POST TAM DIUTURNAS
BREVE DEL PAPA PÍO VII
A MONS. de BOULOGNE, OBISPO DE TROYES
Venerable Hermano, salud y bendición apostólica.
Después de tan largas y vehementes tormentas por las que la nave de Pedro fue sacudida de manera maravillosa, y por las que, también, Nosotros, que indignamente la capitaneamos, parecíamos ser sacudidos y casi abrumados, por fin la violencia de los vientos que se avecinan comienza a debilitarse y confiamos en que la tranquilidad está siendo restaurada de acuerdo con los antiguos deseos y oraciones de Nosotros mismos y de todos los hombres buenos. Pero mientras que, habiendo recuperado Nuestra antigua libertad (en un momento en que menos lo esperábamos), nos regocijábamos, no tanto de que estas cosas nos hayan sido devueltas, como de que hayan sido devueltas a la Iglesia; y mientras, también, dábamos humildemente gracias al Padre de las Misericordias por este gran beneficio, fue grande el consuelo que nos trajo cuando supimos que el rey designado de la nación francesa era un vástago de aquella dinastía tan gloriosa que también dio a luz al santísimo rey Luis [San Luis IX] y que brilló por su notable servicio a la Iglesia de Dios y a esta Sede Apostólica. Y, en efecto, esta alegría invadió nuestra alma, hasta el punto de que, a pesar de que sólo las hojas informativas nos habían traído la más feliz noticia de este asunto, sin embargo, no teniendo en cuenta la tradición recibida, decidimos dirigir al Nuncio extraordinario a Francia para que, por su mediación, pudiéramos felicitar al nombrado rey por la restauración de su poder en los términos más francos. Sin embargo, la más grave pena perturbó rápidamente esta alegría Nuestra cuando los diarios públicos informaron de la nueva constitución del reino que había sido decretada por el Senado de París. Porque habíamos esperado, habiendo cambiado tan felizmente las cosas, no sólo que todos los impedimentos organizados contra la religión católica en Francia fueran eliminados con la mayor rapidez (como hemos exigido incesantemente), sino también que, cuando se presentara la oportunidad, se proporcionaría también su esplendor y ornato. Vimos enseguida que se guardaba un profundo silencio en la constitución con respecto a esto, y que ni siquiera se hacía mención alguna del Dios Todopoderoso, por quien reinan los reyes y mandan los príncipes. Fácil nos resultará, Venerable Hermano, convenceros de cuán grave, amargo y doloroso fue este asunto para Nosotros, a quienes ha sido encomendado por Jesucristo, el Hijo de Dios, Nuestro Señor, toda la Cristiandad. Porque, ¿cómo podemos tolerar con ecuanimidad que la religión católica, que Francia recibió en las primeras edades de la Iglesia, que fue confirmada en ese mismo reino por la sangre de tantos valerísimos mártires, que con mucho, la mayor parte de la raza francesa profesa, y ciertamente defendió valiente y constantemente aun entre las más graves adversidades y persecuciones y peligros de los últimos años, y que, finalmente, la misma dinastía a la que pertenece el rey designado, profesa y ha defendido con mucho celo, que esta religión católica, esta santísima religión, decimos, no sólo debe ser declarada única en toda Francia, sostenida por el baluarte de las leyes y por la autoridad del Gobierno, sino que incluso, en la misma restauración de la monarquía, ¿debería ser completamente pasada por alto? Pero un dolor mucho más grave, y de hecho muy amargo, aumentó en Nuestro corazón - un dolor por el cual Nosotros confesamos que fuimos aplastados, abrumados y partidos en dos. En el artículo veintidós de la constitución vimos, no solo que "la libertad de religión y de conciencia" (para usar las mismas palabras que se encuentran en el artículo) fueron permitidas por la fuerza de la constitución, sino que también se prometió asistencia y patrocinio tanto a esta libertad como a los ministros de estas diferentes formas de "religión". Ciertamente, no hay necesidad de muchas palabras, al dirigirme a Vos, para haceros reconocer plenamente cuán letal es la herida que este artículo causa a la religión católica en Francia. Porque cuando se afirma indistintamente la libertad de todas las "religiones", por este mismo hecho se confunde la verdad con el error y la santa e inmaculada Esposa de Cristo, la Iglesia, fuera de la cual no puede haber salvación, se pone a la par con las sectas de herejes y con la misma perfidia judaica. Porque cuando se promete favor y patrocinio incluso a las sectas de herejes y sus ministros, no sólo sus personas, sino también sus mismos errores, son tolerados y fomentados: un sistema de errores en el que se contiene esa HEREJÍA fatal y nunca suficientemente deplorable, que, como dice San Agustín (de Haeresibus, no.72), "afirma que todos los herejes proceden correctamente y dicen la verdad: lo cual es tan absurdo que me parece increíble".
Pero no debemos dejar de asombrarnos y lamentarnos por la libertad de imprenta garantizada y permitida por el artículo 23 de la constitución; por lo que en verdad la misma experiencia de los tiempos pasados enseña, si alguien pudiera dudarlo, qué grandes peligros y qué cierto envenenamiento de la fe y de la moral se fomenta. Porque es bastante claro que es principalmente por este medio que, primero, la moral de la gente será depravada, luego su fe corrompida y derrotada, y finalmente se suscitarán sediciones, disturbios y rebeliones entre ellos. Dado el estado actual de gran corrupción de la humanidad, estos gravísimos males serían aún objeto de temor si -que Dios impida- se permitiera a cualquiera el libre poder de publicar lo que quisiera. Y ciertamente no estamos sin otras causas de dolor en esta nueva constitución del reino, especialmente en los artículos 6, 24 y 25. Nos abstenemos de explicároslos individualmente, ya que no dudamos que vuestra Fraternidad percibirá fácilmente en qué dirección tienden estos artículos. En verdad, en tan grande y tan justa la perturbación de Nuestra alma, pero Nos consuela la esperanza de que el rey designado no suscriba los artículos de la constitución propuesta que Nosotros hemos mencionado; de hecho, nos lo prometemos con toda certeza, debido a la piedad ancestral y el celo por la religión con el que no tenemos duda de que está encendido. Pero si calláramos durante el peligro de la fe y de las almas, ciertamente traicionaríamos nuestro ministerio, por ello, hemos decidido mientras tanto, enviaros esta carta a Vos, Venerable Hermano, cuya fe y fuerza sacerdotal nos han sido tan persuasivamente demostradas, no sólo para que se sepa cabalmente que Nosotros rechazamos con la mayor vehemencia las cosas que hasta aquí os hemos expuesto, y todo lo que acaso se proponga contrario a la religión católica, sino también para que, habiendo consultado también con los demás obispos de la Iglesias francesas, os aplicaríais a los consejos y estudios que os hemos encomendado a fin de evitar los graves males que, a menos que sean rápidamente ahuyentados, amenazan a la Iglesia en Francia, y que esas leyes y decretos y otras sanciones de gobierno que, como bien sabéis, nunca hemos dejado de lamentar en los últimos años, y que todavía están floreciendo, deben ser eliminadas. Presentaos, pues, al rey designado; insinuándole el más vehemente dolor por el cual, después de tan grandes adversidades y tribulaciones hasta aquí sufridas, en medio del regocijo general de todos, nuestra alma, por lo anterior, está acosada y atormentada; exponed qué graves daños a la religión católica, qué graves peligros para las almas, qué destrucción de la fe se produciría en Francia si se concediera el asentimiento a los artículos de la constitución que se ha redactado; hacedle saber que estamos completamente persuadidos de que no puede desear abrir su reinado con un comienzo tan desfavorable como para infligir a la religión católica este daño tan grave y casi incurable; y decidle que, por el contrario, el mismo Dios, en cuyo poder están las leyes de todos los reinos, ciertamente le exige que use el poder que tiene, para alegría de todos los hombres buenos y especialmente de Nosotros mismos, restituidos a él, particularmente para la defensa y embellecimiento de la Iglesia de Dios; y que esperamos y confiamos fervientemente que acontecerá, por inspiración de Dios, que Nuestra voz, transmitida por Vos, toque su alma, para que, siguiendo las huellas de sus antecesores que por haber profesado y tantas veces vindicado la Religión Católica mereció de esta Santa Sede el título de Reyes Cristianos, puede hacer lo que está obligado a hacer, lo que todos los hombres buenos esperan que haga, lo que Nosotros, con ardiente afán, le imploramos que haga: es decir, asumir el patrocinio de la Fe Católica. Ejerced, Venerable Hermano, todas vuestras fuerzas y el celo de religión que os inflama. Emplead en este grandísimo y santísimo deber la gracia en que sois tan fuerte, y vuestra destacada elocuencia.
Dado en Cesena, el 29 de abril de 1814, año decimoquinto de Nuestro Pontificado.
PIO PP VII
Nota del traductor:
Esta traducción se hizo a partir del texto latino original que, lamentablemente, no se encuentra en el Bullarium romano, pero se incluye en las páginas xciii y siguientes del primer volumen de Sermons et Discours Inedits de M. de Boulogne, Eveque de Troyes (Vander Schelden, Gand, 1827). Se incluye una traducción al francés en Paix Interieure des Nations, una colección de documentos papales editada por los benedictinos de Solesmes.