domingo, 16 de abril de 2000

UBI ARCANO (23 DE DICIEMBRE DE 1922)


ENCÍCLICA 

UBI ARCANO

DE S.S. PÍO XI


I. INTRODUCCIÓN

1. Ascensión al trono pontificio. Preocupaciones Y dolores.

Desde el momento en que por inescrutable designio de Dios Nos vimos exaltados, sin mérito alguno, a esta Cátedra de verdad y caridad, fue Nuestro ánimo, Venerables Hermanos, dirigiros cuanto antes y con el mayor afecto Nuestra palabra, y con vosotros a todos Nuestros amados hijos confiados directamente a vuestros cuidados. Un indicio de esta voluntad Nos parece haber dado cuando, apenas elegidos, desde lo alto de la Basílica Vaticana, y en presencia de una grandísima muchedumbre, dimos la bendición a la urbe y al orbe; bendición que todos vosotros, con el Sagrado Colegio de Cardenales al frente, recibisteis con tan grata alegría que para Nos, en el imponente momento de echar sobre Nuestros hombros casi de improviso el peso de este cargo, fue muy oportuno, y después de la confianza en el auxilio divino, muy grande consuelo y alivio. Ahora, por fin, al llegar al Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, y al comienzo del nuevo año, Nuestra boca se abre para vosotros [1]; y sea Nuestra palabra como solemne regalo que el padre envía a sus hijos para felicitarles.

El hacer esto antes de ahora, como habríamos deseado, Nos lo impidieron diversas causas. Lo primero, fue preciso corresponder a la atención y delicadeza de los católicos, de quienes cada día llegaban innumerables cartas para dar con expresiones de la más ardiente devoción al nuevo sucesor de San Pedro. Luego comenzamos al punto a experimentar lo que el Apóstol llama los cuidados que urgen cada día, la solicitud de todas las Iglesias [2]; y a cuidados ordinarios de Nuestro Oficio se juntaron otros, como el de proseguir los gravísimos negocios que encontramos ya incoados, respecto a la Tierra Santa y al estado de aquellos cristianos y de aquellas Iglesias que son de las más ilustres; el defender, según demanda Nuestro oficio, la causa de la caridad junto con la de la justicia en las conferencias de las naciones vencedoras, en las que se trataba la suerte de las otras naciones, exhortando especialmente a que se tuviera la debida cuenta con los intereses espirituales, que no son de menor importancia, antes de más valor que los otros; el procurar con todo empeño el socorro de inmensas muchedumbres de gentes lejanas consumidas por el hambre y por todo género de calamidades, lo cual hemos llevado a cabo mandando el mayor subsidio que Nos fue posible en las actuales estrecheces implorando socorros de todo el mundo el trabajar por componer en el mismo pueblo en que habíamos nacido, y en medio del cual Dios colocó la Sede de Pedro, las luchas violentas que desde largo tiempo y con frecuencia ocurrían y que parecían poner en inminente peligro la suerte de la nación para Nos tan querida.

Gozos y consuelos.

No faltaron, sin embargo, en el mismo tiempo acontecimientos que Nos llenaron de gozo. A la verdad, tanto en los días del XXVI Congreso Eucarístico internacional, como en los del III Centenario de Propaganda Fide, Nos experimentamos tanta abundancia de consuelos celestiales cuanta difícilmente habríamos esperado poder gozar en los comienzos de Nuestro Pontificado. Tuvimos ocasión de hablar con casi todos y cada uno de Nuestros amados hijos, los Cardenales, lo mismo con los Venerables Hermanos, los Obispos, en tanto número, cuantos difícilmente habríamos podido ver en muchos años. Pudimos también dar audiencia a grandes muchedumbres de fieles, como a otras porciones escogidas de la innumerable familia que el Señor Nos había confiado, de toda tribu y lengua y pueblo y nación, según se lee en el Apocalipsis, y dirigirles, como vivamente lo deseamos, Nuestra paternal palabra.

Congreso Eucarístico Internacional de Roma.

En aquella ocasión Nos parecía asistir a un espectáculo divino: cuando Nuestro Redentor Jesucristo bajo los velos eucarísticos era llevado en triunfo por las calles de Roma, seguido de un innumerable y apiñado acompañamiento de devotos, venidos de todos los países, y parecía haber vuelto a granjearse el amor que se le debe como a Rey de los hombres y de las naciones; cuando los sacerdotes y piadosos seglares, como si sobre ellos hubiera de nuevo descendido el Espíritu Santo, se mostraban inflamados del espíritu de oración y del fuego del apostolado y cuando la fe viva del pueblo romano, para mucha gloria de Dios y para salvación de muchas almas, otra vez en tiempos pasados se manifestaba a la faz del mundo.

Devoción a María.

Entre tanto la Virgen María, Madre de Dios y benignísima Madre de todos nosotros, que Nos había sonreído ya en los Santuarios de Czenstochowa y de Ostrabrarna, en la gruta milagrosa de Lourdes y sobre todo en Milán desde la aérea cúspide del Duomo y desde el vecino santuario de Rho, pareció aceptar el homenaje de Nuestra piedad, cuando en el santísimo santuario de Loreto, después de restaurados los destrozos causados por el incendio, quisimos que se repusiese su venerable imagen, que junto a Nos había sido rehecha con toda perfección y por Nuestra propias manos había sido consagrada y coronada. Fue éste un magnifico y espléndido triunfo de la Santísima Virgen, que desde el Vaticano hasta Loreto, dondequiera que pasó la santa imagen, fue honrada por la religiosidad de los pueblos con una no interrumpida serie de obsequios, hechos por gentes de toda clase que en gran número salían a recibirla y con vivísimas expresiones mostraban su devoción a María y al Vicario de Cristo.

Objetivo de la Encíclica y del Pontificado: la pacificación del mundo.

Con el aviso de estos sucesos, tristes y alegres, cuya memoria queremos quede aquí consignada para la posteridad, se iba poco a poco haciendo para Nos cada vez más claro qué es lo que debíamos llevar más en el alma durante Nuestro Pontificado, y aquello de que debíamos hablar en la primera Encíclica.

Nadie hay que ignore que ni para los hombres en particular, ni para la sociedad, ni para los pueblos, se ha conseguido todavía una paz verdadera después de la guerra calamitosa, y que todavía se echa de menos la tranquilidad activa y fructuosa que todos de sean. Pero de este mal es preciso ante todo examinar la grandeza y gravedad, e indagar después las causas y las raíces, si se quiere, como Nos queremos, poner el oportuno remedio. Y esto es lo que por deber de Nuestro Apostólico oficio nos proponemos comenzar con esta Encíclica, y esto es lo que nunca cesaremos de procurar. Es decir, que así como las condiciones de los presentes tiempos son las mismas que tanto preocuparon a Benedicto XV, Nuestro llorado Predecesor, en todo el tiempo de su Pontificado, es lógico que los mismos pensamientos y cuidados que él tuvo, Nos mismo los hagamos Nuestros. Y es de desear que todos los buenos tengan un mismo sentir y querer con Nos, y que con Nos trabajen para impetrar de Dios en favor de los hombres una reconciliación de verdad y duradera.

II. LOS MALES PRESENTES

2. La falta de paz.

Admirablemente cuadran a nuestra Edad aquellas palabras de los Profetas: Esperamos la paz y este bien no vino, el tiempo de la curación, y he aquí el terror [3]; el tiempo de restaurarnos, y he aquí a todos turbados [4]. Esperamos la luz, y he aquí las tinieblas...; y la justicia, y no viene; la salud, y se ha alejado de nosotros [5]. Pues aunque hace tiempo en Europa se han depuesto las armas, sin embargo sabéis cómo en el vecino Oriente se levantan peligros de nuevas guerras, y allí mismo, en una región inmensa como hemos antes dicho, todo está lleno de horrores y miserias, y todos los días una ingente muchedumbre de infelices, sobre todo de ancianos, mujeres y niños, mueren de hambre, de peste y por los saqueos; y donde quiera que hubo guerra no están todavía apagadas las viejas rivalidades, que se dan a conocer: o con disimulo en los asuntos políticos, o de una manera encubierta en la variedad de los cambios monetarios, o sin rebozo en las páginas de los diarios y periódicos; y hasta invaden los confines de aquellas cosas que por su naturaleza deben permanecer extrañas a toda lucha acerba, como son los estudios de las artes y de las letras.

3. Falta la paz internacional.

De ahí que los odios y las mutuas ofensas entre los diversos Estados no den tregua a los pueblos ni perduren solamente las enemistades entre vencidos y vencedores, sino entre las mismas naciones vencedoras, ya que las menores se quejan de ser oprimidas y explotadas por las mayores, y las mayores se lamentan de ser el blanco de los odios y de las insidias de las menores. Y los Estados, sin excepción, experimentan los tristes efectos de la pasada guerra; peores ciertamente los vencidos, y no pequeños los mismos que no tomaron parte alguna en la guerra. Y los dichos males van cada día agravándose más, por irse retardando el remedio; tanto más, que las diversas propuestas y las repetidas tentativas de los hombres de Estado para remediar tan tristes condiciones de cosas han sido inútiles, si ya no es que las han empeorado. Por todo lo cual, creciendo cada día el temor de nuevas y más espantosas 
guerras, todos los Estados se ven casi en la necesidad de vivir preparados para la guerra, y con eso quedan exhaustos los erarios, pierde el vigor de la raza y padecen gran menoscabo los estudios y la vida religiosa y moral de los pueblos.

4. Falta la paz social y política.

Y lo que es más deplorable, a las externas enemistades de los pueblos se juntan las discordias intestinas que ponen en peligro no sólo los ordenamiento sociales, sino la misma trabazón de la sociedad.

Debe contarse en primer lugar la "lucha de clases", que, inveterada ya como llaga mortal en el mismo seno de las naciones, inficiona las obras todas, las artes, el comercio; en una palabra, todo lo que contribuye a la prosperidad pública y privada, y este mal se hace cada vez más pernicioso por la codicia de bienes materiales de una parte, y de la otra por la tenacidad en conservarlos, y en ambas a dos por el ansia de riquezas y de mando. De aquí las frecuentes huelgas, voluntarias y forzosas; de aquí los tumultos públicos y las consiguientes represiones, con descontento y daño de todos.

Añádanse las luchas de partido para el gobierno de la cosa pública, en la que las partes contendientes suelen de ordinario hostilizarse con la mira puesta, no sinceramente, según las varias opiniones, en el bien público, sino el logro del propio provecho con daño del bien común. Y así vemos cómo van en aumento las conjuras, cómo se originan insidias, atentados contra los ciudadanos y contra los mismos ministros de la autoridad; cómo se acude al terror, a las amenazas, a las francas rebeliones y a otros desórdenes semejantes, tanto más perjudiciales cuanto mayor es la parte que en el gobierno tiene el pueblo, cual sucede con las modernas formas representativas. Estas formas de gobierno, si bien no están condenadas por la doctrina de la Iglesia (como no está condenada forma alguna de régimen justo y razonable), sin embargo, conocido es por todos cuán fácilmente se prestan a la maldad de las facciones.

5. Falta la paz doméstica.

Y es verdaderamente doloroso ver cómo un mal tan pernicioso ha penetrado hasta las raíces mismas de la sociedad, es decir, hasta en las familias, cuya disgregación hace tiempo iniciada ha sido como muy favorecida por el terrible azote de la guerra, merced al alejamiento del techo doméstico de los padres y de los hijos, y merced a la licencia de las costumbres, en muchos modos aumentada. Así se ve muchas veces olvidado el honor en que debe tenerse la autoridad paterna; desatendidos los vínculos de la sangre: los amos y criados se miran como adversarios; se viola con demasiada frecuencia la misma fe conyugal, y son conculcados los deberes que el matrimonio impone ante Dios y ante la sociedad.

Falta la paz del individuo.

De ahí que, como el mal que afecta a un organismo o a una de sus partes principalmente hace que también los otros miembros, aun los más pequeños, sufran, así también es natural que las dolencias que hemos visto afligir a la sociedad y a la familia alcancen también a cada uno de los individuos. Vemos, en efecto, cuan extendida se halla entre los hombres de toda edad y condición una gran inquietud de ánimo que les hace exigentes y díscolos, y cómo se ha hecho ya costumbre el desprecio de la obediencia y la impaciencia en el trabajo. Observamos también cómo ha pasado los límites del pudor la ligereza de las mujeres y de las niñas, especialmente en el vestir y en el bailar, con tanto lujo y refinamiento, que exacerba las iras de los menesterosos. Vemos, en fin, cómo aumenta el número de los que se ven reducidos a la miseria, de entre los cuales se reclutan en masa los que sin cesar van engrosando el ejército de los perturbadores del orden.

Resumen de males.

En vez, pues, de la confianza y seguridad reina la congojosa incertidumbre y el temor; en vez del trabajo y la actividad, la inercia y la desidia; en vez de la tranquilidad del orden, en que consiste la paz, la perturbación de las empresas industriales, la languidez del comercio, la decadencia en el estudio de las letras y de las artes; de ahí también, lo que es más de lamentar, el que se eche de menos en muchas partes la conducta de vida verdaderamente cristiana, de modo que no solamente la sociedad parece no progresar en la verdadera civilización de que suelen gloriarse los hombres, sino que parece querer volver a la barbarie.

6. Falta la paz religiosa. Daños espirituales.

Y a todos estos males aquí enumerados vienen a poner el colmo aquellos que, cierto, no percibe el hombre animal [6], pero que son, sin embargo, los más graves de nuestro tiempo. Queremos decir los daños causados en todo lo que se refiere a los intereses espirituales y sobrenaturales, de los que tan íntimamente depende la vida de las almas; y tales daños, como fácilmente se comprende, son tanto más de llorar que las pérdidas de los bienes terrenos, cuanto el espíritu aventaja a la materia. Porque fuera de tan extendido olvido de los deberes cristianos, arriba recordado, cuán grandes penas nos causa, Venerables Hermanos, lo mismo que a vosotros, el ver que de tantas Iglesias destinadas por la guerra a usos profanos no pocas están todavía sin abrirse al culto divino; que muchos seminarios, cerrados entonces, y tan necesarios para la formación de los maestros y guías de los pueblos, no pueden todavía abrirse; que en todas partes haya disminuido tanto el número de sacerdotes arrebatados unos por la guerra mientras se ocupaban en el ministerio, extraviados otros de su santa vocación por la extra ordinaria gravedad de los peligros, y que por lo mismo en muchos sitios se vea reducida al silencio la predicación de la palabra divina, tan necesaria para la edificación del cuerpo místico de Cristo [7].

Efectos en las Misiones y en la Patria. Daño en aquéllas; aprecio del sacerdote en ésta.

¿Y qué decir al recordar cómo desde los últimos confines de la tierra y del centro mismo de las regiones en que reina la barbarie nuestros misioneros, llamados frecuentemente a la patria para ayudar en las fatigas de la guerra, debieron abandonar los campos fertilísimos, donde con tanto fruto vertían sus sudores por la causa de la Religión y de la civilización, y cuán pocos de ellos pudieron volver incólumes? Es cierto que estos daños los vemos compensados también en alguna parte con excelentes frutos, por que apareció entonces más en el corazón del Clero el amor a la patria y la conciencia de todos sus deberes, de modo que muchas almas, a las puertas mismas de la muerte, admirando en el trato cotidiano los hermosos ejemplos de magnanimidad y de trabajo del Clero, se llegaron de nuevo al sacerdocio y a la Iglesia. Pero en esto hemos de admirar la bondad de Dios, que aun del mal sabe sacar el bien.

III. CAUSAS DE ESTOS MALES

Introducción al tercer punto.

Hasta aquí hemos hablado de los males de estos tiempos. Indaguemos ahora sus causas más detenidamente, si bien ya, sin poderlo evitar, algo hemos indicado.

Y ante todo, parécenos oír de nuevo al divino Consolador y Médico de las humanas enfermedades repetir aquellas palabras: Todos estos males proceden del interior [8].

7. El olvido de la caridad.

Firmóse, sí, la paz solemnemente entre beligerantes, pero quedóse escrita en los documentos públicos, mas no grabada en los corazones; vivo está todavía en esto, el espíritu bélico y de él brotan cada día los mayores daños a la sociedad. Porque el derecho de la fuerza paseóse mucho tiempo triunfante por todas partes, y poco a poco fue apagando en los hombres los sentimientos de benevolencia y compasión que, recibidos de la naturaleza, son por la ley cristiana perfeccionados, y hasta la fecha no han vuelto a renacer ni con la reconciliación de una paz hecha más en apariencia que en realidad. De aquí que el odio, al que se han habituado los hombres por largo tiempo, se haya hecho en muchos una segunda naturaleza, y que predomine aquella ley ciega que el Apóstol lamentaba sentir en sus miembros, guerreando contra la ley del espíritu [9], Y así sucede con frecuencia que el hombre no parece ya, como debería considerarse según el mandamiento de Cristo, hermano de los demás, sino extraño y enemigo; que perdido el sentimiento de la dignidad personal y de la misma naturaleza humana, sólo se lo tiene cuenta con la fuerza y con el número, y que procuran los unos oprimir a los otros por el solo fin de gozar cuanto puedan de los bienes de esta vida.

8. El ansia inmoderada de los bienes de la tierra.

Nada más ordinario entre los hombres que desdeñar los bienes eternos que Jesucristo propone a todos continuamente por medio de su Iglesia y apetecer insaciables la consecución de los bienes terrenos y caducos. Ahora bien: los bienes materiales, por la misma naturaleza, son de tal condición, que en buscarlos desordenadamente se halla la raíz de todos los males, y en especial del descontento y de la degradación moral, de las luchas y las discordias. En efecto, por una parte esos bienes, viles y finitos como son, no pueden saciar las nobles aspiraciones del corazón humano que, criado por Dios y para Dios, se halla necesariamente inquieto mientras no descanse en Dios. Por otra parte, como los bienes del espíritu, comunicados con otros, a todos enriquecen, sin padecer mengua, así, por el contrario, los bienes materiales, limitados como son, cuanto más se reparten tanto menos toca a cada uno. De donde resulta que los bienes terrenos incapaces de contentar a todos por igual, ni de saciar plenamente a ninguno, son causas de divisiones y de tristeza, verdadera vanidad de vanidades y aflicción del espíritu [10], como las llamó el sabio Salomón, después de bien experimentado. Y esto que acaece a los individuos acaece lo mismo a la sociedad. ¿De dónde nacen las guerras y contiendas entre nosotros?, pregunta Santiago Apóstol, ¿No es verdad que de vuestras pasiones? [11].

9. Las tres concupiscencias.

Porque la concupiscencia de la carne, o sea el deseo de placeres, es la peste más funesta que se puede pensar para perturbar las familias y la misma sociedad: de la concupiscencia de los ojos, o sea de la codicia de poseer, nacen las despiadadas luchas de las clases sociales, atento cada cual en demasía a sus propios intereses; y la soberbia de vida es decir, el ansia de mandar a los demás, ha llevado a los partidos políticos a contiendas tan encarnizadas, que no se detienen ni ante la rebelión, ni ante el crimen de lesa majestad, ni ante el parricidio mismo de la patria.

Y a esta intemperancia de las pasiones, cuando se cubre con el especioso manto de bien público y del amor a la patria, es a quien hay que atribuir las enemistades internacionales. Pues aun este amor patrio, que de suyo es fuerte estímulo para muchas obras de virtud y de heroísmo cuando está dirigido por la ley cristiana, es también fuente de muchas injusticias cuando pasados los justos límites se convierte en amor patrio desmesurado. Los que de este amor se dejan llevar olvidan no sólo que los pueblos todos están unidos entre sí con vínculos de hermanos, como miembros que son de la gran familia humana, y que las otras naciones tienen derecho a vivir y a prosperar, sino también que no es lícito ni conveniente el separar lo útil de lo honesto. Porque la justicia eleva las gentes y el pecado hace miserables a los pueblos [12]. Y si el obtener ventajas para la propia familia, ciudad o nación con daño de los demás puede parecer a los hombres una obra gloriosa y magnífica, no hay que olvidar, como nos advierte San Agustín, que ni será duradera, ni se verá libre del amor de la ruina: vitrea laetitia fragiliter splen dida, cui timeatur horribilius ne repen te frangatur. "Una vidriosa alegría, frágilmente espléndida de la cual se teme, de un modo terrible, el repentino rompimiento" [13].

10. El olvido de Dios, causa de la inestabilidad.

Pero el que se haya ausentado la paz, y que después de haberse remediado tantos males toda vía se le eche de menos, tiene que tener causa más honda que la que hasta ahora hemos visto. Porque ya mucho antes que estallara la guerra europea venía preparándose por culpa de los hombres y de las sociedades la principal causa engendradora de tan grandes calamidades, causa que debía haber desaparecido con la misma espantosa grandeza del conflicto si los hombres hubieran entendido las significación de tan grandes acontecimientos. ¿Quién no sabe aquello de la Escritura: Los que abandonaron al Señor serán consumidos? [14]; ni son menos conocidas aquellas gravísimas palabras del Redentor y Maestro de los hombres Jesucristo: Sin mí nada podéis hacer [15], y aquellas otras: El que no allega conmigo, dispersa [16].

Sentencias éstas de Dios que en todo tiempo se han verificado y ahora sobre todo las vemos realizarse ante Nuestros mismos ojos. Alejáronse en mala hora los hombres de Dios y de Jesucristo, y por eso precisamente de aquel estado feliz han venido a caer en este torbellino de males y por la misma razón se ven frustradas y sin efecto la mayor parte de las veces las tentativas para reparar los daños y para conservar lo que se ha salvado de tanta ruina. Y así, arrojados Dios y Jesucristo de las leyes y del gobierno, haciendo derivar la autoridad no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que, además de quitar a las leyes verdaderas y sólidas sanciones y los primeros principios de la justicia, que aun los mismos filósofos paganos, como Cicerón, comprendieron que no podían tener su apoyo sino en la ley eterna de Dios, han sido arrancados los fundamentos mismos de la autoridad, una vez desaparecida la razón principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. Y he ahí las violentas agitaciones de toda la sociedad, falta de todo apoyo y defensa por alcanzar el poder atentos a los propios intereses y no a los de la patria.

Es también ya cosa decidida que ni Dios ni Jesucristo han de presidir el origen de la familia, reducido a mero contrato civil el matrimonio, que Jesucristo había hecho un sacramento grande [17], y había querido que fuese una figura, santa y santificante, del vinculo indisoluble con que él se halla unido a su Iglesia. Y debido a esto hemos visto frecuentemente cómo en el pueblo se hallan oscurecidas las ideas y amortiguados los sentimientos religiosos con que la Iglesia había rodeado ese germen de la sociedad que se llama familia: vemos perturbados el orden doméstico y la paz doméstica; cada día más insegura la unión y estabilidad de la familia; con tanta frecuencia profanada la santidad conyugal por el ardor de sórdidas pasiones y por el ansia mortífera de las más viles utilidades, hasta quedar inficionadas las fuentes mismas de la vida, tanto de las familias como de los pueblos.

Educación laica y antirreligiosa.


Finalmente, se ha querido prescindir de Dios y de Cristo en la educación de la juventud; pero necesariamente se ha seguido, no ya que la religión fuese excluida de las escuelas sino que en ellas fuese de una manera oculta o patente combatida y que los niños se llegasen a persuadir que para bien vivir son de ninguna o de poca importancia las verdades religiosas, de las que nunca oyen hablar, o si oyen, es con palabras de desprecio. Pero así excluidos de la enseñanza Dios y su ley, no se ve ya el modo cómo pueda educarse la conciencia de los jóvenes, en orden a evitar el mal y a llevar una vida honesta y virtuosa; ni tampoco cómo puedan irse formando para la familia y para la sociedad hombres morigerados, amantes del orden y de la paz, aptos y útiles para la común prosperidad.

La guerra es el producto de todo ello. Desatendidos, pues, los preceptos de la sabiduría cristiana, no nos debe admirar que las semillas de discordias sembradas por doquiera en terreno bien dispuesto viniesen por fin a producir aquélla tan desastrosa guerra, que lejos de apagar con el cansancio los odios entre las diversas clases sociales, los encendió mucho más con la violencia y la sangre.

IV. REMEDIOS DE ESTOS MALES

Ya hemos enumerado brevemente, Venerables Hermanos, las causas de los males que afligen a la sociedad; veamos los remedios aptos para sanarla, sugeridos por la naturaleza misma del mal.

12. La paz de Cristo.

Y ante todo es necesario que la paz reine en los corazones. Porque de poco valdría una exterior apariencia de paz, que hace que los hombres se traten mutuamente con urbanidad y cortesía, sino que es necesaria una paz que llegue al espíritu, los tranquilice e incline y disponga a los hombres a una mutua benevolencia fraternal. Y no hay semejante paz si no es la de Cristo [18]; ni puede haber otra la paz, sino la que Él da a los suyos [19], ya que siendo Dios, ve los corazones [20], y en los corazones tiene su reino. Por otra parte, con todo derecho pudo Jesucristo llamar suya esta paz, ya que fue el primero que dijo a los hombres: Todos vosotros sois hermanos [21], y promulgó sellándola con su propia sangre la ley de la mutua caridad y paciencia entre todos los hombres: este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado [22]: soportad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo [23].

13. La paz de Cristo, garantía del derecho y fruto de la caridad.

Síguese de ahí claramente que la verdadera paz de Cristo no puede apartarse de las normas de justicia, ya porque es Dios mismo el que juzga la justicia [24], ya porque la paz es obra de la justicia [25]; pero no debe constar tan sólo de la dura e inflexible justicia, sino que a suavizarla ha de entrar en no menor parte la caridad que es la virtud apta por su misma naturaleza para reconciliar los hombres con los hombres. Esta es la paz que Jesucristo conquistó para los hombres; más aún, según la expresión enérgica de San Pablo, El mismo es nuestra paz; porque satisfaciendo a la divina justicia con el suplicio de su carne en la cruz, dio muerte a las enemistades en sí mismo... haciendo la paz [26], y reconcilió en sí a todos [27] y todas las cosas con Dios; y en la misma redención no ve y considera San Pablo tanto la obra divina de la justicia, como en realidad lo es, cuanto la obra de la reconciliación y de la caridad: Dios era el que reconciliaba consigo al mundo en Jesucristo [28]; de tal manera amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito [29]. Con el gran acierto que suele escribir sobre este punto el Doctor Angélico, que la verdadera y genuina paz pertenece más bien a la caridad que a la justicia, ya que lo que ésta hace es remover los impedimentos de la paz, como son las injurias y los daños, pero la paz es un acto propio y peculiar de caridad [30].

El reino de la paz está en nuestro interior. Por tanto, a la paz de Cristo, que, nacida de la caridad, reside en lo íntimo del alma, se acomoda muy bien a lo que SAN PABLO dice del reino de Dios que por la caridad se adueña de las almas: no consiste el reino de Dios en comer y beber [31]; es decir, que la paz de Cristo no se alimenta de bienes caducos, sino de los espirituales y eternos, cuya excelencia y ventaja el mismo Cristo declaró al mundo y no cesó de persuadir a los hombres. Pues por eso dijo: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma? o ¿qué cosa dará el hombre en cambio de su alma? [32]. Y enseñó además la constancia y firmeza de ánimo que ha de tener el cristiano: ni temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma, sino temed a los que puedan arrojar el alma y el cuerpo en el infierno [33].

Los frutos de la paz.

No que el que quiera gozar de esta paz haya de renunciar a los bienes de esta vida; antes al contrario, es promesa de Cristo que los tendrá en abundancia: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura [34]. Pero: la paz de Dios sobrepuja todo entendimiento [35], y por lo mismo domina a las ciegas pasiones y evita las disensiones y discordias que necesariamente brotan del ansia de poseer. Refrenadas, pues, con la virtud las pasiones, y dado el honor debido a las cosas del espíritu, seguiráse como fruto espontáneo la ventaja de que la paz cristiana traerá consigo la integridad de las costumbres y el ennoblecimiento de la dignidad del hombre; el cual, después que fue redimido con la sangre de Cristo, está como consagrado por la adopción del Padre celestial y por el parentesco de hermano con el mismo Cristo, hecho con las oraciones y sacramentos, participante de la gracia y consorte de la naturaleza divina, hasta el punto de que, en premio de haber vivido bien en esta vida, llegue a gozar por toda una eternidad de la posesión de la gloria divina.

Fortalece el orden y la autoridad.

Y ya que arriba hemos demostrado que una de las principales causas de la confusión en que vivimos es el hallarse muy menoscabada la autoridad del derecho y el respeto a los que mandan -por haberse negado que el derecho y el poder vienen de Dios, creador y gobernador del mundo-, también a este desorden pondrá remedio la paz cristiana, ya que es una paz divina, y por lo mismo manda que se respeten el orden, la ley y el poder. Pues así nos lo enseña la Escritura: Conservad en paz la disciplina [36], Gran paz para aquellos que aman tu ley, Señor [37], El que teme el precepto, se hallará en paz [38] y nuestro Señor Jesucristo, no sólo dijo aquello de: Dad al César lo que es del César [39], sino que declaró respetar en el mismo Pilato el poder que le había sido dado de lo alto [40], de la misma manera que había mandado a los discípulos que reverencien a los Escribas y Fariseos que se sentaron en la cátedra del Moisés [41]. Y es cosa admirable la estima que hizo de la autoridad paterna en la vida de familia, viviendo para dar ejemplo, sumiso y obediente a José y María. Y de Él es también aquella ley promulgada por sus Apóstoles: Toda persona esté sujeta a las potestades superiores; porque no hay potestad que no provenga de Dios [42].

14. La Iglesia depositaria de esta paz.

Y si se considera que todo cuanto Cristo enseñó y estableció acerca de la dignidad de la persona humana, de la inocencia de vida, de la obligación de obedecer, de la ordenación divina de la sociedad, del sacramento del matrimonio y de la santidad de la familia cristiana; si se considera, decimos, que estas y otras doctrinas que trajo del cielo a la tierra las entregó a su Iglesia solamente, y con promesa solemne de su auxilio y perpetua asistencia, y que le dio el encargo, como maestra infalible que era, que no dejase nunca de anunciarlas a las gentes todas hasta el fin de los tiempos, fácilmente se entiende cuán gran parte puede y debe tener la Iglesia para poner el remedio conducente a la pacificación del mundo.

Porque, instituida por Dios, es única intérprete y depositaria de estas verdades y preceptos, es ella únicamente el verdadero e inexhausto poder para alejar de la vida común, de la familia y de la sociedad la lacra del materialismo, tantos daños que en ellas ha causado, y para introducir en su lugar la doctrina cristiana acerca del espíritu, o sea sobre la inmortalidad del alma, doctrina muy superior a cuanto enseña la mera filosofía; también para unir entre sí las diversas clases sociales y el pueblo en general con sentimiento de elevada benevolencia y con cierta fraternidad [43], y para elevar hasta el mismo Dios la dignidad humana, con justicia restaurada, y, finalmente, para procurar que, corregidas las costumbres públicas y privadas, y más conformes con las leyes sanas, se someta todo plenamente a Dios que ve los corazones [44], y que todos se hallen informado íntimamente de sus doctrinas y leyes, que, bien penetrado por la ciencia de su sagrado deber, el ánimo de todos, de los particulares, de los gobernantes, y hasta de los organismos públicos de la sociedad civil, sea Cristo todo en todos [45].

Las enseñanzas de la Iglesia aseguran la paz.

Por lo cual, siendo propio de la Iglesia solamente, por hallarse en posesión de la verdad y de la virtud de Cristo, el formar rectamente el ánimo de los hombres, ella es la única que puede, no sólo arreglar la paz por el momento, sino afirmarla para el porvenir, conjurando los peligros de nuevas guerras que dijimos nos amenazan. Porque únicamente la Iglesia es la que por orden y mandato divino enseña que los hombres deben conformarse con la ley eterna de Dios, en todo cuanto hagan, lo mismo en la vida pública que en la privada, lo mismo como individuos que unidos en sociedad. Y es cosa clara que es de mucha mayor importancia y gravedad todo aquello en que va el bien y provecho de muchos.

Pues bien: cuando las sociedades y los estados miren como un deber sagrado el atenerse a las enseñanzas y prescripciones de Jesucristo en sus relaciones interiores y exteriores, entonces sí llegarán a gozar, en el interior, de una paz buena, tendrán entre sí mutua confianza y arreglarán pacíficamente sus diferencias, si es que algunas se originan.

15. La Iglesia solamente tiene la autoridad de imponerla.

Cuantas tentativas se han hecho hasta ahora a este respecto han tenido ninguno o muy poco éxito, sobre todo en los asuntos con más ardor debatidos. Es que no hay institución alguna humana que pueda imponer a todas las naciones un Código de leyes comunes, acomodado a nuestros campos, como fue el que tuvo en la Edad Media aquella verdadera sociedad de naciones que era una familia de pueblos cristianos. En la cual, aunque muchas veces era gravemente violado el derecho, con todo, la santidad del mismo derecho permanecía siempre en vigor, como norma segura conforme a la cual eran las naciones mismas juzgadas.

Pero hay una institución divina que puede custodiar la santidad del derecho de gentes; institución que a todas las naciones se extiende y está sobre las naciones todas, provista de la mayor autoridad y venerada por la plenitud del magisterio: la Iglesia de Cristo; y ella es la única que se presenta con aptitud para tan grande oficio, ya por el mandato divino, por su misma naturaleza y constitución, ya por la majestad misma que le dan los siglos, que ni con las tempestades de la guerra quedó maltrecha, antes con admiración de todos salió de ella más acreditada.

16. La paz de Cristo en el Reino de Cristo. Extensión y carácter de este reino

Síguese, pues, que la paz digna de tal nombre, es a saber, la tan deseada paz de Cristo, no puede existir si no es observada fielmente por todos, en la vida pública y en la privada, las enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Cristo: y una vez así constituida ordenadamente la sociedad, pueda por fin la Iglesia, desempeñando su divino encargo, hacer valer los derechos todos de Dios, los mismo sobre los individuos que sobre las sociedades.

En esto consiste lo que llamamos el Reino de Cristo. Ya que reina Jesucristo en la mente de los individuos, por sus doctrinas, reina en los corazones por la caridad, reina en toda la vida humana por la observancia de sus leyes y por la imitación de sus ejemplos. Reina también en la sociedad doméstica cuando, constituida por el sacramento del matrimonio cristiano, se conserva inviolada como una cosa sagrada, en que el poder de los padres sea un reflejo de la paternidad divina, de donde nace y toma el nombre; donde los hijos emulan la obediencia del Niño Jesús, y el modo todo de proceder hace recordar la santidad de la Familia de Nazaret. Reina finalmente Jesucristo en la sociedad civil cuando, tributando en ella a Dios los supremos honores, se hacen derivar de él el origen y los derechos de la autoridad para que ni en el mandar falte norma ni en el obedecer obligación y dignidad, cuando además le es reconocido a la Iglesia el alto grado de dignidad en que fue colocada por su mismo autor, a saber, de sociedad perfecta, maestra y guía de las demás sociedades; es decir, tal que no disminuya la potestad de ellas -pues cada una en su orden es legítima-, sino que les comunique la conveniente perfección, como hace la gracia con la naturaleza; de modo que esas mismas sociedades sean a los hombres poderoso auxiliar para conseguir el fin supremo, que es la eterna felicidad, y con más seguridad provean a la prosperidad de los ciudadanos en esta vida mortal.

De todo lo cual resulta claro que no hay paz de Cristo sino en el reino de Cristo, y que no podemos nosotros trabajar con más eficacia para afirmar la paz que restaurando el reino de Cristo.

El programa papal.

Cuando, pues, el Papa Pío X se esforzaba por "restaurar todas las cosas en Cristo", como si obrara inspirado por Dios, estaba preparando la obra de pacificación, que fue después el programa de Benedicto XV.

Nos, insistiendo en lo mismo que se propusieron conseguir Nuestros Predecesores, procuraremos también con todas Nuestras fuerzas lograr "la paz de Cristo en el reino de Cristo", plenamente confiados en la gracia de Dios, que al hacernos entrega de este supremo poder nos tiene prometida su perpetua asistencia.

17. Medios especiales: Misión de los obispos y su cooperación.

Esperando que todos los buenos han de concurrir con su apoyo a esta obra, Nos dirigimos en primer lugar a vosotros, Venerables Hermanos, a quienes nuestro mismo Jefe y Cabeza, Jesucristo, que a Nos confió el cuidado de toda su grey, llamó: a una parte y la más excelente en Nuestra solicitud; a vosotros, puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios [46]; a vosotros honrados de manera principal con el ministerio de la reconciliación, y como embajadores en nombre de Cristo [47], participen de su mismo magisterio divino y dispensadores de los misterios de Dios [48] y por lo mismo, llamados sal de la tierra y luz del mundo [49], doctores y padres de los pueblos cristianos, verdaderos dechados de la grey [50], destinados a ser llamados grandes en el reino de los cielos [51]; a vosotros todos, en fin, que sois como los miembros principales y como los lazos de oro con que se levanta compacto y bien unido todo el cuerpo de Cristo[52], que es la Iglesia fundada en la solidez de la Piedra.

Insinuación de la Reapertura del Concilio Vaticano.


Una nueva y reciente prueba de vuestra insigne diligencia y actividad la tuvimos cuando con la ocasión al principio mencionada, del Congreso Eucarístico de Roma y de las fiestas centenarias de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, vinisteis muchísimos de todas las partes del mundo a esta santa ciudad al sepulcro de los Apóstoles. Aquella reunión de Pastores, dignísima por su concurso y autoridad, nos sugirió la idea de convocar a su tiempo en esta misma ciudad, Cabeza del orbe católico, una solemne asamblea de la misma clase para hallar reparo oportuno a las ruinas causadas en tan grande convulsión de la sociedad, y se aumenta la dulce esperanza de esta reunión con la proximidad de las alegres solemnidades del Año Santo.

No por eso, sin embargo, nos atrevemos por ahora a emprender la reapertura de aquel Concilio Ecuménico, que en Nuestra juventud dio comienzo la Santidad de Pío IX, pero que no pudo llevarse a efecto sino en parte, aunque era muy importante. Y la razón a que también Nos, como el célebre caudillo de Israel, estamos como pendientes de la oración, esperando que la bondad y misericordia de nuestro Dios nos de a conocer más claramente los designios de su voluntad.

18. Obra insigne del clero. Exhortación a superarse.


Mientras tanto, aunque sabemos muy bien que no hay necesidad de estimular vuestro celo y actividad, que son dignos de los mayores elogios, sin embargo, la conciencia del cargo apostólico y de Nuestros deberes de padre para con todos, nos advierte y casi nos fuerza a inflamar con Nuestros ardores el ya encendido celo de todos vosotros, de manera que venga a suceder que cada uno de vosotros ponga cada día mayor afán y empeño en el cultivo de aquella parte de la grey del Señor que le cupo en suerte apacentar.

Y a la verdad, cuántas cosas, cuán excelentes y cuán oportunas hayan sido sabiamente proyectadas, y felizmente iniciadas, y con gran provecho llevadas a cabo, y cuanto las circunstancias lo permitían gloriosamente terminadas, entre el Clero y el pueblo fiel, por iniciativa y a impulso de Nuestros Predecesores y vuestro, lo sabemos por la fama pública propagada por la prensa y confirmada por otros documentos y por las noticias a Nos llegadas, bien de vosotros, bien de otros muchos; y de ello damos cuantas gracias podemos a Dios.

El cuadro de las actividades pastorales.


Entre estas obras admiramos especialmente las muchas y muy providenciales instituciones para instruir a los hombres con sanas doctrinas y para imbuirlos en la virtud y en santidad; lo mismo las asociaciones de clérigos y seglares, o las llamadas pías uniones, con el fin de sostener y llevar adelante las misiones entre infieles, de propagar el reino de Cristo Dios, y procurar a los pueblos bárbaros la salvación temporal y eterna; ya también las congregaciones de jóvenes, que han crecido en número y en devoción singular a la Santísima Virgen, y especialmente la Sagrada Eucaristía, junto con una fe, una pureza y un amor fraterno muy acrisolados. Añádanse las asociaciones, tanto las de hombres como las de mujeres, particularmente las eucarísticas, que procuran honrar el augusto Sacramento con cultos más frecuentes y solemnes y con muy magníficas procesiones por las calles de las ciudades; y también con la reunión de Congresos muy concurridos, regionales, nacionales e internacionales, con representantes de casi todos los pueblos, donde todos se muestran admirablemente unidos en la misma fe, en el mismo culto, oración y participación de los bienes celestiales.

Apostolado, caridad y Acción Católica.


A esta piedad atribuimos el espíritu de sagrado apostolado, mucho más extendido que antes, es decir, aquel celo ardentísimo de procurar, primero con la oración frecuente y con el buen ejemplo, luego con la propaganda de palabra y por escrito, y también con las obras y socorros de la caridad, que de nuevo se tributen al Corazón divino de Cristo Rey, lo mismo que en los corazones de los individuos que en la familia y en la sociedad, el amor, el culto y el imperio que le son debidos.

A eso se encamina también el buen certamen diríamos pro aris et focis [53], que se ha de emprender, y la batalla que se ha de trabar en muchos frentes en favor de los derechos de la sociedad religiosa y doméstica, de la Iglesia y de la familia, derivados de Dios y de la naturaleza, sobre la educación de los hijos. A esto, finalmente, se dirige también todo ese conjunto de instituciones, programas y obras, que se conoce con el nombre de Acción Católica y que es de Nos muy estimada.

Todo eso es deber pastoral necesario y principal.

Pues bien: todas estas cosas y otras muchas semejantes, que sería muy largo referir, no sólo se han de conservar firmemente, sino que se las ha de llevar adelante cada día con más empeño y acrecentar con nuevos aumentos según lo exige la condición de las cosas y de las personas. Y si parecen cosa ardua y llena de trabajo para los pastores y para los fieles, empero son, sin duda, necesarias, y se han de contar entre los principales deberes del oficio pastoral y de la vida cristiana. Por las mismas razones aparece claro -tanto que estaría de más todo esclarecimiento- cuán relacionadas se hallan entre sí todas estas obras, y cuán estrechamente unidas con la deseada restauración del reino de Cristo y con la pacificación cristiana, propia tan sólo de este reino: Pax Christi in regno Christi, "La paz de Cristo en el Reino de Cristo".

Aprecio del Papa y estímulo a mayor unión con Roma.

Y sería Nuestro deseo que digáis a vuestros sacerdotes, Venerables Hermanos, que Nos, testigo y compañero en otro tiempo y partícipe de los trabajos denodadamente tomados en pro de la grey de Cristo, siempre tuvimos y tenemos en grande estima su magnanimidad en soportar los trabajos, y su industria en hallar siempre nuevos medios de subvenir a las nuevas necesidades que consigo trae el cambio de los tiempos, y que ellos estarán unidos a Nos con vínculo más estrecho de unidad y Nos a ellos con el de la paternal benevolencia, cuanto con adhesión más pronta y apretada, mediante una vida santa y una obediencia perfecta, se unan como al mismo Cristo a sus pastores, que son sus guías y maestros.

Papel del clero regular.

No hay para qué extenderse en declarar, Venerables Hermanos, cuánto es lo que esperamos del Clero regular para poner por obra Nuestras ideas y proyectos, siendo cosa clara cuánto es lo que contribuye a esclarecer el reino de Cristo dentro y a dilatarle fuera. Pues siendo propio de los religiosos el guardar y practicar, no sólo los preceptos, sino también los consejos de Cristo, lo mismo cuando dentro del claustro se dedican a las cosas espirituales, que cuando salen a trabajar a campo abierto, por ser en su vida modelo de perfección cristiana y por renunciar, consagrados por entero al bien común, a los bienes y comodidades terrenas, para más abundantemente conseguir los bienes espirituales, son para los fieles un constante ejemplo que los incita a aspirar a cosas mayores; y felizmente lo consiguen merced también a las insignes obras de beneficencia cristiana con que atienden a las enfermedades todas del cuerpo y del alma. Y a tanto han llegado en este punto, a impulsos de la caridad divina, según lo atestigua la historia eclesiástica, que en la predicación del Evangelio dieron su vida por la salvación de sus almas, y con su muerte ensancharon los límites del reino de Cristo en la propagación de la unidad de fe y de la fraternidad cristiana.

19. Exhortación a los fieles. Misión de los seglares.

Recordad también a los fieles que, cuando tomando por guías a vosotros y a vuestro Clero, trabajan en público y en privado porque se conozca y ame a Jesucristo, entonces es cuando sobre todo merecen que se les llame linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de conquista [54]; que entonces es cuando, estrechamente unidos a Nos y a Cristo, al propagar y restaurar con su celo y diligencia el reino de Cristo, presta los más excelentes servicios para establecer la paz entre los hombres, Porque en el reino de Cristo está en vigor, florece una cierta igualdad de derechos, por la que distinguidos todos con la misma, nobleza, todos se hallan condecorados con la misma preciosa sangre de Cristo, y los que parecen presidir los demás, siguiendo el ejemplo dado por el mismo Cristo nuestro Señor, con razón, se llaman, y lo son, administradores de los bienes comunes, y, por ende, siervos de todos los siervos, especialmente de los más pequeños y del todos los desvalidos.

Peligros sociales.

Pero los cambios sociales que trajeron la necesidad, o la aumentaron, de tales colaboradores para llevar adelante la obra divina, han creado también peligros nuevos, ni pocos ni ligeros. Pues apenas terminada la desastrosa guerra, perturbados los Estados con la agitación de los partidos políticos, se enseñorearon de la mente y del corazón de los hombres, pasiones tan desenfrenadas e ideas tan perversas, que ya es de temer que aun los mejores de entre los fieles y aun de los sacerdotes, atraídos por la falsa apariencia de la verdad y del bien, se inficionen con el deplorable contagio del error.

Precave contra el modernismo moral, jurídico y social.

Porque, ¿cuántos hay que profesan seguir las doctrinas católicas en todo lo que se refiere a la autoridad en la sociedad civil y en el respeto que se le ha de tener, o al derecho de propiedad, y a los derechos y deberes de los obreros industriales y agrícolas, o a las relaciones de los Estados entre sí, o entre patronos y obreros, o a las relaciones de la Iglesia y el Estado, o a los derechos de la Santa Sede y del Romano Pontífice y a los privilegios de los Obispos, o finalmente a los mismos derechos de nuestro Creador, Redentor y Señor Jesucristo sobre los hombres en particular y sobre los pueblos todos? y sin embargo, esos mismos, en sus conversaciones, en sus escritos y en toda su manera de proceder no se portan de otro modo que si las enseñanzas y preceptos promulgados tantas veces por los Sumos Pontífices, especialmente por León XIII, Pío X y Benedicto XV, hubieran perdido su fuerza primitiva o hubieran caído en desuso.

En lo cual es preciso reconocer una especie de modernismo moral, jurídico y social, que reprobamos con toda energía al mismo tiempo que al modernismo dogmático.

Hay, pues, que traer a la memoria las doctrinas y preceptos que hemos dicho; hay que avivar en todos el mismo ardor de la fe y de la caridad divina, que es el único que puede abrir la inteligencia de aquellas y urgir la observancia de éstos. Lo cual queremos que se lleve a cabo sobre todo en la educación de la juventud cristiana, y todavía más en especial en aquella que se está formando para el sacerdocio; no sea que en este tan gran trastorno de cosas y tanta confusión de ideas, ande fluctuando, como dice el Apóstol, y se deje llevar de aquí para allá por todos los vientos de opiniones de la malicia de los hombres, que engañan con astucia para inducir al error [55].

20. Atraer a los que están fuera de la Iglesia.


Y mirando Nos en derredor desde esta atalaya y a manera de alcázar de la Sede Apostólica, ofrécense todavía a Nuestra vista, Venerables Hermanos, muchos en demasía que, o por desconocer del todo a Cristo, o por no conservar íntegra y pura la doctrina o la unidad requerida, no son todavía de este redil, al cual, sin embargo, están destinados por Dios. Por lo cual, el que hace las veces de Pastor eterno no puede menos que, inflamado en los mismos sentimientos, echar mano de las mismas expresiones, muy breves ciertamente, pero llenas de amor y de la más tierna compasión: Debo recoger también aquellas ovejas [56]; y traiga a la memoria con la mayor alegría aquel vaticinio del mismo Cristo: y oirán mi voz, y se hará un solo rebaño y un solo pastor [57]. Dios quiera, Venerables Hermanos, que lo que Nos con vosotros, y con la porción de la Iglesia a vosotros encomendada, con un mismo corazón imploramos en Nuestras oraciones, veamos con el resultado más satisfactorio realizada cuanto antes esta tan consoladora y cierta profecía del divino Corazón.

Aprecio universal con que se distingue hoy a la Santa Sede.

Un feliz augurio de esta unidad religiosa pareció haber brillado en el hecho memorable de estos últimos tiempos, por vosotros sin duda advertido, para todos inesperado, para algunos tal vez desagradable; para Nos y para vosotros ciertamente gratísimo, de que la mayor parte de los personajes principales y los gobernantes de casi todas las naciones, como si obedecieran a un mismo impulso y deseo de la paz, han querido como a porfía, o restablecer las antiguas relaciones con esta Sede Apostólica, o hacer con ella por primera vez, pactos de concordia. Lo cual con razón nos llena de gozo, no solamente por lo que se acrecienta la autoridad de la Iglesia, sino también por el esplendor que cobra su beneficencia y la experiencia a todos ofrecida del poder en verdad admirable que sólo posee esta Iglesia de Dios, para procurar a la sociedad todo linaje de prosperidades, incluso la civil y terrena.

Relación del poder eclesiástico con el civil.

Porque, aunque ella por ordenación divina entiende directamente sobre los bienes espirituales e imperecederos, sin embargo, por la estrecha conexión que reina en todas las cosas, es tanto lo que ayuda a la prosperidad aun terrena, lo mismo de los individuos que de la sociedad, que más no ayudaría si para fomentarla hubiera sido primariamente instituida.

Y si la Iglesia mira como cosa vedada el inmiscuirse sin razón en el arreglo de estos negocios terrenos y meramente políticos, sin embargo, con todo derecho se esfuerza para que el poder civil no tome de ahí pretexto; o para oponerse de cualquier manera a aquellos bienes más elevados de que depende la salvación eterna de los hombres, o para intentar su daño y perdición con leyes y decretos inicuos, o para poner en peligro la constitución divina de la Iglesia, o finalmente, para conculcar los sagrados derechos del mismo Dios en la sociedad civil.

Intangibilidad de los derechos de la Iglesia.

Así que enteramente con el mismo propósito, y valiéndonos también de las mismas palabras que usó el muy llorado Predecesor Nuestro, Benedicto XV, a quien tantas veces nos hemos referido, en su última alocución de 21 de noviembre del año pasado (1921), que versó sobre las relaciones mutuas entre la Iglesia y el Estado, Nos también declaramos, como él santamente declaró, y de nuevo confirmamos: "que jamás Nos consentiremos que en tales convenios se introduzca nada que desdiga de la dignidad y libertad de la Iglesia, la cual que quede a salvo e incólume es de suma importancia, sobre todo en este tiempo aún para la misma prosperidad de la sociedad civil" [58].

La "Cuestión Romana" y los Estados pontificios usurpados.

Y siendo esto así, no hay para qué decir con qué dolor vemos que entre tantas naciones que viven en relaciones amistosas con esta Sede Apostólica falte Italia; Italia, Nuestra patria querida, escogida por el mismo Dios, que con su providencia dirige el curso y orden de todas las cosas y tiempos, para colocar en ella la Sede de su Vicario en la tierra, para que esta santa ciudad, asiento un tiempo de un imperio muy extendido, pero al fin limitado a ciertos términos, llegase un día a ser cabeza de todo el orbe de la tierra. Puesto que, como Sede de un Principado divino, que por su naturaleza trasciende los fines de todas las gentes y naciones, abarca las naciones y los pueblos todos. Pero tanto el origen y la naturaleza divina de este principado, como el sagrado derecho de los fieles todos que habitan en toda la tierra, exige que este sagrado Principado no parezca hallarse sujeto a ningún poder humano, a ninguna ley (aunque éste prometa, mediante ciertas defensas o garantías, proteger la libertad del Romano Pontífice), sino que debe ser y aparecer bien clara y completamente independiente y soberana.

Pero aquellas defensas de la libertad, con que la divina Providencia, señora y árbitro de los acontecimientos humanos había protegido la autoridad del Romano Pontífice, no sólo sin detrimento de Italia, sino con grande provecho suyo; aquellas defensas que por tantos siglos se habían mostrado muy a propósito para el designio divino de asegurar la dicha libertad, y para cuya sustitución ni la divina Providencia ha indicado nada a propósito hasta el presente, ni los hombres han hallado entre sus proyectos nada semejante; aquellas defensas fueron echadas por tierra por fuerza enemiga y siguen hasta ahora violadas, y con eso se han creado al Romano Pontífice condiciones de vida tan extrañas que tienen perpetuamente llenos de tristeza los corazones de 
todos los fieles esparcidos por todo el mundo. Nos, pues, herederos, lo mismo de los pensamientos que de los deberes de Nuestros Predecesores, investidos de la misma autoridad, a quien únicamente corresponde decidir en materia de tamaña importancia, movidos no ciertamente por una vana ambición de reino temporal (pues sería un motivo cuyo menor influjo nos avergonzaría grandemente), sino que, puesto el pensamiento en la hora de Nuestra muerte, acordándonos de la rigurosa cuenta que hemos de dar al divino Juez, renovamos desde este lugar, según lo pide la santidad de Nuestro cargo, las protestas que hicieron Nuestros dichos Predecesores en defensa de los derechos y de la dignidad de la Sede Apostólica.

21. Deseos de pacífico arreglo de la Cuestión Romana y pacificación universal.

Por lo demás, jamás Italia tendrá que temer daño alguno de esta Sede Apostólica; pues el Romano Pontífice, séa lo el que lo fuere, siempre podrá decir con toda verdad aquello del Profeta: Yo tengo pensamiento de paz y no de aflicción [50], de paz verdadera digo, y por lo mismo inseparable de la justicia; de modo que pueda añadirse: la justicia y la paz se dieron ósculo [60]. A Dios, omnipotente y misericordioso, toca el hacer que llegue por fin a alborear día tan alegre, que será muy fecundo en toda clase de bienes, ya para la restauración del reino de Cristo, ya para el arreglo de los asuntos de Italia y del mundo entero; y para que no quede frustrado, trabajen diligentemente todos los hombres de recto sentir.

Oración por la paz en Navidad.

Y para que cuanto antes se otorguen a los hombres los regalados dones de la paz, encarecidamente exhortamos a todos los fieles a que nos insten con santas oraciones, especialmente en estos días del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, Rey Pacífico, en cuya venida a este mundo por primera vez cantaron las huestes angélicas: Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz a los hombres de buena voluntad [61].

Bendición Apostólica.

Finalmente, como una prenda de esta paz, queremos Venerables Hermanos, que sea Nuestra Apostólica Bendición la que presagiando a cada uno del clero y del pueblo fiel y también a los mismos Estados y familias cristianas, toda suerte de dichas, lleve la prosperidad a los vivos y a los difuntos descanso y felicidad eterna; bendición que como testimonio de Nuestra benevolencia damos de todo corazón a vosotros y a vuestro clero y pueblo.

Dado en Roma, en San Pedro, día 23 de diciembre de 1922, de Nuestro Pontificado el año primero. PÍO XI.

Notas:

[1] II Cor. 11, 28.

[2] II Cor. 11, 28.

[3] Jer. 8, 15.

[4] Jer. 14, 19.

[5] Is. 59, 9, 11

[6] 1 Cor. 2, 14.

[7] Efes. 4, 12.

[8] Marc. 7, 23.

[9] Rom. 7, 2

[10] Ecl. 1, 2. 14.

[11] Santiago 4, 1.

[12] Prov. 14. 34.

[13] De Civ. Dei, 1, 4, c. S.

[14] Is. 1, 28.

[15] Juan 15; 5.

[16] Luc. 11, 23.

[17] Efes. 5, 32.

[18] Col. 3, 15.

[19] Juan 14. 17.

[20] I Samuel 16, 7.

[21] Mat. 23. 8.

[22] Juan 15, 12.

[23] Gal. 6, 2.

[24] Salmo 9, 5.

[25] Is. 32, 17.

[26] Efes. 2. 14.

[27] II Cor. 5, 18; Efes. 2, 16.

[28] II Cor. 5, 18.

[29] Juan 3, 16.

[30] Suma Theol. 2, 2, q. 29 a. 3 ad 3.

[31] Rom. 14,17.

[32] Mat. 16, 26.

[33] Mat. 10, 28.

[34] Mat. 6, 33; Luc. 12, 31.

[35] Filip. 4, 7.

[36] Eccles. 41,17.

[37] Salmo 118, 165.

[38] Prov. 13. 13.

[39] Mat. 22, 21.

[40] Juan 19. 11.

[41] Mat. 23, 2.

[42] Rom. 13, 1.

[43] S. August. De mor. Eccl. cath., 1, 30.

[44] III Reg. 16, 7.

[45] Col. 3, 11.

[46] Act. 20, 26.

[47] II Cor. 5, 18. 20.

[48] I Cor. 4. 1.

[49] Mat. 5, 14.

[50] I Pedro 5, 3.

[51] Mat. 5, 19.

[52] Efes. 4, 15.

[53] "Por los altares y los hogares".

[54] I Pedro 2, 9.

[55] Efes. 4, 14.

[56] Juan 10, 16.

[57] Juan 10, 16.

[58] Alocución In hac quidcm renovata laetitia, pronunciada en el Consistorio Secreto del 21-XI- 1921; AAS. 13 (1921) 522.

[59] Jer, 29, 11.

[60] Salmo 81, 11.

[61] Luc. 2, 14.



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