que no se expresó en las preces ninguna cosa falsa, ni se ocultó la verdad.

CAP. VII. Se renueva el cap. Romana de Appellationibus, in sexto.

Estén obligados los Legados y Nuncios Apostólicos, los Patriarcas, Primados y Metropolitanos a observar en las apelaciones interpuestas para ante ellos, en cualesquiera causas, tanto para admitirlas, como para conceder las inhibiciones después de la apelación, la forma y tenor de las Sagradas Constituciones, en especial la de Inocencio IV, que principia: Romana; sin que obsten en contrario costumbre alguna, aunque sea inmemorial, estilo, o privilegio: de otro modo sean ipso jure nulas las inhibiciones, procesos y demás autos que se hayan seguido.

CAP. VIII. Ejecuten los Obispos todas las disposiciones pías: Visiten todos los lugares de caridad, como no estén bajo la protección inmediata de los Reyes.

Los Obispos, aun como Delegados de la Sede Apostólica, sean en los casos concedidos por derecho, ejecutores de todas las disposiciones piadosas hechas tanto por la última voluntad, como entre vivos: tengan también derecho de visitar los hospitales y colegios, sean los que fuesen, así como las cofradías de legos, aun las que llaman escuelas, o tienen cualquiera otro nombre; pero no las que están bajo la inmediata protección de los Reyes, a no tener su licencia. Conozcan también de oficio, y hagan que tengan el destino correspondiente, según lo establecido en los Sagrados Cánones, las limosnas de los montes de piedad o caridad, y de todos los lugares piadosos, bajo cualquiera nombre que tengan, aunque pertenezca su cuidado a personas legas, y aunque los mismos lugares piadosos gocen el privilegio de exención; así como todas las demás fundaciones destinadas por su establecimiento al culto divino, y salvación de las almas, o alimento de los pobres; sin que obste costumbre alguna, aunque sea inmemorial, privilegio, ni estatuto.

CAP. IX. Den cuenta todos los administradores de obras pías al Ordinario, a no estar mandada otra cosa en las fundaciones.

Los administradores, así eclesiásticos como seculares de la fábrica de cualquiera iglesia, aunque sea catedral, hospital, cofradía, limosnas de monte de piedad, y de cualesquiera otros lugares piadosos, están obligados a dar cuenta al Ordinario de su administración todos los años; quedando anuladas cualesquiera costumbres y privilegios en contrario; a no ser que por acaso esté expresamente prevenida otra cosa en la fundación o constituciones de la tal iglesia o fábrica. Mas si por costumbre, privilegio, u otra constitución del lugar, se debieren dar las cuentas a otras personas deputadas para esto; en este caso, se ha de agregar también a ellas el Ordinario; y los resguardos que no se den con estas circunstancias, de nada sirvan a dichos administradores.

CAP. X. Los notarios estén sujetos al examen, y juicio de los Obispos.

Originándose muchísimos daños de la impericia de los notarios, y siendo esta ocasión de muchísimos pleitos; pueda el Obispo, aun como delegado de la Sede Apostólica, examinar cualesquiera notarios, aunque estén creados por autoridad Apostólica, Imperial o Real: y no hallándoseles idóneos, o hallando que algunas veces han delinquido en su oficio, prohibirles perpetuamente, o por tiempo limitado el uso, y ejercicio de su oficio en negocios, pleitos y causas eclesiásticas y espirituales; sin que su apelación suspenda la prohibición del Obispo.

CAP. XI. Penas para los que usurpan los bienes de cualquier iglesia o lugar piadoso.

Si la codicia, raíz de todos los males, llegare a dominar en tanto grado a cualquier clérigo o lego, distinguido con cualquiera dignidad que sea, aun la Imperial o Real, que presumiere invertir en su propio uso, y usurpar por sí o por otros, con violencia, o infundiendo terror, o valiéndose también de personas supuestas, eclesiásticas o seculares, o con cualquier otro artificio, color o pretexto, la jurisdicción, bienes, censos y derechos, sean feudales o enfitéuticos, los frutos, emolumentos, o cualesquiera obvenciones de alguna iglesia, o de cualquier beneficio secular o regular, de montes de piedad, o de otros lugares piadosos, que deben invertirse en socorrer las necesidades de los ministros y pobres; o presumiere estorbar que los perciban las personas a quienes de derecho pertenecen; quede sujeto a la excomunión por todo el tiempo que no restituya enteramente a la Iglesia, y a su administrador, o beneficiado las jurisdicciones, bienes, efectos, derechos, frutos y rentas que haya ocupado, o que de cualquier modo hayan entrado en su poder, aun por donación de persona supuesta, y además de esto haya obtenido la absolución del Romano Pontífice. Y si fuere patrono de la misma iglesia, quede también por el mismo hecho privado del derecho de patronato, además de las penas mencionadas. El clérigo que fuese autor de este detestable fraude y usurpación, o consintiere en ella, quede sujeto a las mismas penas, y además de esto privado de cualesquier beneficio, inhábil para obtener cualquier otro, y suspenso, a voluntad de su Obispo, del ejercicio de sus Ordenes, aun después de estar absuelto, y haber satisfecho enteramente.


DECRETO SOBRE LA PRETENSIÓN DE QUE SE CONCEDA EL CÁLIZ

Además de esto, habiendo reservado el mismo Sacrosanto Concilio en la Sesión antecedente para examinar y definir, siempre que después se le presentase ocasión oportuna, dos artículos propuestos en otra ocasión, y entonces no examinados; es a saber: Si las razones que tuvo la Santa Iglesia Católica, para dar la Comunión a los legos, y a los Sacerdotes cuando no celebran, bajo sola la especie de pan, han de subsistir en tanto vigor, que por ningún motivo se permita a ninguno el uso del cáliz; y el segundo artículo: Si pareciendo, en fuerza de algunos honestos motivos, conforme a la caridad cristiana, que se deba conceder el uso del cáliz a alguna nación o reino, haya de ser bajo de algunas condiciones, y cuáles sean estas: determinado ahora a dar providencia sobre este punto del modo más conducente a la salvación de las personas por quienes se hace la súplica, ha decretado: Se remita este negocio, como por el presente decreto lo remite, a nuestro santísimo señor el Papa, quien con su singular prudencia hará lo que juzgare útil a la República cristiana, y saludable a los que pretenden el uso del cáliz.


ASIGNACIÓN DE LA SESIÓN SIGUIENTE

Además de esto, señala el mismo Sacrosanto Concilio Tridentino para día de la Sesión futura la feria quinta después de la octava de la fiesta de todos los Santos, que será el 12 del mes de noviembre, y en ella se harán los decretos sobre los sacramentos del Orden y del Matrimonio, etc.

Prorrógose la Sesión al día 15 de julio de 1563.



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