BULA
PROVIDENTISSIMA MATER ECCLESIA
DE BENEDICTO XV
EL OBISPO BENDITO,
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS.
EN PERPETUA MEMORIA
A los Venerables Hermanos y Amadísimos Hijos, Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios, así como a los Doctores y Estudiantes de las Universidades y Seminarios Católicos.
La Iglesia, Madre sapientísima, querida por Cristo, su Fundador, de tal modo que poseyera todas las características de una sociedad perfecta, desde sus mismos comienzos, cuando según la tarea que le encomendó el Señor, comenzó a educar y gobernar a todos los pueblos, se entregó a regular y defender con ciertas leyes la conducta de las personas consagradas y del pueblo cristiano.
Con el tiempo, y sobre todo cuando hubo obtenido su libertad de acción y, creciendo día a día, se extendió por todas partes, nunca dejó de extender y ejercer su derecho natural de hacer leyes por medio de una multitud de decretos promulgados según los tiempos. y circunstancias por los Romanos Pontífices y por los Sínodos Ecuménicos. Por medio de estas leyes y prescripciones no sólo proveyó sabiamente al gobierno del clero y del pueblo cristiano, sino que al mismo tiempo contribuyó de manera admirable al progreso civil y cultural de la sociedad, como lo demuestra la historia. En efecto, la Iglesia no se limitó a derogar las normas de los pueblos bárbaros y a civilizar sus costumbres primitivas, sino que, con la ayuda de la luz divina, corrigió e imprimió de perfección cristiana el propio derecho romano, ilustre monumento de la sabiduría antigua que fue justamente definido “razón escrita”: así, habiendo disciplinado sobre una base de equidad y refinado, donde era necesario, las costumbres públicas y privadas, proporcionó amplio material para la formación de las leyes tanto en la Edad Media como en tiempos más recientes.
Sin embargo, como el mismo Pío X, Nuestro Predecesor de feliz memoria, sabiamente señaló en el Motu Proprio “Arduum sane” del 19 de marzo de 1904, habiendo cambiado las condiciones históricas y las necesidades de los hombres, como es natural, el derecho canónico ya no parecía capaz de responder en todos los aspectos a sus objetivos. A lo largo de los siglos, de hecho, se han promulgado muchas leyes; algunas de estas fueron derogadas por la suprema autoridad de la Iglesia o cayeron en desuso; otras aparecían de difícil aplicación en relación con los tiempos o menos útiles para el bien común o menos adecuadas. A esto se suma el hecho de que el número de leyes canónicas había crecido tanto, y estaban tan descoordinadas y dispersas, que muchas de ellas eran desconocidas no sólo por el pueblo, sino por los propios juristas.
Por estos motivos, Nuestro Predecesor, de feliz memoria, que acababa de ascender al Pontificado, reflexionando sobre lo que sería útil para un firme restablecimiento de la disciplina eclesiástica, a fin de eliminar los graves inconvenientes antes enumerados, concibió el designio de reunir a todas las leyes de la Iglesia promulgadas hasta entonces, con exclusión de las ya abrogadas o caducadas, y adaptar a las costumbres de hoy en la forma más adecuada las que así lo requieran (1), así como promulgar otras nuevas cuando sea necesario o conveniente. Por lo tanto, emprendió esta ardua empresa después de una madura reflexión; y considerando necesario consultar este proyecto con los Obispos, “a quienes el Espíritu Santo ha puesto en el gobierno de la Iglesia de Dios”, y plenamente consciente de sus pensamientos, ante todo, se preocupó y quiso que el Cardenal Secretario de Estado, con cartas dirigidas a cada uno de los Venerables Hermanos Arzobispos del mundo católico, les encomendara la tarea, “después de haber oído a sus Sufragáneos y a todos los demás Ordinarios, si los hubiere, que debían participar en el Sínodo Provincial, envíen cuanto antes a esta Santa Sede un breve informe en el que indiquen si en el derecho canónico vigente había, a su juicio, algún punto que requiriese alguna modificación o corrección más que otros” (2).
Posteriormente, habiendo convocado a numerosos expertos en disciplina canónica, tanto de Roma como de varias naciones, para colaborar en el trabajo, dio un mandato a nuestro amado hijo, el Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Pietro Gasparri, entonces Arzobispo de Cesarea, para dirigir, coordinar y, si es necesario, completar el trabajo de los Consultores. Luego formó una asamblea o, como se le llama, una Comisión de Cardenales de la Santa Romana Iglesia, en la que cooptó a los Cardenales Domenico Ferrata, Casimiro Gennari, Beniamino Cavicchioni, Giuseppe Calasanzio Vives y Tuto y Felice Cavagni, quienes, tras el informe del mismo amado hijo Nuestro Cardenal Pietro Gasparri, examinaron atentamente los cánones los prepararon, los modificaron, los corrigieron, los perfeccionaron según su opinión (3). Dado que estos cinco prelados murieron, uno tras otro, fueron reemplazados por Nuestros amados hijos, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, Vincenzo Vannutelli, Gaetano De Lai, Sebastiano Martinelli, Basilio Pompili, Gaetano Bisleti, Guglielmo van Rossum, Filippo Giustini y Michele Lega, quienes cumplieron de manera excelente la tarea que se les encomendó.
Finalmente, confiando nuevamente en la prudencia y autoridad de todos los Venerables Hermanos en el Episcopado, les envió, así como a todos los Prelados de las Órdenes Regulares que suelen ser convocados legítimamente al Concilio Ecuménico, una copia para cada uno de los nuevos Código ya redactado y concluido, antes de su promulgación, para que todos pudieran expresar libremente sus opiniones sobre los cánones reelaborados (4).
Sin embargo, habiendo fallecido, entre los lamentados generales del mundo católico, Nuestro Predecesor de inmortal memoria, nos correspondió a Nosotros, al comenzar el Pontificado por misteriosa decisión divina, evaluar con la debida deferencia los juicios recogidos por doquier entre los que constituyen con nosotros la Iglesia docente. Y ahora, finalmente, hemos revisado en todas sus partes, aprobado y ratificado el nuevo Código de todo el derecho canónico, que ya había sido invocado por muchos obispos durante el Concilio Vaticano y cuya redacción duró doce años enteros.
Por lo tanto, habiendo invocado el auxilio de la gracia divina, consolados por la autoridad de los Beatos Apóstoles Pedro y Pablo, con motu proprio, con cierto conocimiento y en la plenitud del poder apostólico de que estamos investidos, con esta Constitución nuestra, que pretendemos atribuirle vigencia perpetua, “promulgamos este Código, tal como ha sido redactado, y decretamos y mandamos que tenga desde ahora fuerza de ley para toda la Iglesia”, y lo encomendamos a vuestra custodia y vigilancia.
Para que todos los encargados tengan pleno conocimiento de los decretos de este Código antes de que entren en vigor, establecemos y mandamos que adquieran fuerza de ley sólo desde el día de Pentecostés del año siguiente, es decir desde 19 de mayo del año 1918.
Esto sin perjuicio de cualquier ordenanza, constitución, privilegio, aunque sea digno de mención especial e individual, así como de todas las costumbres, incluso las más remotas, y cualquier cosa en contrario.
Por lo tanto, nadie puede violar esta página de nuestra Constitución, ordenanza, restricción, supresión, derogación y voluntad expresada como quiera, ni se atreva a oponerse temerariamente a ella. Quien tenga la intención de intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios Todopoderoso y de sus benditos Apóstoles Pedro y Pablo
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día de Pentecostés de 1917, año tercero de Nuestro Pontificado.
Notas:
(1) Cf. Motu proprio “Arduum sane” (en latín aquí).
(2) Cf. Epistolam “Pergratum mihi” del 25 de Marzo de 1904.
(3) Cf. Motu proprio “Arduum sane” (en latín aquí).
(4) Cf. Epistolam “De mandato” del 20 de marzo de 1912.
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