martes, 27 de febrero de 2001

VEGLIARE CON SOLLECITUDINE (29 DE OCTUBRE DE 1951)


DISCURSO DEL PAPA PÍO XII 

A LA ASOCIACIÓN ITALIANA DE MATRONAS CATÓLICAS


INTRODUCCIÓN


El deber cristiano de la comadrona

Queridas Hijas, el objeto de vuestra profesión, el secreto de su grandeza y de su belleza reside en esto, en que custodiáis con cuidado la silenciosa y humilde cuna en la que Dios Todopoderoso ha infundido un alma inmortal en la semilla proporcionada por los padres, y esto lo hacéis para prestar vuestra ayuda profesional a la madre y preparar un parto exitoso para el niño que lleva en su seno.

Cuando reflexionáis sobre la maravillosa colaboración de los padres, de la naturaleza y de Dios, como resultado de la cual nace un nuevo ser humano a imagen y semejanza del Creador (véase Génesis 1:26-27), no podéis dejar de valorar en su justa medida la preciosa cooperación que aportáis a un acontecimiento de tanta importancia. La heroica madre de los Macabeos dijo a sus hijos: 'No sé cómo fuisteis formados en mi vientre, porque yo no os di ni el aliento, ni el alma, ni la vida, ni tampoco formé los miembros de cada uno de vosotros. Pero el Creador del mundo formó el nacimiento del hombre' (2 Mac. 7:22).

De ahí que quien se acerque a esta cuna de la formación de la vida y participe en ella, de un modo u otro, debe conocer el orden que el Creador establece que hay que seguir y las leyes que rigen este orden. Porque aquí no se trata de leyes físicas o biológicas que son, automáticamente, obedecidas por agentes no dotados de razón, o de fuerzas ciegas, sino que se trata de leyes cuya ejecución y efectos se confían a la cooperación voluntaria y libre del hombre.

Este orden, fundado por un intelecto supremo, está dirigido y diseñado por el Creador. Abarca no sólo los actos externos del hombre, sino también el consentimiento interno de su libre albedrío; abarca tanto los actos como las omisiones cuando el deber así lo exige. La naturaleza pone a disposición del hombre toda la cadena de causas que dan origen a una nueva vida humana; al hombre le corresponde liberar la fuerza viva, y a la naturaleza le corresponde el desarrollo de esa fuerza, que conduce a su culminación. Una vez que el hombre ha cumplido su parte y ha puesto en marcha la maravillosa evolución de la vida, tiene el deber de respetar religiosamente su progreso y el mismo deber le prohíbe detener el curso de la naturaleza o impedir su desarrollo natural.

Así, el papel que desempeña la naturaleza y el que desempeña el hombre están precisamente determinados. Vuestra formación profesional y vuestra experiencia os permite conocer el papel que desempeñan la naturaleza y el hombre, así como las normas y leyes a las que ambos están sometidos. Vuestra conciencia, iluminada por la razón y por la fe bajo la guía de la autoridad divina, os enseña, por un lado, lo que podéis hacer legalmente y, por otro, lo que tenéis el deber de no hacer.

A la luz de estos principios, nos proponemos ahora presentaros algunas consideraciones sobre el apostolado al que os obliga vuestra profesión. Toda profesión querida por Dios lleva consigo una misión: la misión de realizar, dentro de los límites de la propia profesión, el designio y la intención del Creador y de ayudar al hombre a comprender la justicia y la santidad del designio divino y el beneficio que obtendrá quien lo realice.


I:

VUESTRO APOSTOLADO PROFESIONAL SE REALIZA
EN PRIMER LUGAR A TRAVÉS DE VUESTRA INFLUENCIA PERSONAL

Se espera vuestro consejo

¿Por qué se os pide vuestro servicio? Porque la gente está convencida de que conocéis vuestro oficio, porque sabéis lo que es bueno para la madre y el niño, porque sois conscientes de los peligros a los que ambos están expuestos y de cómo se pueden evitar y superar esos mismos peligros. Se esperan vuestros consejos y vuestra ayuda, aunque sean limitados y no infalibles, pero en consonancia con los últimos avances, tanto teóricos como prácticos, de la profesión en la que estáis especializadas.

Y si todo esto se espera de vosotras, es porque la gente confía en vosotras, y esta confianza es, sobre todo, algo personal. Vuestro carácter debe inspirarla. Que esta confianza en vosotras no se pierda no es sólo vuestro gran deseo, sino también algo exigido por vuestro cargo y vuestra profesión y, en consecuencia, vuestra obligación. De ahí que os esforcéis por alcanzar la cumbre del conocimiento de vuestro oficio.


Vuestra competencia profesional

Pero vuestra competencia profesional es exigida, también, por la naturaleza de vuestro apostolado. ¿Qué peso tendrían, de hecho, vuestras opiniones sobre las cuestiones morales y religiosas relacionadas con vuestro oficio, si se os viera falta de conocimientos profesionales? En cambio, vuestra intervención en el ámbito moral y religioso será más eficaz si, por vuestra superioridad técnica, os hacéis respetar. A la opinión favorable que os ganaréis merecidamente, se añadirá también, en la mente de los que buscan vuestra ayuda, la creencia fundada de que vuestras convicciones cristianas, fielmente puestas en práctica, lejos de ser un obstáculo para vuestra valía profesional, serán su apoyo y garantía. Será evidente para todos que en el ejercicio de vuestra profesión sois conscientes de vuestra responsabilidad ante Dios - y que es vuestra fe en Dios el argumento más fuerte que os anima a prestar vuestra ayuda con mayor devoción en proporción a la gravedad de la necesidad. En este sólido fundamento religioso, encontráis la fuerza para contrarrestar cualquier pretensión irrazonable e inmoral, venga de donde venga, con una negación tranquila, impertérrita e inquebrantable.


La sinceridad cristiana

Estimadas y apreciadas por vuestra conducta personal, no menos que por vuestro conocimiento y experiencia, encontrareis que el cuidado de la madre y del niño os será fácilmente confiado, y, tal vez incluso sin que vosotras mismas os deis cuenta, ejerceréis un profundo, a menudo silencioso, pero eficaz apostolado de un cristianismo vivo. Por muy grande que sea la autoridad moral debida a las cualidades estrictamente profesionales, vuestra influencia personal encontrará su plenitud principalmente en la doble garantía del sentimiento humano genuino y de la vida cristiana real.


II:

EL SEGUNDO ASPECTO DE VUESTRO APOSTOLADO ES
VUESTRO CELO POR DEFENDER EL VALOR Y LA
INVIOLABILIDAD DE LA VIDA HUMANA

Vuestro deber

El mundo actual necesita urgentemente que se le convenza a este respecto con el triple testimonio de la mente, del corazón y de los hechos. Vuestra profesión os ofrece la posibilidad de dar ese testimonio e incluso os impone el deber de hacerlo. A veces, este testimonio tomará la forma de una simple palabra dicha con tacto en el momento oportuno a la madre o al padre; con mayor frecuencia, se expresará en vuestro comportamiento y la forma concienzuda en que actuéis tendrá una influencia discreta pero eficaz sobre ambos. Vosotras más que nadie estáis en condiciones de conocer y apreciar lo que es la vida humana en sí misma y de determinar su valor a la luz del sano razonamiento, de vuestra propia conciencia moral, de la sociedad civil, de la Iglesia y, sobre todo, a los ojos de Dios. El Señor ha hecho todas las demás cosas de la tierra para el hombre, y el hombre mismo, tanto en su existencia como en su esencia, ha sido formado para Dios y no para las demás criaturas, aunque, en lo que respecta a vuestro comportamiento, tenéis un deber para con la comunidad. Ahora bien, incluso el niño no nacido es "hombre" en el mismo grado y por el mismo título que la madre.


La vida del niño, aunque no haya nacido, pertenece a Dios

Además, todo ser humano, incluso un niño en el vientre de la madre, tiene derecho a la vida directamente de Dios y no de los padres o de cualquier sociedad o autoridad humana. Por lo tanto, no hay ningún hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna "indicación" médica, eugenésica, social, económica o moral que pueda ofrecer o producir un título jurídico válido para una disposición directa y deliberada de una vida humana inocente; es decir, una disposición que tiene por objeto su destrucción, ya sea como fin, o como medio para otro fin que, tal vez, no sea en absoluto ilícito en sí mismo. Así, por ejemplo, salvar la vida de la madre es un fin muy noble; pero el asesinato directo del niño como medio para ese fin no es lícito. La destrucción directa de la llamada "vida sin valor", nacida o por nacer, tal como se practicaba muy ampliamente hace unos años, no puede justificarse de ninguna manera. Por eso, cuando se inició esta práctica, la Iglesia declaró formalmente que era contraria a la ley natural y a la ley positiva divina y, por consiguiente, ilegal matar, incluso por orden de las autoridades públicas, a quienes eran inocentes pero, a causa de algún defecto físico o mental, resultaban inútiles para el Estado y eran una carga para él. Nota: Decreto del Santo Oficio, 2 de diciembre de 1940 - Acta Apostólica Sedis Volumen 32, 1940, páginas 553-554.

La vida de quien es inocente es intocable, y cualquier atentado o agresión directa contra ella es una violación de una de las leyes fundamentales sin la cual es imposible una sociedad humana segura. No tenemos necesidad de enseñaros en detalle el significado y la gravedad en vuestra profesión de esta ley fundamental. Pero no olvidéis nunca que por encima de todo código hecho por el hombre y por encima de toda "indicación" se eleva la impecable ley de Dios.


"No matarás"

El apostolado de vuestra profesión os exige que transmitáis a los demás ese conocimiento de la vida humana, esa consideración y respeto por ella, que vuestra fe cristiana alimenta en vuestros corazones.

Debéis, cuando se os pida, estar preparadas para defender con decisión y proteger, cuando sea posible, la vida indefensa y oculta del niño, siguiendo el precepto divino "Non occides": No matarás (Éxodo 20:13). Esta acción defensiva se hace a veces muy necesaria y urgente, pero, sin embargo, no es la parte más noble e importante de vuestra misión. En efecto, ésta no es puramente negativa, sino eminentemente constructiva y tiene por objeto alentar, edificar y fortalecer.


El niño es un don del amor de Dios

Infundid en la mente y en el corazón de la madre y del padre la estima y el deseo gozoso del recién nacido, para que sea acogido con amor desde el momento de su nacimiento. El niño, formado en el seno de la madre, es un don de Dios (Salmo 126,3 en la Vulgata o Salmo 127,3 en el hebreo), que confía su cuidado a los padres. Con qué delicadeza y encanto describe la Sagrada Escritura a los hijos sentados a la mesa con su padre. Ellos constituyen la recompensa del hombre justo, mientras que la esterilidad es a menudo el castigo del pecador. Escuchad la expresión divina expresada con la inigualable poesía del salmista: 'Tu mujer como una vid fructífera, a los lados de tu casa. Tus hijos como plantas de olivo, alrededor de tu mesa. He aquí que así será bendecido el hombre que teme al Señor' (Salmo 127:3-4 en la Vulgata o Salmo 128:3-4 en el hebreo). Pero del hombre malvado está escrito: 'Que su posteridad sea cortada; que su nombre sea borrado en una generación' (Salmo 108:13 en la Vulgata o Salmo 109:13 en hebreo).

Apresuraos a poner al recién nacido en los brazos del padre, como hacían los romanos de antaño, pero hacedlo por un motivo incomparablemente más elevado. Con los romanos, era un reconocimiento de la paternidad y de la autoridad que de ella se deriva; con nosotros, será rendir homenaje al Creador, invocar la bendición de Dios y comprometerse a desempeñar con devoto afecto el oficio que Dios le ha encomendado. Si Nuestro Señor alaba y recompensa al siervo fiel por haber hecho buen uso de cinco talentos (ver Mateo 25,21), qué alabanza, qué recompensa no reservará para el padre que ha protegido y criado para Él la vida humana que le fue confiada; un tesoro de mayor valor que todo el oro y la plata del mundo.


Ayuda a la madre a disfrutar de su felicidad

Vuestro apostolado, sin embargo, se ocupa sobre todo de la madre. Sin duda, la voz de la naturaleza habla en ella y pone en su corazón el deseo, el valor, el amor y la voluntad de cuidar al niño; pero para superar las sugestiones de la pusilanimidad por cualquier causa, esa voz necesita ser reforzada y dar, por así decirlo, una nota sobrenatural. Os corresponde a vosotras, con vuestro porte y vuestra forma de actuar, más que con las palabras, hacer que la joven madre se dé cuenta de la grandeza, de la belleza, de la nobleza de esa vida que ahora se despierta, y que se está formando y avivando en el seno materno, la vida que nace de ella, que lleva en sus brazos y alimenta en su pecho. A vosotras os corresponde ayudarla a apreciar la grandeza del don del amor de Dios por ella y por su hijo. Las Sagradas Escrituras traen a nuestros oídos, con muchos ejemplos, el eco de las oraciones de súplica y, luego, de los himnos de alegría agradecida de muchas madres cuyas oraciones fueron finalmente escuchadas después de haber implorado durante mucho tiempo con lágrimas la gracia de la maternidad. Y esos dolores, también, que, después del pecado original, la madre tiene que sufrir para traer a su hijo al mundo, ayudan a estrechar más el vínculo que los une. Su amor es proporcional a su sufrimiento. Esto ha sido expresado con conmovedora y profunda sencillez por Aquel que ha formado el corazón de las madres: "La mujer, cuando está de parto, tiene dolor porque ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz, ya no se acuerda de la angustia, porque se alegra de que haya nacido un hombre en el mundo" (Juan 16, 21). Además, el Espíritu Santo, por la pluma del Apóstol San Pablo, muestra una vez más la grandeza y la alegría de la maternidad; Dios da el hijo a la madre, pero al darlo, la hace cooperar eficazmente en el despliegue de la flor, cuya semilla había sembrado en ella, y esta cooperación se convierte en el camino que la conduce a la salvación eterna. "Se salvará al dar a luz" (1 Tim. 2:15).

Esta perfecta concordancia entre la fe y la razón le da la garantía de que está en lo cierto y de que puede ejercer con seguridad incondicional su apostolado de aprecio y amor a la vida que está naciendo. Si lográis ejercer este apostolado junto a la cuna en la que el recién nacido emite sus primeros gritos, no os será difícil conseguir lo que vuestra conciencia de comadronas, conforme a la ley de Dios y de la naturaleza, espera que prescribáis para el bien de la madre y del niño.


La "carga" de los niños

No es necesario, además, que Nosotros os demostremos a vosotras, que lo habéis experimentado, lo esencial que es hoy en día ese apostolado de aprecio y amor por la nueva vida. Desgraciadamente, no son raros los casos en los que incluso una cautelosa referencia a los hijos como "bendición" es suficiente para provocar una franca negación y quizás incluso burla. Con mucha más frecuencia, en el pensamiento y en las palabras, predomina la actitud de considerar a los hijos como una pesada "carga". Cuán opuesto es este modo de pensar a la mente de Dios y a las palabras de la Sagrada Escritura, y, por lo demás, a la sana razón y al sentimiento de la naturaleza. Si hay condiciones y circunstancias en las que los padres, sin violar la ley de Dios, pueden evitar la "bendición" de los hijos, tales casos de fuerza mayor, sin embargo, no autorizan de ninguna manera la perversión de las ideas, el menosprecio de los valores, la desvalorización de la madre que ha tenido el valor y el honor de dar la vida.


Estad preparados para bautizar, si es necesario

Si lo que hemos dicho hasta ahora se refiere a la protección y al cuidado de la vida natural, debe valer aún más para la vida sobrenatural que el niño recién nacido reciba el bautismo. En la economía actual, no hay otro modo de comunicar esta vida al niño que aún no tiene uso de razón. Pero, sin embargo, el estado de gracia en el momento de la muerte es absolutamente necesario para la salvación. Sin él, no es posible alcanzar la felicidad sobrenatural, la visión beatífica de Dios. Un acto de amor puede ser suficiente para que un adulto obtenga la gracia santificante y supla la ausencia del bautismo; para el niño no nacido o para el recién nacido, este camino no está abierto. Si, pues, sostenemos que la caridad hacia el prójimo nos impone la obligación de socorrerlo en caso de necesidad, esta obligación aumenta en proporción a la importancia del bien que se ha de procurar o del mal que se ha de evitar. También aumenta cuando la persona necesitada no puede ayudarse o salvarse por sí misma. Por lo tanto, es fácil comprender la importancia de dar el bautismo al niño completamente sin uso de razón, cuando está en grave peligro o se enfrenta a una muerte segura. Sin duda, esta obligación incumbe en primer lugar a los padres; pero en los casos urgentes, en los que no hay tiempo que perder, o es imposible conseguir un sacerdote, vuestro es el sublime deber de administrar el bautismo. No dejéis, pues, de realizar este caritativo servicio y de ejercer este activo apostolado de vuestra profesión. Que las palabras de Jesús sean vuestro consuelo y vuestro estímulo: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" (Mateo 5,7). Y qué acto de misericordia es más grande y más bello que asegurar al alma del niño, entre el umbral de la vida que acaba de cruzar y el de la muerte próxima, la entrada en una eternidad gloriosa y feliz.


III:

EL TERCER ASPECTO DE VUESTRO APOSTOLADO
PUEDE DESCRIBIRSE COMO LA AYUDA A LA MADRE
EN EL CUMPLIMIENTO RÁPIDO Y GENEROSO
DE SUS DEBERES CONYUGALES

La maternidad es una participación en la bondad y el poder de Dios

Apenas comprendió María Santísima el mensaje del Ángel, respondió: "¡He aquí la esclava del Señor! Hágase en mí según tu palabra" (Lucas 1, 38). ¡Una aceptación entusiasta de la vocación de la maternidad! Una maternidad virginal incomparablemente superior a cualquier otra; pero una maternidad real en el verdadero y propio sentido de la palabra (ver Gal. 4,4). Por eso, al recitar el Ángelus y después de recordar la aceptación de María, los fieles terminan enseguida con: "Y el Verbo se hizo carne" (Juan 1,14).

Uno de los requisitos fundamentales del recto orden moral es que, al uso de los derechos conyugales, corresponda una sincera aceptación de los deberes de la maternidad. Con esta condición, la mujer sigue el camino trazado por el Creador hasta el fin que Él ha designado para la criatura, haciéndola, por el ejercicio de esa función, partícipe de Su bondad, de Su sabiduría y de Su omnipotencia, de acuerdo con el anuncio del Ángel: "Concipies in utero et paries" - "Concebirás en tu seno y darás a luz (un hijo)" (Lucas 1:31).

Si tal es, pues, el fundamento biológico de vuestra actividad profesional, el objeto urgente de vuestro apostolado será esforzaros por sostener, despertar y estimular el instinto y el amor maternos.


Peticiones lícitas e ilícitas

Cuando los esposos valoran y aprecian el honor de engendrar una nueva vida, y esperan su llegada con una santa impaciencia, vuestra parte es muy fácil; bastará con cultivar en ellos este sentimiento interior; la disposición a acoger y cuidar esa vida que crece se produce automáticamente. Pero, desgraciadamente, no siempre es así; a menudo no se quiere al niño; peor aún, a menudo se teme su llegada. En tales condiciones, ¿cómo puede haber una respuesta pronta a la llamada del deber? Vuestro apostolado, en este caso, debe ser poderoso y eficaz; en primer lugar, en sentido negativo, rechazando toda cooperación inmoral; luego, también en sentido positivo, aplicándoos hábilmente a eliminar las ideas preconcebidas, los diversos temores o las excusas pusilánimes; y, en la medida de lo posible, a eliminar también los obstáculos externos que pueden causar angustia en lo que se refiere a la aceptación de la maternidad. Podéis presentaros sin vacilar cuando se os pida que aconsejéis y ayudéis en el nacimiento de una nueva vida, para protegerla y encaminarla hacia su pleno desarrollo. Pero, desgraciadamente, ¿en cuántos casos se os pide más bien que impidáis la procreación y la conservación de esta vida, sin tener en cuenta los preceptos del orden moral? Acceder a tales peticiones sería abusar de vuestros conocimientos y de vuestra habilidad convirtiéndoos en cómplices de un acto inmoral; sería la perversión de vuestro apostolado. Exige un rechazo sereno, pero inequívoco, a tolerar la transgresión de la ley de Dios o de los dictados de vuestra conciencia. Se deduce, por lo tanto, que vuestra profesión exige que tengáis un conocimiento claro de esta ley divina, para que sea respetada y seguida sin exceso ni defecto.


La Iglesia condena la prevención de la natalidad

Nuestro predecesor, Pío XI, de feliz memoria, en su Encíclica Casti Connubii, del 31 de diciembre de 1930, proclamó solemnemente de nuevo la ley fundamental que rige el acto matrimonial y las relaciones conyugales; Dijo que cualquier intento por parte de los esposos de privar a este acto de su fuerza inherente o de impedir la procreación de una nueva vida, ya sea en la realización del acto mismo, o en el curso del desarrollo de sus consecuencias naturales, es inmoral, y además, ninguna supuesta "indicación" o necesidad puede convertir un acto intrínsecamente inmoral en uno moral y lícito. Nota: véase Acta Apostolic Sedis, volumen, 22, 1930, páginas 559 y siguientes.

Este precepto es tan válido hoy como ayer, y lo será mañana y siempre, porque no supone un precepto de ley humana, sino que es la expresión de una ley natural y divina.

Que estas palabras sean vuestra guía infalible en todos los casos en que vuestra profesión y vuestro apostolado os exijan una decisión clara e inequívoca.


La esterilización directa es inmoral

Sería algo más que una mera falta de disposición al servicio de la vida si el intento realizado por el hombre se refiriera no sólo a un acto individual, sino que afectara a todo el organismo mismo, con la intención de privarlo, mediante la esterilización, de la facultad de procrear una nueva vida. También en este caso hay una norma claramente establecida en la doctrina de la Iglesia que rige su comportamiento tanto interno como externo. La esterilización directa -es decir, la esterilización que tiene por objeto, ya sea como medio o como fin en sí mismo, hacer imposible la procreación- es una grave violación de la ley moral y, por lo tanto, es ilícita. Ni siquiera la autoridad pública tiene derecho, sea cual sea la "indicación" que utilice como excusa, a permitirla, y mucho menos a prescribirla o a utilizarla en perjuicio de seres humanos inocentes. Este principio ya fue enunciado en la citada Encíclica de Pío XI sobre el matrimonio cristiano (páginas 564-565). Por eso, hace diez años, cuando la esterilización empezó a ser más usada, la Santa Sede se vio obligada a hacer una declaración explícita y solemne de que la esterilización directa, ya sea permanente o temporal, del hombre o de la mujer, es ilícita, y esto en virtud de la ley natural de la que la Iglesia misma, como bien sabéis, no tiene poder para dispensar. Nota: Decreto del Santo Oficio, 22 de febrero de 1940; Acta Apostólica Sedis, 1940, página 73.

Haced, pues, todo lo que podáis en vuestro apostolado para oponeros a estas tendencias perversas, y rechazad vuestra cooperación en ellas.


La esterilidad natural o el "período infértil"

El problema más grave se presenta hoy en día en cuanto a si se puede conciliar, y en qué medida, la obligación de la disposición a cumplir el deber de la maternidad con el recurso cada vez más frecuente a los períodos de esterilidad natural (los llamados períodos agenésicos en la mujer), práctica que parece ser la clara expresión de una voluntad opuesta a esa disposición.

Se espera, con razón, que vosotras estéis bien informadas, desde el punto de vista médico, de esta conocida teoría y de los progresos que aún pueden preverse en esta materia; y además, se espera que vuestros consejos y vuestra ayuda se basen, no en simples publicaciones populares, sino en hechos científicos y en el juicio autorizado de concienzudos especialistas en medicina y biología. Es vuestro oficio, y no el del sacerdote, instruir a los casados, por medio de consultas privadas o de publicaciones serias, sobre el aspecto médico y biológico de la teoría, sin dejarse, sin embargo, llevar a defenderla de una manera que no es ni correcta ni discreta. Pero también en este campo vuestro apostolado os exige, como mujeres y como cristianas, que conozcáis y defendáis la ley moral a la que se subordina esta teoría. Y aquí la Iglesia es competente para hablar.

En primer lugar, hay que considerar dos hipótesis. Si la aplicación de esta teoría no significa otra cosa que los casados hagan uso de sus derechos matrimoniales incluso durante el tiempo de esterilidad natural, no hay nada que decir en contra; al hacerlo, no impiden ni perjudican en modo alguno la consumación del acto natural y sus ulteriores consecuencias naturales. Precisamente en esto la aplicación de la teoría que comentamos se distingue esencialmente del abuso de la misma ya mencionado, que consiste en una perversión del acto mismo. Sin embargo, si se da un paso más, esto es, el de restringir el acto matrimonial exclusivamente a ese periodo concreto, entonces hay que examinar con más atención la conducta de los casados. Aquí, de nuevo, hay que considerar dos alternativas.


El propio derecho matrimonial

Si, incluso en el momento del matrimonio, la intención del hombre o de la mujer era restringir el derecho matrimonial en sí mismo a los períodos de esterilidad y no simplemente al uso de ese derecho, de tal manera que el otro miembro de la pareja ni siquiera tuviera derecho a exigir el acto en cualquier otro momento, eso implicaría un defecto esencial en el consentimiento matrimonial. Esto invalidaría el propio matrimonio, porque el derecho derivado del contrato matrimonial es un derecho permanente, ininterrumpido y continuo, de cada uno de los miembros de la pareja respecto del otro.


El uso del derecho matrimonial

Si, por el contrario, la limitación del acto a las épocas de esterilidad natural no se refiere al derecho en sí, sino sólo al uso del derecho, entonces no se cuestiona la validez del matrimonio. No obstante, la licitud moral de dicha conducta se afirmaría o se negaría en función de si la intención de mantenerse constantemente a estos periodos se basa o no en motivos morales suficientes y fiables. El mero hecho de que la pareja no atente contra la naturaleza del acto y de que esté dispuesta a aceptar y criar al niño que nazca a pesar de las precauciones que haya tomado, no sería por sí solo una garantía suficiente de una intención correcta y de la incuestionable moralidad de los propios motivos.


El deber primordial

La razón es que el matrimonio vincula a un estado de vida que, si bien confiere ciertos derechos, impone al mismo tiempo el cumplimiento de una obra positiva que pertenece al estado mismo del matrimonio. Siendo así, se puede afirmar ahora el principio general de que el cumplimiento de un deber positivo puede ser suspendido si razones graves, independientes de la buena voluntad de los obligados, demuestran que dicho cumplimiento es inoportuno, o hacen evidente que no puede ser exigido equitativamente por quien requiere su cumplimiento, en este caso, el género humano.

El contrato matrimonial, que otorga a los cónyuges el derecho a satisfacer las inclinaciones de la naturaleza, los estableció en un estado de vida, el estado matrimonial. La naturaleza y el Creador imponen a los cónyuges que se sirven de ese estado, realizando su acto específico, el deber de proveer a la conservación del género humano. Aquí tenemos el servicio característico que da a su estado su valor peculiar: el bien de la descendencia. Tanto el individuo como la sociedad, el pueblo y el Estado, y la Iglesia misma, dependen para su existencia del orden que Dios ha establecido sobre el matrimonio fecundo. Por lo tanto, abrazar el estado matrimonial, hacer uso frecuente de la facultad que le es propia y que sólo es lícita en ese estado, mientras que, por otro lado, buscar siempre y deliberadamente eludir su deber primordial sin razones serias, sería pecar contra el sentido mismo de la vida matrimonial.


Razones que pueden eximir

Razones serias, a menudo aducidas por motivos médicos, eugenésicos, económicos y sociales, pueden eximir de ese servicio obligatorio incluso durante un período considerable, incluso durante toda la duración del matrimonio. De ello se desprende que el uso de los períodos infecundos puede ser lícito desde el punto de vista moral y, en las circunstancias que se han mencionado, es efectivamente lícito. Sin embargo, si a la luz de un juicio razonable y justo, no existen tales razones personales graves, o razones derivadas de circunstancias externas, entonces la intención habitual de evitar la fecundidad de la unión, mientras que al mismo tiempo continúa satisfaciendo plenamente la intención sensual, sólo puede surgir de una falsa apreciación de la vida y de motivos que van en contra de las verdaderas normas de conducta moral.

En este punto, quizá insistiréis en que a veces, mientras ejercéis vuestra profesión, os encontráis ante casos muy delicados, es decir, aquellos en los que no se puede exigir correr el riesgo de la maternidad, es más, en los que ésta debe evitarse absolutamente, y en los que, por otra parte, el uso de los períodos estériles o bien no ofrece una salvaguarda suficiente, o bien, por otras razones, debe descartarse. Entonces, preguntáis, ¿cómo es posible hablar todavía de un apostolado al servicio de la maternidad?


La ley de Dios puede exigir una abstención total

Si, según vuestro juicio seguro y experimentado, las circunstancias exigen definitivamente un "No", es decir, que la maternidad es impensable, sería un error y una equivocación prescribir un "Sí". Aquí se trata de una cuestión de hechos concretos, y por lo tanto, de una cuestión médica, no teológica, y por lo tanto, es de vuestra competencia. Sin embargo, en estos casos, los cónyuges no os piden una respuesta médica, una respuesta que debe ser necesariamente negativa; buscan más bien su aprobación de una "técnica" de relación conyugal a prueba del riesgo de maternidad. También en este caso estáis llamadas a ejercer vuestro apostolado, en la medida en que no dejéis ninguna duda de que, incluso en los casos extremos, toda práctica preventiva y todo ataque directo a la vida y al desarrollo de la semilla están prohibidos y vedados en conciencia, y que sólo hay una cosa que hacer, y es abstenerse de todo uso de la facultad natural. En este asunto, vuestro apostolado exige un juicio claro y seguro y una serena firmeza.

Se objetará, sin embargo, que tal abstinencia es imposible, que un heroísmo como éste no es factible. En la actualidad, se puede oír y leer esta objeción en todas partes, incluso por parte de aquellos que, por su deber y autoridad, deberían ser de una opinión muy diferente. El siguiente argumento se presenta como prueba: Nadie está obligado a hacer lo imposible y no se presume que ningún legislador razonable quiera obligar con su ley a las personas a hacer lo imposible. Pero para las personas casadas es imposible abstenerse durante mucho tiempo. Por lo tanto, no están obligados a abstenerse: la ley divina no puede significar eso.


La ayuda de Dios es una realidad para los que la quieren

Con esta forma de argumentar se llega a una conclusión falsa a partir de premisas que sólo son parcialmente ciertas. Para convencerse de ello, basta con invertir los términos del argumento: Dios no nos obliga a hacer lo imposible. Pero Dios obliga a los casados a abstenerse si su unión no puede realizarse según las reglas de la naturaleza. Por lo tanto, en tales casos, la abstinencia es posible. En confirmación de este argumento, tenemos la doctrina del Concilio de Trento que, en el capítulo sobre la observancia necesaria y posible de los mandamientos, refiriéndose a un pasaje de las obras de Agustín, enseña: 'Dios no manda lo que es imposible, pero cuando manda, manda, te advierte que hagas lo que puedas y pidas su ayuda para lo que está más allá de tus posibilidades, y te da su ayuda para que eso te sea posible'. Nota: Concilio de Trento, sesión 6, capítulo 11, Denzinger número 804 - San Agustín De natura et gratia, capítulo 43, número 50; Migne, Patrología Latina, volumen 44, columna 271.

No os turbéis cuando, en el ejercicio de vuestra profesión y en vuestro apostolado, oigáis este clamor sobre la imposibilidad. No dejéis que nuble vuestro juicio interno, ni que afecte a vuestra conducta exterior. No os prestéis nunca a nada que se oponga a la ley de Dios y a vuestra conciencia cristiana. Juzgar a los hombres y mujeres de hoy incapaces de un heroísmo continuo es hacerles un mal. En estos días, por muchas razones -quizás por una necesidad extrema, o incluso a veces bajo la presión de la injusticia- se practica el heroísmo en un grado y medida que en tiempos pasados se habría considerado imposible. ¿Por qué, pues, si las circunstancias lo exigen, ha de detenerse este heroísmo en los límites prescritos por la pasión y las inclinaciones de la naturaleza? Es obvio que quien no quiera dominarse a sí mismo, no podrá hacerlo; y quien crea que puede dominarse a sí mismo, confiando únicamente en sus propias fuerzas y no buscando sincera y perseverantemente la ayuda divina, se engañará miserablemente.

Ved, pues, cómo vuestro apostolado puede ganar a los casados para un servicio de la maternidad, es decir, no de absoluta servidumbre a los impulsos de la naturaleza, sino para el ejercicio de los derechos y deberes matrimoniales, regidos por los principios de la razón y de la fe.


IV:

POR ÚLTIMO, HAY UN ASPECTO DE VUESTRO APOSTOLADO
QUE SE REFIERE A LA DEFENSA DEL RECTO ORDEN DE LOS VALORES
Y LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

Un principio erróneo

Los "valores personales" y la necesidad de respetarlos, es un tema que desde hace veinte años mantiene ocupados a los escritores. En muchas de sus elaboradas obras, también el acto específicamente sexual tiene una posición asignada al servicio de la persona en el estado matrimonial. El significado peculiar y más profundo del ejercicio del derecho matrimonial debe consistir (dicen) en que la unión corporal es la expresión y actuación de la unión personal y afectiva.

Artículos, folletos, libros y conferencias, que tratan en particular incluso de la "técnica del amor", han servido para difundir estas ideas e ilustrarlas con advertencias a los recién casados, como una guía para el matrimonio que les impida descuidar, por necedad, pudor equivocado o escrupulosidad infundada, lo que Dios, que es Creador también de sus inclinaciones naturales, les ofrece. Si de este don recíproco completo de los esposos resulta una nueva vida, es una consecuencia que queda fuera o, a lo sumo, en la circunferencia, por así decirlo, de los "valores personales": una consecuencia que no se excluye, pero que no debe considerarse como punto central de las relaciones conyugales.

Según estas teorías, la dedicación de vosotras mismas al bienestar de la vida que aún se oculta en el vientre de la madre, o a ayudar a la madre a dar a luz felizmente, sólo tendría una importancia menor y ocuparía un lugar secundario.

Ahora bien, si esta apreciación relativa se limitara a subrayar el valor de las personas de la pareja casada y no el de la prole, tal problema podría, en sentido estricto, obviarse. Pero aquí se trata de una grave inversión del orden de valores y de fines que el propio Creador ha establecido. Estamos frente a la propagación de un conjunto de ideas y de sentimientos directamente opuestos al pensamiento cristiano sereno, profundo y serio. Aquí también vuestro apostolado debe desempeñar su papel. Podéis convertiros en confidentes de la madre y de la esposa y ser preguntadas sobre los deseos más secretos y los actos más íntimos de la vida conyugal. Si es así, ¿cómo podríais, conscientes de vuestra misión, hacer prevalecer la verdad y el recto orden en el juicio y en las relaciones de los esposos, si no tenéis vosotras mismas un conocimiento preciso y una firmeza de carácter necesaria para mantener lo que sabéis que es verdadero y recto?


El principio correcto

La verdad es que el matrimonio, como institución natural, no está ordenado por la voluntad del Creador a la perfección personal de los esposos como su fin primordial, sino a la procreación y educación de una nueva vida. Los otros fines del matrimonio, aunque forman parte del plan de la naturaleza, no tienen la misma importancia que el primero. Menos aún, estos fines son superiores. Por el contrario, están esencialmente subordinados a él. Este principio vale para todos los matrimonios, aunque sean infructuosos: así como puede decirse que todos los ojos están destinados y construidos para ver, aunque en casos anormales, a causa de particulares condiciones internas o externas, nunca puedan ser capaces de dar vista.

Precisamente para poner fin a todas las incertidumbres y extravíos de la verdad, que amenazaban con difundir ideas erróneas sobre el orden de precedencia en la finalidad del matrimonio y la relación entre ellos, Nosotros mismos, hace algunos años (10 de marzo de 1944), redactamos una declaración que las situaba en su orden correcto. Llamamos la atención sobre lo que revela la propia estructura interna de su disposición natural, sobre lo que es patrimonio de la tradición cristiana, sobre lo que los Sumos Pontífices han enseñado repetidamente y sobre lo que después se ha recogido definitivamente en el Código de Derecho Canónico (canon 1013, párrafo 1 del Código de 1917). Además, poco después, para poner fin a las opiniones contradictorias, la Santa Sede, mediante un Decreto público, proclamó que no puede admitirse el recurso de ciertos escritores modernos que niegan que la procreación y la educación del hijo sea el fin primario del matrimonio, o enseñan que los fines secundarios no están esencialmente subordinados al fin primario, sino que tienen el mismo valor y son independientes de él. Nota: Sagrada Congregación del Santo Oficio, 1 de abril de 1944-Acta Apostolic Sedis, volumen 36, 1944, página 103.


La verdad sobre los valores personales

¿Significa esto una negación o una disminución de lo que es bueno y correcto en los valores personales que resultan del matrimonio y del acto matrimonial? Ciertamente no, porque en el matrimonio el Creador ha destinado a los seres humanos, hechos de carne y hueso y dotados de mente y corazón, a la procreación de una nueva vida, y están llamados a ser los padres de su progenie como seres humanos y no como animales irracionales. Es con este fin que Dios quiere la unión de las personas casadas. En efecto, la Sagrada Escritura dice de Dios que creó al género humano a su imagen y semejanza, lo creó varón y hembra (Génesis. 1: 27), y quiso -como encontramos repetidamente en la Sagrada Biblia- que el hombre "dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne" (Génesis 2:24; Mateo 19:5; Efesios 5:31).

Todo esto es, pues, cierto y querido por Dios; pero no debe desligarse de la función primordial del matrimonio, es decir, del deber de la nueva vida. No sólo la vida común exterior, sino también toda la riqueza personal, las cualidades de la mente y del espíritu, y finalmente todo lo que hay de más verdaderamente espiritual y profundo en el amor conyugal como tal, ha sido puesto por la voluntad de la naturaleza y del Creador al servicio de la prole. Por su naturaleza, la vida conyugal perfecta significa también la completa abnegación de los padres en favor de los hijos, y el amor de los esposos en su fuerza y ternura es una necesidad esencial para el más ferviente cuidado del hijo y la garantía de que este cuidado será tomado. Nota: véase Santo Tomás, Summa 3ª parte, cuestión 29, artículo 2, en la conclusión; Suplemento, cuestión 49, artículo 2, respuesta a la objeción 1.


Inseminación artificial

Considerar indignamente la convivencia de los esposos y el acto matrimonial como una simple función orgánica de transmisión de la semilla, sería lo mismo que convertir el hogar doméstico, que es el santuario de la familia, en un mero laboratorio biológico. Por esta razón, en Nuestro discurso del 29 de septiembre de 1949, pronunciado ante el Congreso Internacional de Médicos Católicos, rechazamos formalmente la inseminación artificial en el matrimonio. El acto conyugal, en su ámbito natural, es una acción personal. Es la cooperación simultánea y directa de marido y mujer que, por la naturaleza misma de los agentes y la cualidad inherente al acto, es la expresión de la entrega mutua que, en palabras de la Escritura, da como resultado la unión "en una sola carne".

Esto es mucho más que la unión de dos gérmenes vitales, que puede producirse incluso artificialmente, es decir, sin la cooperación de los esposos. El acto matrimonial, en el orden y por designio de la naturaleza, consiste en una cooperación personal que el marido y la mujer intercambian como un derecho cuando se casan.

Por lo tanto, cuando este intercambio de derechos es, desde el principio, permanentemente imposible en su forma natural, el objeto del contrato matrimonial está esencialmente viciado. Y, como ya hemos dicho, "no debemos olvidar nunca esto: sólo cuando se lleva a cabo según la voluntad y el plan del Creador, el acto de procrear una nueva vida alcanza verdaderamente, y de manera tan maravillosamente perfecta, los fines que persigue. Porque entonces, al mismo tiempo, es fiel y satisface la naturaleza física y espiritual del hombre y de la mujer, su dignidad de personas y el desarrollo normal y feliz del niño". Nota: Acta Apostólica Sedis, Volumen 41, 1949, página 560.

De ello se desprende que os corresponde decir a la prometida o a la joven esposa que viene a discutir con vosotros los valores de la vida conyugal, que estos valores personales relativos al cuerpo, al sentido o al espíritu, son realmente buenos y verdaderos, pero que el Creador los ha colocado en el segundo lugar de la escala de valores, y no en el primero.


La dignidad de la virginidad

Hay una consideración más que puede olvidarse fácilmente. Todos estos valores secundarios, en relación con la generación y sus procesos, forman parte del deber específico de los esposos, a saber, ser los padres y educadores del nuevo ser vivo. ¡Un deber elevado y noble! Sin embargo, no pertenece a la esencia de un ser humano completo, como si un ser humano que no utilizara la facultad generativa sufriera alguna pérdida de dignidad. Renunciar al uso de esa facultad no significa ninguna mutilación de los valores personales y espirituales, especialmente si la persona se abstiene por los motivos más elevados. De tal renuncia libre hecha por el reino de Dios, el Creador ha dicho: "Non omnes cabiunt verbum istud, sed quibis datum est" - "No todos toman esta palabra, sino aquellos a quienes se les da" (Mateo 19:11).

Es, por tanto, un error y una desviación del camino de la verdad moral exaltar demasiado la función generativa, incluso en su justo marco moral de la vida conyugal. Esto sucede a menudo hoy en día. Además, conlleva el riesgo de un error de comprensión y de un afecto equivocado que obstaculiza y ahoga los sentimientos buenos y nobles, especialmente con los jóvenes que todavía no han tenido experiencia y no son conscientes de las trampas de la vida. Después de todo, ¿qué persona normal, sana de mente y cuerpo, querría pertenecer al número de los que carecen de carácter y espíritu?

Sin embargo, con vuestro apostolado, dondequiera que trabajéis profesionalmente, iluminad las mentes de las personas e inculcadles este recto orden de valores, para que los hombres regulen por él su juicio y su conducta.


La alegría conyugal es un don de Dios para los casados

Nuestra explicación de la obra apostólica de vuestra profesión sería, sin embargo, incompleta si no añadiéramos algunas palabras más sobre la defensa de la dignidad humana en el uso de la inclinación generativa. El Creador, en su bondad y sabiduría, ha querido aprovechar el trabajo del hombre y de la mujer para conservar y propagar el género humano, uniéndolos en matrimonio.

El mismo Creador ha dispuesto que el marido y la mujer encuentren placer y felicidad de mente y cuerpo en el desempeño de esa función. Por lo tanto, el marido y la mujer no hacen nada malo al buscar y disfrutar de este placer. Están aceptando lo que el Creador quiso para ellos.

Sin embargo, también en este caso, los esposos deben saber mantenerse dentro de los límites de la moderación. Así como en el comer y en el beber no deben entregarse completamente a los impulsos de sus sentidos, tampoco deben someterse sin control a su apetito sensual. Esta es, pues, la regla que debe seguirse; el uso del instinto y de la función natural y generativa es lícito sólo en el estado matrimonial y al servicio de los fines para los que existe el matrimonio. De esto se deduce que, sólo en el estado matrimonial y en la observancia de estas leyes, se permiten los deseos y el disfrute de ese placer y satisfacción; porque el placer está sujeto a la ley de la acción de la que surge, y no a la inversa: la acción sometida a la ley del disfrute del placer. Y esta ley, tan razonable, mira no sólo a la sustancia, sino a las circunstancias de la acción; de modo que, mientras se conserva la sustancia de la función, se puede cometer pecado por el modo de realizarla.


La dignidad humana se nutre del respeto mutuo

La transgresión de esta ley es tan antigua como el pecado original. Sin embargo, en la actualidad existe el peligro de perder de vista este principio fundamental. Hoy, en efecto, es habitual en el discurso y en los escritos (incluso entre algunos católicos) defender la necesidad de la libertad personal, la finalidad y el valor peculiares de la relación sexual y su uso, independientemente de la finalidad de la procreación de la prole. Quisieran someter el orden establecido por Dios a un nuevo examen y a una nueva regulación. No querrían otro control en el modo de satisfacer este instinto que la observancia de lo que es esencial al acto instintivo. En lugar de la obligación moral de dominar nuestras pasiones, sustituirían la libertad de hacer uso de los caprichos e inclinaciones de la naturaleza a ciegas y sin restricciones. Esto, tarde o temprano, debe resultar en un daño a la moral, a la conciencia y a la dignidad humana.

Si el objetivo exclusivo de la naturaleza, o al menos su objetivo primordial, hubiera sido la entrega y posesión mutua de marido y mujer en la alegría y el deleite; si la naturaleza hubiera dispuesto ese acto sólo para hacer su experiencia personal feliz en el mayor grado posible, y no como un incentivo en el servicio de la vida, entonces el Creador habría hecho uso de otro plan en la formación y constitución del acto natural. En cambio, el acto está completamente subordinado y ordenado a la gran y única ley "generatio et educatio prolis" (generar y educar a los hijos), es decir, al cumplimiento del fin primario del matrimonio como origen y fuente de la vida.

Desgraciadamente, las olas del hedonismo no dejan de rodar por el mundo. Amenazan con arrollar toda la vida conyugal en un mar creciente de ideas, deseos y actos, no sin grave peligro y en grave perjuicio del deber primario de los esposos.

Con demasiada frecuencia no se avergüenza de exaltar este hedonismo anticristiano como si fuera una doctrina, inculcando el deseo de hacer cada vez más intenso el placer en la preparación y en el acto de la unión conyugal; como si toda la ley moral que rige las relaciones matrimoniales consistiera en el buen cumplimiento de este acto -como si todo lo demás, por más que se realice, encontrara su justificación en la profusa expresión del afecto mutuo, santificado por el sacramento del matrimonio y digno de alabanza y recompensa ante Dios y la conciencia del hombre. Se deja de lado toda cuestión de dignidad del hombre y de su dignidad como cristiano, que son un freno a los excesos sensuales.

Eso es falso. La seriedad y la santidad de la ley moral cristiana no permiten la satisfacción desenfrenada del instinto sexual, ni la búsqueda del mero placer y disfrute. No permite que el hombre racional se deje dominar así, ni por la sustancia ni por las circunstancias del acto.

Algunos quisieran sostener que la felicidad en la vida matrimonial está en relación directa con el disfrute mutuo de las relaciones conyugales. Esto no es así. Por el contrario, la felicidad en la vida conyugal está en relación directa con el respeto que los esposos se tienen mutuamente, incluso en el acto íntimo del matrimonio. No es que deban considerar inmoral lo que la naturaleza les ofrece y Dios les ha dado, y rechazarlo, sino porque el respeto y la estima mutua que surgen de él, son uno de los elementos más fuertes de un amor que es tanto más puro cuanto más tierno.


Defended el honor del matrimonio cristiano

Mientras cumplís con los deberes de vuestra profesión, haced todo lo posible para rechazar el ataque de este refinado hedonismo, que es espiritualmente una cosa vacía y por lo tanto, indigna de los esposos cristianos. Haced ver que la naturaleza ha dado sin duda el deseo instintivo del placer y lo ha sancionado en el matrimonio legítimo, no como un fin en sí mismo, sino al servicio de la vida. Desterrad de vuestros corazones este culto al placer, y haced lo posible por detener la difusión de la literatura que considera un deber describir las intimidades de la vida conyugal con el pretexto de dar instrucción, orientación y seguridad. En general, el sentido común, el instinto natural y una breve instrucción sobre las claras y sencillas máximas de la ley moral cristiana, bastarán para dar paz a los esposos de tierna conciencia. Si, en ciertas circunstancias especiales, una prometida o una joven casada tiene necesidad de una mayor ilustración sobre algún punto particular, es vuestro deber, con prudencia y tacto, darles una explicación que esté de acuerdo con la ley natural y con una sana conciencia cristiana.

Nuestra enseñanza no tiene nada que ver con el maniqueísmo ni con el jansenismo, como algunos quieren hacer ver para justificarse. Es simplemente una defensa del honor del matrimonio cristiano y de la dignidad personal de los esposos.

Prestar vuestros servicios para tal fin, es un deber apremiante de su vocación, especialmente en estos días.
Concluimos, pues, lo que teníamos previsto explicaros.

Vuestra profesión os ofrece un vasto y variado apostolado, un apostolado no tanto de palabra como de acción y de orientación; un apostolado que sólo podréis ejercer con provecho si estáis bien informadas, de antemano, del objeto de vuestra misión y de los medios para su cumplimiento, y, además, si estáis dotadas de una voluntad fuerte en la resolución que se enraíza en una profunda convicción religiosa, inspirada y enriquecida por vuestra fe y por la caridad cristiana.

Mientras imploramos para vosotras la poderosa ayuda de la luz y de la fuerza divinas, ahora, como prenda y garantía de una generosa generosidad de gracias celestiales, os concedemos de corazón nuestra bendición apostólica.


[Fuente original (italiano): Acta Apostolicae Sedis, vol. 43 (1951): pp. 835-854



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