miércoles, 17 de septiembre de 2025

EL SECULARISMO, UNA MONSTRUOSIDAD

Reflexiones para el centenario de la encíclica sobre Cristo Rey

Por el padre Claude Barthe


Cuando se evoca el ataque legislativo que las democracias modernas infligen a la ley natural, se piensa sobre todo en la moral del matrimonio y de la vida (la invalidez civil del matrimonio religioso, el divorcio, la igualdad entre los hijos legítimos e ilegítimos, la anticoncepción, el aborto, el contrato civil o el “matrimonio” entre personas del mismo sexo, la gestación subrogada, la eutanasia, etc.). Pero, inmersos como estamos en una secularización que se percibe como irreversible, olvidamos precisamente esta violación, en cierto modo radical, de la ley inscrita en el corazón del hombre: la secularidad del Estado.

Es principalmente este tema, “peste de nuestros tiempos [...] el laicismo con sus errores y abominables intentos, el que Pío XI trató hace cien años en la encíclica Quas primas sobre la realeza de Cristo (11 de diciembre de 1925): en ella se exponía, en particular, cómo los hombres que gobiernan legítimamente la Ciudad lo deben hacer en nombre de Jesucristo y que deben comportarse como sus representantes, especialmente rindiendo culto público a Dios en nombre del Estado que dirigen.

El cristianismo, o la política iluminada por la cristología

Afirmar que la política debe ser moral es quedarse corto. En realidad, según los griegos y especialmente Aristóteles, la política abarca la moral, que es una de sus facetas. En efecto, por su naturaleza de miembro de la polis, el hombre solo puede llevar una vida moralmente recta, según la razón, como miembro de esta sociedad global, que hoy llamaríamos estatal, la única que posee todo lo necesario para la realización de su humanidad. El “vivir bien”, que es el fin propio, el bien común, que esta sociedad tiene como objetivo garantizar, se alcanza mediante las normas y leyes que sus magistrados promulgan para guiar y proteger a los ciudadanos en todos los órdenes de la existencia, midiendo sus acciones según el criterio de la ley natural inscrita por Dios en el corazón de todo hombre: su función es dirigir, se podría incluso decir educar, a sus súbditos mediante sus leyes, castigando el mal y recompensando el bien (1 P 2, 13-14 y Rm 13, 4-5). Este bene vivere, según las virtudes, cuya más importante políticamente es la justicia, abarca así la vida familiar, la educación, las actividades económicas, el cuidado de la salud física y moral, la defensa de la ciudad y de sus miembros, la protección de la vida religiosa, todo el ámbito del arte y la estética, etc. Evidentemente, esta política, que constituye así la arquitectura de la actividad humana, siempre ha sido —quizás por lo que representa— el escenario de mil tentaciones, vicios, pecados y violencias. Cristo es Rey de las naciones y el demonio, príncipe del mundo, porque hay dos ciudades...

No obstante, los miembros de este cuerpo político están más fuertemente unidos entre sí, o más bien de manera más fundamental, que los miembros de una familia. Santo Tomás habla de una “comunión” en el cuerpo del Estado y en su bien común: “[Puesto que la vida virtuosa es el fin del cuerpo político], solo aquellos que tienen una comunión mutua en el bien vivir son partes de la unión colectiva” [1]. Los ciudadanos mantienen normalmente esa relación altruista que es la amistad, que es el fundamento, en el orden natural, del patriotismo.

Porque en esto estamos en el orden natural, el de la vida que, si es buena, dispone a recibir los bienes sobrenaturales dispensados por esa otra sociedad también plena, la Iglesia de Jesucristo, pero en el orden de la vida de la gracia santificante a la que el hombre puede acceder. De ahí el papel de defensores y protectores de la Iglesia que asumían (en teoría) los príncipes y magistrados en una situación de cristiandad, los dos órdenes, natural y sobrenatural, por distintos que sean, entrelazándose por el hecho de que el segundo está ligado al primero.

La razón natural puede así alcanzar la afirmación de san Pablo en Romanos 13, 1, según la cual nulla potestas nisi a Deo, que llevaba a todas las sociedades antiguas a sacralizar el poder: no hay autoridad que no venga de Dios. Pero la doctrina de Cristo Rey lo explica así: nulla potestas nisi a Christo, no hay autoridad que no venga de Cristo. Sabiendo que Adán, el padre de toda la familia humana, es el arquetipo de todo padre, de todo jefe, y con mayor razón de todo gobernante, como Rey, Cristo es también el nuevo Adán, que en este caso asume esta regencia sobre las polis.

La encíclica Quas primas desarrollaba así su razonamiento teológico: la soberanía que Cristo-Hombre tiene sobre todos los hombres y todas las sociedades humanas es, por una parte, la consecuencia de la unión de la naturaleza humana y la naturaleza divina de Cristo en la Persona del Verbo, la unión hipostática, y, por otra parte, le corresponde por derecho de conquista, ya que su muerte en la cruz le ha ganado “a gran precio” el alma de cada hombre (1 Co 6, 20). Este dominio soberano, explicaba Pío XI, abarca la totalidad de todos los hombres, incluidos los infieles y los cristianos separados de la comunión con él por el cisma. Y “no hay lugar para hacer ninguna diferencia entre los individuos, las familias y los Estados; porque los hombres no están menos sometidos a la autoridad de Cristo en su vida colectiva que en su vida privada”. Por ello, aquellos que gobiernan legítimamente a los pueblos, y cuya autoridad deriva así de la de Cristo Hombre-Dios y Redentor, están revestidos de un carácter crístico que da pleno sentido al derecho divino de todo gobernante, dignidad que a su vez ennoblece los deberes de los gobernados.

Los que gobiernan al pueblo deben, como tales, adorar a Dios.

Fue León XIII quien desarrolló más ampliamente la doctrina de los deberes religiosos del Estado, a la que Quas primas dio el toque final. Immortale Dei, en 1885, contenía una exposición teológica muy elaborada sobre la naturaleza política del hombre, el derecho divino de los gobiernos legítimos de la Ciudad, cualquiera que sea la forma de esos gobiernos, y el carácter religioso según la ley natural de esos gobiernos, que deben rendir culto a Dios y también favorecer el ejercicio de la religión de sus súbditos: “Es evidente que el Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. […] Es, por lo tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la Religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla”.

Además, cuando el mensaje del Evangelio ha sido predicado a una nación, el gobierno civil se ve obligado a reconocer a la Iglesia como dispensadora de los bienes sobrenaturales que pueden conducir al hombre a su fin sobrenatural bienaventurado. Su deber imperioso será protegerla y proporcionarle todos los medios para difundirse, incluso participando como “obispo externo” en la defensa de la ortodoxia. León XIII evocaba, siempre en Immortale Dei, el ideal de cristiandad que San Pío X pedía restaurar [2], ese “tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”. Una época que fue subvertida por “esos principios modernos de libertad desenfrenada soñados y promulgados entre las grandes perturbaciones del siglo pasado, como principios y fundamentos de un derecho nuevo, desconocido hasta entonces, y en más de un punto en desacuerdo, no solo con el derecho cristiano, sino con el derecho natural”.

Libertas praestantissimum, tres años más tarde, en 1888, contenía este pasaje fundamental que vincula la obligación cultual al bien común al que está ordenada la Ciudad: “Es Dios quien ha hecho al hombre sociable y quien le ha colocado en medio de sus semejantes, para que las exigencias naturales que él por sí solo no puede colmar las vea satisfechas dentro de la sociedad. Por esto es necesario que el Estado, por el mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como Padre y autor y reverencie y adore su poder y su dominio. […] Siendo, pues, necesaria en el Estado la profesión pública de una religión, el Estado debe profesar la única religión verdadera, la cual es reconocible con facilidad, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como grabados los caracteres distintivos de la verdad. Esta es la religión que deben conservar y proteger los gobernantes, si quieren atender con prudente utilidad, como es su obligación, a la comunidad política”.

Esto, evidentemente, con el objetivo de preservar el cristianismo, que antes había que conservar y hoy hay que restaurar. Que el gobierno de la Ciudad tenga el deber de rendir culto público a Dios con todo lo que ello conlleva forma parte de la ley natural, algo que fue sintomáticamente ignorado por Jacques Maritain en su segunda etapa, la del humanismo integral (Cerf, 1936), una década después de Quas primas. Renunciando al ideal de una cristianismo “sagrado”, quería promover, en el contexto de los años '30, contra los totalitarismos, una “cristianismo natural” identificado con una democracia pluralista en la que no sería la regla de la mayoría la que se elevaría al rango de regla suprema del bien y del mal, sino “la ley moral superior en virtud de la cual los hombres están obligados en conciencia a lo que es justo y bueno”. En otras palabras, se establecería un cristianismo natural con todos los hombres de buena voluntad, contentándose con el respeto de la ley natural, pero una ley natural privada de la obligación del Estado —que seguiría siendo una democracia pluralista (libertad religiosa)— de rendir culto a Dios.

Este es el horizonte de la declaración sobre la libertad religiosa del concilio Vaticano II, explicada en los textos posconciliares que tratan de política. Así, la Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de 24 de noviembre de 2002, presenta la no confesionalidad del Estado como una evidencia: “La promoción consciente del bien común de la sociedad política no tiene nada que ver con el 'confesionalismo' o la intolerancia religiosa” (n. 6). Sin embargo, dice la Nota, esta sociedad política debe respetar la moral: “Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política con respecto a la esfera religiosa y eclesiástica —pero no con respecto a la esfera moral—, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de la civilización ya alcanzado. La sociedad política debe ser laica y moral, una moral que se reduce, a grandes rasgos, a la moral conyugal, llamada moral de la vida”.

La ley natural así entendida queda mutilada de la obligación que tiene el Estado de reconocer a Dios y puede conjugarse con su laicidad. Ciertamente, el término laicidad puede tener una acepción perfectamente admisible, aunque peligrosa de utilizar, y significar la autonomía de la Iglesia y del Estado. Pero su acepción estricta y habitual es la no confesionalidad del Estado y, sobre todo, la libre circulación del error religioso. Cuando Pío XII intentó una arriesgada recuperación del término “laicidad” precisamente en el sentido de distinción entre lo religioso y lo político, se cuidó de recordar al mismo tiempo que se trataba de una “laicidad” que implicaba la necesaria unión entre la Iglesia y el Estado: “Como si una laicidad tan legítima y sana del Estado no fuera uno de los principios de la doctrina católica; como si no fuera una tradición de la Iglesia esforzarse continuamente por mantener separados, pero también siempre unidos, según los principios justos, los dos poderes” (Discurso del 23 de marzo de 1958). Pero entendida en el sentido habitual de neutralidad de principio del Estado, la laicidad no solo no es “sana”, sino que es una imposibilidad por naturaleza para una sociedad política digna de ese nombre, una monstruosidad.

Porque, en su propio orden, el orden natural, la sociedad política exige el gobierno de Dios y de su ley y, por consiguiente, el reconocimiento de Dios y de su ley. El pensamiento maritainiano, que acabamos de mencionar, inspiró en gran medida a Pablo VI. El texto conciliar sobre la libertad religiosa se aleja así de la definición del hombre en relación con la sociedad querida por Dios: la persona humana, sujeto religioso a título individual, sería creada fuera de la sociedad, fuera del suelo, por así decirlo, y se encontraría ciertamente siempre situada en una comunidad política, pero de forma accidental, ya que esta sociedad es por definición neutral.

De hecho, esta desviación que afecta a la comprensión de la naturaleza del hombre proviene de la pulverización individualista de la ciudad tradicional llevada a cabo por la Revolución Francesa. El pensador que, después de esta Revolución y en contra de ella, más insistió en este carácter necesariamente religioso de la sociedad política, sin que ello la confundiera con la sociedad religiosa, la Iglesia, fue Louis de Bonald. Para él, Dios está presente en esta polis que fue creada al mismo tiempo que los hombres: “Dios es la voluntad general conservadora de la sociedad interior de las inteligencias de la que forma parte” [3]. Sociedad necesaria, en efecto, ya que es medio y fin de la acción moral de estas inteligencias, es decir, de la acción según la razón. Comprender el bien común que persigue esta sociedad primordial —la sociedad política—, es decir, hacer que sus miembros vivan según el bien, permite también comprender que Dios y los magistrados son sus “poderes conservadores”, según la expresión de Bonald. No solo traicionaría sus deberes esenciales al apartarse de Dios, sino que provocaría la desintegración de su naturaleza. Dejaría de existir como sociedad política natural en la medida en que su neutralidad le quitaría su “voluntad general de existir”.

* * *

El mensaje de Quas Primas era perfectamente audible hace un siglo en varios países, cuyo destino consolidó o cambió, pero parece estar a años luz de la sociedad occidental en la que vivimos. Entonces, “¿qué hacer?” en esta sociedad, según la pregunta de Lenin. ¿Qué hacer para vivir en una democracia moderna, qué hacer para preparar una “salida” de esta democracia? Para reflexionar sobre ello, tal vez sea bueno compararnos, en igualdad de condiciones, con los disidentes de las sociedades comunistas anteriores a 1989, otra forma de democracia nacida de la Revolución. El checo Václav Benda, seguido por otros pensadores disidentes, acuñó para ellos el concepto de “polis paralela”, que abarcaba la creación de estructuras políticas, económicas e informativas paralelas a las del orden establecido, con el fin de sobrevivir y preparar la sustitución del régimen tiránico en el poder.

Ciertamente, se puede discutir el concepto de “polis paralela”, en la medida en que busca la organización de islotes supuestamente autónomos, pero lo que es más discutible es la inspiración, en definitiva liberal, de su proyecto de resistencia a la opresión comunista, que hizo que los gobernantes del Este de la primera generación tras la caída del Muro, Václav Havel y Lech Wałęsa, vieron cómo sus proyectos se disolvían en la democracia liberal. No obstante, la cultura de la disidencia, la organización de una supervivencia expresamente inconformista, especialmente en el ámbito educativo y religioso, como preparación a largo plazo para “salir” de la situación actual, son formas de acción que hoy en día pueden inspirarse en la doctrina de Quas primas.

Notas:

[1] De Regno, l. 2, c. 3, en Michel Nodé-Langlois, Penser le politique, Dalloz 2015, p. 100.

[2] Con la famosa frase de la Carta encíclica sobre Le Sillon del 25 de agosto de 1910: “No se edificará la ciudad de otro modo del que Dios la ha edificado; no se edificará la sociedad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no se inventará ni la ciudad nueva se edificará en las nubes. Ha sido y es la civilización cristiana, es la ciudad católica”.

[3] Louis de Bonald, Théorie du pouvoir politique et religieux, reproducción Essai, p. 92.

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