ENCÍCLICA
OFFICIO SANCTISSIMO
DEL PAPA LEO XIII
SOBRE LA IGLESIA EN BAVIERA
A nuestros venerables hermanos los arzobispos y obispos de Baviera.
Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica.
Impulsados por el deber más sagrado de Nuestro oficio apostólico, nos hemos esforzado con ahínco y durante mucho tiempo, como vosotros mismos sabéis, para que los asuntos de la Iglesia Católica en Prusia mejoren un poco, y, habiendo sido restaurados en una posición de dignidad, florezcan con su antiguo, y más que su antiguo, honor. Nuestros esfuerzos y trabajos han tenido tanto éxito, con la ayuda y asistencia de Dios, que hemos apaciguado las antiguas luchas y estamos llenos de esperanza de que la libertad del nombre Católico pueda ser disfrutado allí plenamente y en paz. Pero ahora es Nuestro deseo dirigir Nuestros pensamientos y preocupaciones con gran seriedad hacia los bávaros. No porque pensemos que el estado de la religión es el mismo en Baviera que en Prusia, sino que queremos y deseamos que también en ese Reino, que se gloría en la profesión de la fe católica recibida de sus antepasados, se supriman rápidamente los diversos inconvenientes que atentan contra la libertad de la Iglesia Católica. Para que podamos llevar a cabo tan saludable deseo, deseamos probar todos los expedientes que otros puedan dar, y hacer valer sin demora la autoridad y la ayuda que nosotros mismos poseemos. Y también os pedimos especialmente a vosotros, oh Venerables Hermanos, y a todos los que en Baviera se han convertido en nuestros queridos hijos, que en todo lo que parezca corresponder al cuidado y propagación de la Fe y de la Religión en vuestro país, nos comuniquemos con vosotros en la medida en que esté en nuestro poder, dándoos consejo al respecto e instando con confianza a los gobernantes del Estado.
2. En los registros sagrados de Baviera hay muchas circunstancias, pero Nosotros recordamos cosas desconocidas para vosotros, respecto a las cuales la Iglesia y el Estado pueden unirse en una alegría común. Porque la Fe cristiana, desde el momento en que su divina semilla fue sembrada en el seno de vuestro país por el cuidado y la gran diligencia del Santo Abad Severino, que se destaca como el apóstol del país entre el Danubio y los Alpes, y de otros predicadores del Evangelio, echó y fijó sus raíces tan profundamente que desde entonces nunca ha sido erradicada del todo ni por la barbarie de la superstición ni por la revolución y el cambio de los asuntos públicos. Por lo tanto, a finales del siglo VII, cuando Ruperto, el Santo Obispo de Worms, por invitación de Teodoro, Duque de Baviera, fue a estimular y aumentar la fe cristiana en esas partes, encontró, en efecto, a muchos, tanto profesores de la Fe como otros deseosos de abrazarla, incluso en medio de la superstición. Pero el mismo excelentísimo Príncipe Teodoro, inflamado por el celo de la Fe, emprendió un viaje a Roma, y postrado ante las Tumbas de los Santos Apóstoles y, a los pies del augusto Vicario de Jesucristo, dio primero un nobilísimo ejemplo de piedad y de unión de Baviera con esta Sede Apostólica, que otros excelentes príncipes siguieron después religiosamente. Al mismo tiempo, el cardenal Martiniano, Obispo de Sabina, fue enviado como legado a Baviera por el Santo Pontífice Gregorio IL, quien trajo ayuda y asistencia en los asuntos católicos, con quien estaban asociados Georgio y Doroteo, ambos Cardenales de la Iglesia Romana. No mucho tiempo después Corbinianus, Obispo de Múnich, un hombre famoso por su santidad de vida y su desprecio del mundo, que confirmó y aumentó el efecto de las labores apostólicas de Ruperto con una cantidad igual de trabajos, se dispuso a visitar al Soberano Pontífice en Roma.
3. Pero a quien más que a otros se le debe ciertamente elogiar, por haber alimentado y alimentado la fe en Baviera, es a San Bonifacio, el Arzobispo de Mayence, que también es celebrado en un relato imperecedero y muy fidedigno como el padre de la Alemania Cristiana, su Apóstol y Mártir. Desempeñó el cargo de legado de los Pontífices Romanos Gregorio II y III, y Zacarías, en cuyo favor se situó en lo alto, y en su nombre y por su autoridad dividió el país de Baviera en Diócesis, y así, habiendo constituido una jerarquía regular, transmitió la Fe que había sido plantada allí a las generaciones futuras. San Gregorio II, escribiendo al mismo Bonifacio, dice: "El campo del Señor, que estaba baldío, y que había crecido infructuoso por la infidelidad con las espinas de los cardos, al ser labrado por la reja de tu Doctrina, ha recibido la semilla de la palabra y ha producido una abundante cosecha de fidelidad" (Ep. xiii. ad Bonifacium - cfr. Labbeurm Collect. Conc. v., viii.). Desde entonces, la Religión de los bávaros se mantuvo segura y firme a través de todos los cambios en los asuntos civiles, aunque con el tiempo fue puesta a prueba muy duramente. Porque, en efecto, sobrevinieron aquellas contiendas del imperio contra el Sacerdocio, que fueron tan amargas, duraderas y destructivas; en ellas, sin embargo, hubo más motivo de alegría que de tristeza para la Iglesia de Baviera. Pues con la más perfecta unidad se mantuvieron al lado de Gregorio XI, el legítimo Pontífice, sin que la violencia desenfrenada de los contendientes los moviera a ninguno de los dos bandos, y en vano los amenazara, y lo que fue muy penoso, mucho tiempo después, no siendo movidos en modo alguno ni por el poder ni por los ataques de los seguidores de Novato, observaron siempre religiosamente la integridad de su Fe y su antigua alianza con la Iglesia Romana. La valentía y la firmeza de sus padres deben ser alabadas aún más porque esta nueva secta había sometido a casi todos sus vecinos. En efecto, a los bávaros que vivieron en aquellos infelices tiempos les son muy aplicables las palabras de merecido elogio contenidas en una carta a sus gobernantes que el citado Gregorio II había dirigido mucho antes a los Católicos de Turingia, que habían sido imbuidos de la Fe Cristiana por San Bonifacio. "Reconociendo la constancia de vuestra firme fe en Cristo, que Nos es bien conocida, ya que cuando los paganos intentaron obligaros a un culto idolátrico, respondisteis con la plenitud de vuestra Fe que preferíais morir antes que violar esa Fe en Cristo que habíais recibido de una vez por todas; llenos de toda alegría damos gracias como es debido a nuestro Dios y Redentor, el Dador de todos los bienes, por la asistencia de cuya gracia deseamos elevaros a cosas aún mejores y más grandes, para que para el fortalecimiento de la intención de vuestra Fe os adhiráis con ánimo ferviente a la Santa Sede Apostólica, y que, en la medida en que las necesidades de nuestra santa religión lo exijan, recibáis el consuelo de esta Santa Sede Apostólica tan bien recordada por vosotros como madre espiritual de todos los fieles, como en verdad conviene que los coherederos de un reino reciban de su padre real" (Ep. v. Ad optimates Thuring - cfe. Labbeum, ib.)
4. Pero, aunque la gracia de nuestro Dios misericordioso, que en tiempos pasados preservó y abrazó muy benévolamente a vuestra nación, nos invita a argumentar bien y a tener buenas esperanzas para el futuro, sin embargo, debemos esforzarnos, en la medida de nuestras posibilidades, por hacer lo que sea más eficaz para curar las heridas que nuestra Religión pueda haber recibido, o para alejarlas mientras aún nos amenazan, a fin de que nuestra Santa Doctrina Cristiana y nuestro código de moral se extiendan y fructifiquen cada día más. Esto no lo decimos como si la Fe Católica careciera de mayores y menos tímidos defensores entre vosotros, pues sabemos bien, Venerables Hermanos, que vosotros, junto con la mayor y mejor parte tanto de los de las Ordenes Sagradas como de los demás, no sois en absoluto insensibles a las contiendas y peligros con que está rodeada vuestra Iglesia, por lo que, como Nuestro predecesor, Pío IX, en sus cariñosísimas cartas dirigidas a los Obispos de Baviera, (Litt. Nihil Nobis gratius, 20 feb. 1851) alabó de la mejor manera la gran seriedad que mostraron en la preservación de los sagrados derechos de la Iglesia, así Nosotros también damos libre y abiertamente la merecida alabanza a cada uno de los que han emprendido y llevado a cabo valientemente la defensa de su Fe ancestral. Pero cuando Nuestro providente Dios permite que Su Iglesia sea vejada por penosas tormentas, Él mismo exige con justicia de Nosotros disposiciones y poderes más preparados para ayudarla. Pero vosotros, oh Venerables Hermanos, cada uno por igual con Nosotros, contempláis con dolor los extraños y desdichados tiempos en que ha caído la Iglesia; fuisteis de los primeros en advertir las condiciones en que estáis colocados y las dificultades con que tenéis que luchar. Por eso sabéis por experiencia que vuestro oficio tiene mayores deberes que antes, y que para desempeñarlos bien debéis esforzaros muy seriamente por la vigilancia, la diligencia, la fortaleza y la prudencia cristiana.
5. Y, en primer lugar, os instamos y exhortamos sobre la preparación y el bienestar del clero. Porque el clero es como un ejército que, al obedecer las leyes y cumplir sus deberes para servir a la multitud cristiana bajo la autoridad de los Obispos, aportará honor y estabilidad a los asuntos públicos en proporción a su número y disciplina. Por lo tanto, este ha sido siempre el primer cuidado de la Iglesia, elegir y educar para el Sacerdocio a aquellos jóvenes cuyas disposiciones y deseos permitan esperar que perseveren en el Ministerio de la Iglesia (Conc. Trid., Sess. xxiii., de reforma cxviii.), y además, que los jóvenes hayan sido educados desde sus primeros años en la piedad y la Religión, antes de que los malos hábitos se hayan apoderado de ellos como jóvenes, (Conc. Trid., Sess. xxiii., de reforma cxviii.), y para ellos fundó Sedes propias de formación y Seminarios, y estableció reglas llenas de sabiduría, especialmente en el Santo Concilio de Trento (ibid.), para que este colegio de los Ministros de Dios fuera un Seminario Perpetuo (ibid.). En varios lugares, en efecto, están en vigor ciertas leyes que, si no impiden, sí obstaculizan al clero en su formación y disciplina. Consideramos que nos corresponde ahora, como en otras ocasiones, decir abiertamente lo que pensamos sobre este asunto, que es del mayor interés posible, y preservar la Santa Ley de la Iglesia inviolada por todos los medios a nuestro alcance. Porque, en efecto, la Iglesia, como cuerpo, que es por naturaleza perfecto, tiene el derecho inalienable de ordenar e instruir sus propias fuerzas, no perjudiciales para nadie, útiles para muchos en ese reino de paz que Jesucristo fundó en la tierra para la salvación del género humano.
6. El clero, sin embargo, cumplirá los deberes encomendados a su cargo plenamente y en su totalidad cuando, por el cuidado de los Obispos se haya logrado en los Sagrados Seminarios tal disposición de ánimo e intención como lo exigen la dignidad del Sacerdocio Cristiano y el cambio natural de los tiempos y las costumbres; deben, en efecto, superar a los demás en la excelencia de su enseñanza, y, lo que es lo principal, en la gran reputación de la virtud, de modo que atraigan a los espíritus de los hombres y los conduzcan a su observancia.
7. Es necesario que la sabiduría cristiana, que abunda en una luz maravillosa, brille ante los ojos de todos, para que, disipadas las tinieblas de la ignorancia, que es el mayor enemigo de la Religión, la verdad brille por doquier y reine felizmente. Más aún, conviene refutar y disipar los múltiples errores que, surgiendo de la ignorancia o de la maldad o de las opiniones prejuiciosas, apartan perversamente el ánimo de los hombres de la verdad católica y engendran en sus disposiciones un cierto odio hacia ella. Este gran deber, que es el de "exhortar con la sana doctrina y convencer a los incrédulos" (Ep. Tit. i., 9), pertenece al orden de los Presbíteros, que lo ostentan legítimamente, impuesto por Cristo Nuestro Señor cuando los envió a enseñar a todas las naciones, por su divino poder, "yendo por todo el mundo a predicar el Evangelio a toda criatura" (Mar. xvi. 15), igualmente claro como los Obispos, elegidos en lugar de los Apóstoles, son puestos sobre la Iglesia de Dios, los Presbíteros son sus ayudantes. Si alguna vez estos deberes se han cumplido plena y perfectamente, fue en las primeras épocas de nuestra Religión y en los siglos siguientes, durante aquella gran lucha contra la tiranía pagana que se libró durante tanto tiempo, de donde obtuvieron su gran gloria el grupo Sacerdotal y el Santísimo Orden de Padres y Doctores cuya sabiduría y elocuencia serán siempre tenidas en memoria y admiración. Porque, en efecto, la Doctrina Cristiana, tratada profundamente por ellos, explicada en su totalidad y mantenida con gran valentía, difundió más su verdad y su excelencia divina. Por otra parte, aparecía la doctrina de los paganos, confutada y despreciada incluso por los ignorantes, como carente de consistencia, llena de absurdos, inútil. Pero en vano los adversarios trataron de detener y frenar ese curso de la sabiduría Católica; en vano buscaron objeciones en las escuelas de la filosofía griega, especialmente en las de Platón y Aristóteles, con palabras ciertamente altisonantes. Pues nuestros paladines, no declinando ni siquiera esa clase de contienda, se aplicaron a la erudición y al estudio de los filósofos paganos; habiendo examinado con la mayor diligencia lo que cada uno de ellos había profesado, tomaron estas cosas en consideración una por una; las examinaron, las compararon; muchas cosas fueron rechazadas o corregidas por ellos; No pocas fueron justamente aprobadas y aceptadas; también descubrieron y establecieron por ellas, que aquellas cosas que se prueban como falsas por la razón e inteligencia humana, son de la misma manera opuestas a la Doctrina Cristiana, de modo que quien resiste y se opone a esta Doctrina, por necesidad igualmente resiste y se opone a la Razón. En contiendas de este género entraron nuestros padres, y obtuvieron espléndidas victorias, y éstas se lograron, no sólo por la virtud y las armas de la Fe, sino también por la ayuda de la razón humana; la cual, en efecto, guiada por la luz de la Sabiduría Divina, entró audazmente en el camino de la Verdad, desde la ignorancia de muchas cosas, y como si saliera de un bosque de errores. Esta admirable concordancia y consentimiento de la Fe con la Razón, aunque ha sido honrada por las obras eruditas de muchos, sin embargo, como si se construyera en un solo edificio y se mostrara a una sola vista, brilla especialmente en aquella obra de San Agustín, De Civitate Dei, e igualmente en la Summa de Santo Tomás de Aquino, en cuyos libros, en efecto, se contienen todas las cosas que fueron profundamente pensadas y consideradas por los hombres sabios, y en ellos podemos buscar los comienzos y la fuente de aquella eminente escuela de aprendizaje llamada Teología Cristiana. La memoria de tan ilustres ejemplos debe ser recordada y apreciada por el clero, ya que de muchas maneras las antiguas armas están siendo afiladas por nuestros adversarios, y casi las mismas viejas batallas van a ser re-luchadas. Así, si antes los paganos se oponían a la Religión Cristiana, para que no se les apartara de los antiguos y acostumbrados ritos de sus divinidades, ahora el más inicuo empeño de los malvados pretende que se erradique del Pueblo Cristiano toda la divina y más necesaria enseñanza relacionada con nuestra Santa Fe, y que se les utilice peor que a los paganos, y se les envuelva en la mayor miseria, es decir, en la subversión y desprecio de toda Fe y Religión. De esta plaga impura, que no hay ninguna más detestable, fueron los fundadores que atribuyeron al hombre que por la luz de la naturaleza cada uno podía conocer y juzgar acerca de la Doctrina divinamente revelada en virtud de su propia razón y juicio, y que no había necesidad de someterse a la autoridad de la Iglesia y del Romano Pontífice, cuyo único derecho es, por mandato y designación divina ser el guardián de esa Doctrina, transmitirla y juzgar verdaderamente acerca de ella. De ahí se abrió fácilmente el camino, aunque para ellos estaba abierto de la manera más miserable, para negar y descartar todas las cosas y los poderes del hombre: luego negaron insolentemente que hubiera alguna autoridad que emanara de Dios o incluso que hubiera un Dios, y finalmente cayeron en teorías absurdas de Idealismo y Materialismo. Pero a esta prostitución de las cosas más elevadas, los que se llaman racionalistas o naturalistas no dudan en llamarla con el falso nombre de progreso científico y social, que en verdad no es otra cosa que la destrucción y la ruina de ambos.
8. Así, en efecto, Venerables Hermanos, podréis saber y ver por qué y de qué manera los miembros más jóvenes de la Iglesia deben ser instruidos en las Doctrinas más elevadas para que desempeñen sus funciones con facilidad y utilidad en el tiempo presente. Para que éstos puedan estar bien cimentados y realizados en el estudio de las humanidades, no deben entrar en el estudio de la Sagrada Teología antes de haber pasado por una preparación en Filosofía. Nos referimos a esa filosofía profunda y real, investigadora de los problemas más elevados, la mejor patrona de la verdad: en virtud de la cual ellos mismos no serán zarandeados ni llevados "por todo viento de doctrina, por la maldad de los hombres, por la astucia con que acechan para engañar" (Efes. iv. 14), y les permitirá dar a otras doctrinas la ayuda de la verdad, mediante la discusión y refutación de teorías capciosas y engañosas. Con este objeto hemos aconsejado ya que las obras del gran Aquino estén en sus manos, y sean explicadas constante y cuidadosamente; y hemos insistido muchas veces en lo mismo con palabras solemnes; y creemos que los mejores frutos los recibe el clero, y esperaremos con confianza frutos aún más excelentes y abundantes. En efecto, el método del Doctor Angélico está admirablemente adaptado para la formación de las mentes, maravillosamente apto para ser utilizado en la realización de comentarios, en el filosofar, en el disertar de manera contundente e incontrovertible: porque muestra claramente cada tema conectado uno con otro en una serie continua, todos sin embargo unidos y encajados entre sí, todos conduciendo a los más altos principios; entonces lo eleva a uno a la contemplación de Dios, Quien es la causa eficiente y la fuerza y el tipo más alto de todas las cosas, a Quien finalmente toda la Filosofía y el hombre mismo, tal como es, deben ser referidos. Así, verdaderamente, el conocimiento de las cosas se mantiene unido, como se muestra admirablemente, así también se establece más firmemente por Santo Tomás; por el conflicto con el cual el conocimiento, como las antiguas sectas de los errores han desaparecido por completo, por lo que los nuevos, a diferencia de ellos más bien en el nombre y la clase que en el hecho, tan pronto como han puesto sus cabezas caen, derribados por los mismos golpes, como de hecho muchos de Nuestros escritores han demostrado. Verdaderamente la razón humana desea penetrar libremente en el conocimiento oculto y secreto de las cosas, ni puede hacerlo de otro modo, pero con el Aquinate por nuestro autor y maestro lo hace más rápida y libremente porque lo hace con seguridad sin peligro de traspasar los límites de la verdad. Porque tampoco se puede llamar con razón a esa libertad que reúne y dispersa las opiniones según su propia voluntad y placer, más bien debe ser reputada como la más vil licencia, mentira y falsa ciencia, una desgracia y esclavitud de la mente. En efecto, es el verdadero Doctor el que camina dentro de los confines de la Verdad, el que no sólo no difiere nunca de Dios, Cabeza y Fuente de toda verdad, sino que está siempre estrictamente de acuerdo con Él y le sigue siempre cuando divulga sus secretos de cualquier manera; el que no menos piadosamente escucha al Romano Pontífice cuando habla, invierte en él la autoridad divina y sostiene plenamente que "la sumisión al Romano Pontífice es necesaria para la salvación" (Opusc. contra errores Groecoram.) Por lo tanto, que el Clérigo se eduque y se ejercite tanto en la Filosofía como en la Teología, pues entonces será docto y fuerte como los más poderosos para librar los combates sagrados.
9. Pero apenas es posible expresar cuán grande es la utilidad de la luz de la Doctrina que brilla desde el Clero, y se derrama entre los diferentes órdenes del Pueblo Cristiano, si es que en verdad brilla como desde un faro de virtud. Porque en los preceptos que tienden a la corrección de las costumbres de los hombres, los actos de sus maestros son más útiles que sus preceptos, ni nadie sentirá fácilmente confianza cuando trate con uno cuyos actos no concuerden con sus palabras y preceptos. Volvemos Nuestros ojos y mentes a Jesucristo; quien, como Él es la Verdad, nos ha enseñado lo que debemos creer, como Él es la Vida y el Camino, se ha ofrecido a Sí mismo como un ejemplo perfecto, de cómo debemos llevar una vida buena y buscar ansiosamente nuestro bien final. Él mismo deseó que sus discípulos se ordenaran y perfeccionaran según su propio modelo, "así que brille vuestra luz", es decir, en la Doctrina, "delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras", no difiriendo de los principios de vuestra Doctrina "y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mat. v. 16.), habiendo combinado juntos la Doctrina y la excelencia del Evangelio que les encomendó predicar. Es justo que sean divinos los preceptos por los que se ordena y dirige la vida de los Sacerdotes. Sobre todo es necesario que se persuadan y lo tengan casi escrito en sus mentes, que aunque pasen su tiempo en comunión con el mundo, todavía viven la vida de Cristo nuestro Señor. Que si realmente viven por Él y en Él, no buscarán de ninguna manera "las cosas que son suyas", sino que se ocuparán enteramente de "las cosas que pertenecen a Jesucristo" (Filip. ii. 21), ni recibirán el vacío favor de los hombres, sino que buscarán el sólido favor de Dios; además, se abstendrán y aborrecerán estas cosas inferiores y despreciables, y procurando industriosamente enriquecerse con las bendiciones celestiales, las derramarán generosa y gustosamente, como corresponde a la Santa Caridad; Además, nunca se permitirán oponerse o preferir lo suyo al juicio y voluntad de los Obispos, sino que obedeciendo y cediendo a ellos como portadores de la persona de Cristo, obtendrán muy felizmente en la viña del Señor abundancia de frutos muy selectos que permanecerán con ellos para siempre. Pero quien se separa con el pensamiento o la voluntad de su Pastor y del principal de los Pastores, el Romano Pontífice, no se une en modo alguno a Cristo, "el que os escucha a mí me escucha, y el que os desprecia a mí me desprecia" (Lucas x. 16), sino que quien se separa de Cristo se dispersa en lugar de reunirse, de donde, además, se desprende el tipo y la medida de la consideración debida a los hombres que están colocados en puestos de autoridad pública. Porque de ninguna manera se pretende que nadie quiera negar o derogar sus derechos, sino que éstos deben ser observados con diligencia por los demás ciudadanos, y con especial cuidado por los sacerdotes: "Dad al César lo que es del César" (Mt. xxii. 21). Porque son muy nobles y honorables las funciones que Dios, el más alto señor y gobernante, ha impuesto a los hombres que son príncipes, para que, mediante el consejo, la razón y todo el cuidado de la justicia, gobiernen, conserven y aumenten el Estado. Por lo tanto, que el clero atienda y cumpla cuidadosamente todos los deberes como ciudadanos, no a la manera de quien es servil, sino de quien los tiene en reverencia, por razón de la Religión, no por temor; al mismo tiempo con la debida observancia, manteniendo su propia dignidad, siendo a la vez ciudadanos y Sacerdotes de Dios. Pero si ocurriera que el poder civil invadiera los derechos de Dios y de su Iglesia, entonces que los Sacerdotes den un marcado ejemplo, como todo hombre cristiano debe perseverar en el camino del deber en tiempos de problemas religiosos; que soporte muchas cosas en silencio, con una virtud sin mancha; que sea cauteloso en soportar las malas acciones, ni que jamás asienta o consienta a los malvados en ningún asunto; pero si se trata de elegir lo que debe hacer, si se han de quebrantar las Leyes de Dios o complacer a los hombres, que utilice libremente aquella memorable y dignísima respuesta de los Apóstoles: "Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hechos v. 29).
10. A este tipo de educación de los jóvenes destinados a Fines Sagrados, como si estuviera prefigurado, es Nuestro deseo y derecho que añadamos lo que se refiere a la juventud en general, ya que estamos muy preocupados por su educación, para que se lleve a cabo correctamente y de manera muy completa, tanto en lo que se refiere a la cultura mental como a la formación de la disposición. La Iglesia siempre ha acogido la edad de la juventud en su abrazo maternal, para cuya tutela ha emprendido con mucho amor muchos trabajos y ha preparado muchos auxilios para ella; entre los cuales se encuentra la fundación de muchas Ordenes de Religiosos que puedan formar a los jóvenes en la ciencia y el saber, y que puedan inculcar especialmente la Sabiduría y la Virtud Cristianas. Bajo tales auspicios, la piedad hacia Dios impregnaría fácilmente sus tiernas mentes, después de lo cual el deber del hombre hacia sí mismo, su prójimo y su país, habiendo sido debidamente presentado ante ellos, hay toda la esperanza de que produzcan frutos a su debido tiempo. Hay, pues, un justo motivo de dolor para la Iglesia cuando ve a sus pequeños arrancados de ella en la edad más tierna y obligados a ir a escuelas donde, o bien se pasa por alto el conocimiento de Dios, o bien se enseña una idea mutilada y pervertida del mismo; donde no hay nada que contenga el torrente del error, ni Fe en la Revelación Divina, ni lugar donde la verdad pueda defenderse. Pero, en verdad, prohibir a la Iglesia católica el uso de su influencia en las moradas de la Ciencia y la Literatura, es sumamente perjudicial, ya que el deber de enseñar la Religión, esa materia en verdad, que ningún hombre cuidadoso de su salvación eterna puede descuidar, ha sido dado por Dios a su Iglesia, porque a ninguna otra sociedad de hombres le ha sido dado, ni ninguna otra asociación puede tomarlo para sí, por lo tanto, ella lo reclama como su indudable derecho, y se queja cuando es descuidado.
11. Además, debemos tener cuidado, y se debe poner el mayor cuidado, para que en las escuelas que han desechado total o parcialmente la autoridad de la Iglesia, los jóvenes no incurran en peligro ni reciban ningún daño a su Fe Católica o a sus buenas costumbres. Para ello, la habilidad del Clero y de otros hombres buenos será de gran utilidad, tanto si se esfuerzan por que el conocimiento de la Religión no sólo no sea expulsado de las escuelas donde existe, sino que ocupe el lugar que le corresponde, y sea enseñado por maestros competentes y de reconocida capacidad; como si también pueden encontrar y poner en práctica cualquier otra salvaguarda, mediante la cual ese conocimiento pueda ser impartido a sus alumnos de forma correcta y satisfactoria. También será útil el consejo y la cooperación de los jefes de familia, por lo que es necesario advertirles y exhortarles, en la medida en que esté en Nuestro poder, con la mayor insistencia, a que consideren los grandes y santos deberes que Dios les ha impuesto con respecto a la educación de sus hijos, para que conozcan su Religión y se comporten bien, sirviendo a Dios religiosamente; pero que ellos mismos actúan mal si confían a sus hijos en una edad dócil e inocente al cuidado de maestros dudosos. En estos deberes, que les incumben con la procreación de sus hijos, sepan los jefes de familia que existen los mismos derechos inherentes tanto por la naturaleza como por la justicia, y que son de tal índole que nadie puede librarse de ellos, ya que es imposible por cualquier poder humano ser dispensado de esos deberes que el hombre debe a Dios. Consideren, pues, bien los padres que tienen una gran responsabilidad en la educación de sus hijos, y otra aún mayor en educarlos para que busquen una vida mejor y más perfecta, la del alma, que cuando ellos mismos no pueden supervisar, les corresponde procurar el auxilio de otros, para que sus hijos oigan y reciban de maestros aprobados aquel conocimiento de la Religión que es necesario para todo hombre. Ahora bien, no pocas veces hay un excelente ejemplo de piedad y munificencia, pues donde no hay escuelas públicas abiertas, salvo las llamadas "neutrales", los católicos han abierto algunos establecimientos propios con gran trabajo y gasto, y los mantienen con igual celo. Es de desear que estos excelentes y seguros refugios de la juventud se establezcan cada vez más donde las necesidades de las circunstancias o de los lugares lo requieran. Tampoco debemos pasar por alto el hecho de que la educación cristiana de la juventud redunda en gran medida en beneficio del propio Estado. En efecto, son innumerables y muy grandes las pérdidas que puede sufrir el Estado en el que el método y la disciplina de la educación carecen de Religión o, lo que es peor, se oponen a ella. Porque en cuanto se deja de lado y se desprecia esa regla suprema y divina, por cuya admonición se nos ordena reverenciar la autoridad de Dios y, confiando en el mismo Dios, sostener todas sus enseñanzas con la Fe más segura, hay una tendencia de la ciencia humana a caer en los errores más graves, especialmente los del materialismo y el racionalismo. De ahí que se permita a cada hombre seguir su propio juicio e inclinación en cuanto a lo que entiende, y aún más en cuanto a lo que hace, e inmediatamente se debilita y destruye la autoridad pública de los gobernantes: pues sería realmente maravilloso que obedecieran y soportaran el gobierno de los hombres, quienes sostienen la nefasta opinión de que no están en modo alguno obligados por el gobierno y la Regla de Dios. Porque una vez que se destruyan los fundamentos sobre los que descansa toda autoridad y se afloje y destruya el vínculo de la sociedad humana, no habrá Estado; una tiranía llena de violencia y astucia se apoderará de todas las cosas. Pero, ¿podrá algún Estado, confiando en sus propios poderes, evitar una calamidad tan grande? ¿Puede algún Estado hacerlo mientras rechaza la ayuda de la Iglesia? ¿Puede algún Estado hacerlo cuando se opone absolutamente a la Iglesia? La cuestión está abierta y clara para toda persona prudente. La propia prudencia en los asuntos de Estado exige que su parte en la enseñanza y educación de los jóvenes se deje en manos de los Obispos y del Clero, y que se tenga mucho cuidado de que el nobilísimo deber de instruir a los demás no quede en manos de quienes son descuidados y laxos en su religión o abiertamente reacios a la Iglesia. Lo que, sin embargo, sería aún más intolerable sería que hombres de este carácter fueran seleccionados como profesores de conocimiento religioso, que es el más importante de todos.
12. Es igualmente un asunto de extrema importancia, Venerables Hermanos, que advirtáis y protejáis a vuestros rebaños contra los peligros derivados del contagio de la Masonería. Hemos mostrado en una Carta Encíclica especial cuán llena de maldad y peligro para el Estado está esta secta de las tinieblas, y hemos señalado los medios para contraer y destruir su influencia. Nunca se advertirá suficientemente a los fieles contra esta malvada facción, pues aunque desde el principio concibió un profundo odio contra la Iglesia católica, y desde entonces lo ha incrementado y enardecido, su enemistad no siempre se manifiesta abiertamente, sino que más a menudo se ejerce de forma solapada e hipócrita, especialmente entre los jóvenes, que inexpertos y faltos de sabiduría, se ven tristemente atrapados por sus engaños, a menudo ocultos por apariencias de piedad y caridad. En cuanto a la precaución respecto a los que están fuera de la Fe Católica, manténgase en lo que la Iglesia prescribe, para que el trato con ellos o la depravación de sus doctrinas no se conviertan en una fuente de peligro para un Pueblo Cristiano. Sabemos y lamentamos, como vosotros, que nuestro poder para alejar tales peligros no es igual a nuestro celo y a nuestro deseo de hacerlo; sin embargo, no creemos inútil excitar vuestra solicitud pastoral y estimular al mismo tiempo la actividad de los Católicos, para que nuestros esfuerzos unidos puedan desviar, o al menos disminuir, los obstáculos puestos en el camino de nuestros deseos comunes. Y os exhortamos con las palabras de Nuestro predecesor León Magno: "Estad llenos de piadoso celo por la Religión, y que se despierte la inquietud de todos los fieles contra los más crueles enemigos de las almas" (Serm. xv. c. 6). Por lo tanto, desechando su torpeza, abracen todas las personas de bien la causa de la Religión y de la Iglesia como propia, y luchen fiel y constantemente en su favor. Con demasiada frecuencia los malvados se confirman en su maldad y en su poder para el mal, y ganan la partida por la pereza y la timidez de las personas buenas. Los esfuerzos y el celo de los Católicos no tienen, en efecto, siempre el efecto que se pretende y se espera; pero en el fondo sirven para frenar al enemigo y al mismo tiempo para animar a los débiles y tímidos, incluso sin contar con las ventajas que se obtienen de la satisfacción de haber cumplido con un deber. Por otra parte, no estamos dispuestos a admitir que el celo y la actividad de los Católicos no puedan alcanzar su fin, si son debidamente guiados y con perseverancia. Pues siempre ha sucedido y sucederá que las empresas más rodeadas de dificultades terminen felizmente, siempre que, como hemos dicho, se lleven a cabo con energía valiente, guiada y ayudada por la prudencia cristiana. Y, en efecto, la verdad, naturalmente deseada por todos los hombres, tarde o temprano ganará las mentes de los hombres. La verdad puede ser probada y oprimida por problemas y enfermedades intelectuales, pero nunca puede ser destruida. Todo lo anterior parece aplicarse de manera especial a Baviera. Porque, por la gracia de Dios, ya que se encuentra entre los Reinos Católicos, debe conservar y alimentar, más que aceptar, esa Fe Divina que recibió de su antepasado. Además, los que en nombre del pueblo hacen las leyes para gobernar el reino son en su mayoría Católicos, como lo son también muchos de sus ciudadanos y habitantes, y por ello no dudamos que ayudarán con sus mayores fuerzas a la Iglesia, su madre, en sus muchas pruebas. Si todos unen sus esfuerzos tan enérgica y activamente como deben, habrá, por la gracia de Dios, razón para alegrarse de los felices resultados de su celo. Recomendamos a todos tal unión, pues como no hay nada tan nefasto como la discordia, hay concordia de espíritu, cuando en fuerza unida se ponen al servicio de algún propósito común. En efecto, las leyes dan a los Católicos un medio fácil para tratar de enmendar la condición y el orden del Estado y para desear y querer una constitución que, si no es favorable y bien intencionada hacia la Iglesia, al menos, como lo exige la justicia, no sea duramente hostil. Sería injusto acusar o culpar a cualquiera de nosotros que recurra a tales medios, pues esos medios, utilizados por los enemigos de la catolicidad para obtener y arrancar, por así decirlo, a los gobernantes leyes contrarias a la libertad civil y religiosa, pueden ser utilizados sin duda por los Católicos de manera honorable para los intereses de la Religión y en defensa de la propiedad, los privilegios y el derecho divinamente concedidos a la Iglesia Católica, y que deben ser respetados con todo honor por gobernantes y súbditos por igual.
13. De los derechos de la Iglesia que es Nuestro deber mantener y defender en todas partes y siempre contra toda injusticia, el primero es ciertamente el de gozar de la plena libertad de acción que pueda necesitar para trabajar por la salvación de las almas. Se trata de una libertad divina, que tiene como autor al Hijo único de Dios, quien, mediante el derramamiento de sangre, dio origen a la Iglesia, la estableció hasta el final de los tiempos y se eligió a sí mismo como su Cabeza. Esta libertad es tan esencial para la Iglesia, institución perfecta y divina, que quienes atacan esta libertad ofenden al mismo tiempo a Dios y a su deber. Pues, como ya hemos demostrado más de una vez, Dios estableció su Iglesia para proteger y distribuir lo que es de supremo bien para las almas, por su naturaleza superior a todas las demás, y para llevar a los hombres, por medio de la Fe y la gracia, a una vida nueva en Jesucristo, vida que asegura la salvación eterna. Puesto que el carácter y los derechos de toda sociedad se fijan por su razón de ser y por el fin que persigue, de acuerdo con los términos de su existencia, y conforme a su objeto, se deduce naturalmente que la Iglesia es una sociedad tan distinta de la sociedad civil como diferentes son su razón de ser y sus fines; se deduce que ella es una sociedad indispensable, para toda la humanidad, ya que todos están llamados a una Vida Cristiana, y por lo tanto, los que se niegan a entrar en ella, o salen de ella están separados para siempre de la vida eterna; y es una sociedad eminentemente independiente, y por encima de todas las demás, debido a la excelencia de las bendiciones celestiales e inmortales hacia las que tiende. Pero una institución esencialmente libre requiere, como todos pueden ver, libertad para utilizar los medios necesarios para sus operaciones. La Iglesia necesita, pues, como medios propios y necesarios, el poder de transmitir la Doctrina Cristiana, de dar los Sacramentos, de ejercer el Culto Divino, de regular y gobernar toda la disciplina Eclesiástica, con cuyos dones y oficios Dios quiso que su Iglesia fuera investida y fortalecida, y por una admirable providencia quiso también que sólo Ella los poseyera. Sólo a Ella ha dado a cargo todo lo que ha revelado a los hombres y ha establecido como única intérprete, juez y señora, sapientísima e infalible, de la Verdad, cuyos preceptos deben escuchar y aceptar tanto los Estados como los individuos. Es igualmente cierto que Él ha dado a la Iglesia plena libertad para juzgar y decidir sobre las cosas que mejor convengan a sus fines. Por lo tanto, es injusto que los poderes civiles se ofendan por la libertad de la Iglesia, ya que el principio del poder civil y del religioso es uno y el mismo, es decir, Dios. Por lo tanto, no puede haber discordia entre ellos, ni obstáculos mutuos, ni invasiones, pues Dios no puede estar en desacuerdo consigo mismo, y no puede haber conflicto entre sus obras, sino que hay entre ellas una maravillosa armonía de causas y efectos. Es evidente, asimismo, que cuando la Iglesia Católica, obedeciendo la voluntad de su Maestro, lleva lejos su estandarte entre las naciones, no invade el territorio del poder civil, ni interfiere con él en modo alguno, sino que, por el contrario, protege y tutela a esas naciones, del mismo modo que la Ley Cristiana no enturbia la luz de la razón humana, sino que aumenta su brillo apartándola de las falsedades en que la naturaleza humana cae fácilmente, o abriéndole un horizonte intelectual más nuevo y amplio.
14. En lo que respecta a Baviera, se hicieron arreglos entre la Santa Sede y ese país, que fueron ratificados y hechos obligatorios por tratados recíprocos. Aunque la Santa Sede hizo grandes concesiones al hacer una convención que afectaba a sus derechos, sin embargo, en su manera acostumbrada ha mantenido religiosamente la totalidad de estos acuerdos, y nunca ha hecho nada que pudiera dar lugar a un conflicto. Por lo tanto, es de esperar que se mantengan fielmente por ambas partes, no sólo según la letra, sino según el espíritu con el que se hicieron. Una vez, en efecto, se rompió esta armonía, pero un decreto de Maximiliano I la restauró, y Maximiliano II la confirmó de manera justa y equitativa sancionando algunas modificaciones oportunas. Estas modificaciones, sin embargo, sabemos que han sido derogadas recientemente. Nosotros, sin embargo, debido a la prudencia religiosa del príncipe que gobierna el reino de Baviera, confiamos en que quien hereda el rango y la fe de los Maximiliano, salvaguardará él mismo los intereses Católicos eliminando los obstáculos que les impiden el paso, y que favorecerá su desarrollo. Por consiguiente, los Católicos, que forman la mayoría del pueblo, y cuyo amor a la patria y respeto a la autoridad son conspicuos, si ven que en un asunto de tal importancia se tienen en cuenta y se satisfacen sus deseos, aumentarán su amor y respeto por un príncipe, como los hijos por su padre, y, siguiendo sus consejos para el bienestar y el honor del reino, los cumplirán hasta los últimos límites de su poder.
15. Tal es, Venerables Hermanos, lo que el deber de Nuestro Oficio Apostólico Nos obliga a deciros. Sólo nos queda implorar en común y con seguridad, la ayuda de Dios, y para ello, tomemos como intercesores a la siempre Gloriosa Virgen María y a los celestiales patronos de Baviera, para que Él escuche nuestras oraciones unidas y conceda bondadosamente a la Iglesia la paz y la libertad, y para que, gracias a Él, Baviera goce de gloria y prosperidad cada día mayores. Como promesa de estos favores celestiales, y en testimonio de Nuestra especial buena voluntad, os concedemos encarecidamente, Venerables Hermanos, a vosotros, al Clero y al Pueblo confiados a vuestro cuidado, la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 22 de diciembre del año MDCCCLXXXVII, décimo de Nuestro Pontificado.
LEON XIII
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