domingo, 27 de julio de 2025

PÍO X SOBRE LA DIGNIDAD SACERDOTAL

“Grande es la dignidad sacerdotal, pero grande también es su ruina si no es fiel a sus deberes, porque, por desgracia, es cierto que la corrupción de los buenos es algo terrible”

Por Marian T. Horvat, Ph.D.


Estas fueron las palabras del Papa San Pío X a los sacerdotes sobre la necesidad de la dignidad y el decoro sacerdotal a principios del siglo pasado:

“Para no ser nunca culpable de ningún acto poco edificante, el sacerdote debe regular sus acciones, movimientos y hábitos en armonía con la sublimidad de su vocación. Quien en el altar casi deja de ser mortal y asume una forma divina, permanece siempre igual, incluso cuando desciende del monte santo y abandona el templo del Señor. Dondequiera que esté, dondequiera que vaya, nunca deja de ser sacerdote, y las serias razones que lo obligan a ser siempre serio y apropiado lo acompañan con su dignidad en todas partes.

Por lo tanto, debe tener esa gravedad que asegure que sus palabras, su porte y su manera de obrar susciten amor, se ganen autoridad y susciten reverencia. Porque las mismas razones que lo obligan a ser santo le obligan a mostrarlo con sus actos externos para edificar a todos aquellos con quienes tiene que entrar en contacto. Una apariencia serena y digna es una elocuencia poderosa que conquista almas con mucha más eficacia que los sermones persuasivos. Nada inspira mayor confianza que un eclesiástico que, sin olvidar jamás la dignidad de su estado, demuestra en cada situación esa seriedad que atrae y se gana el homenaje universal.

Si, por el contrario, olvida la santidad del carácter sagrado que lleva indeleblemente impreso y grabado en su alma, y si no muestra en su conducta exterior una seriedad superior a la de ciertos hombres del mundo, entonces hace que su ministerio y la propia religión sean despreciados. Porque cuando falta seriedad en sus líderes, el pueblo les pierde el respeto y la veneración” (1).

Estos comentarios de Pío X a los sacerdotes reflejan la enseñanza habitual de la Iglesia desde la época de San Pedro hasta el concilio Vaticano II. En lugar de analizar esta advertencia visionaria, apliquemos las palabras del Pontífice a las imágenes que presentamos en este artículo.


En esta primera imagen del año 1968, poco después de la clausura del Vaticano II, comenzaron a hacerse evidentes los primeros efectos nocivos de la secularización del clero. Dos sacerdotes franceses y una monja están en un bar demostrando su adaptación al mundo moderno. El hombre en el extremo izquierdo de la foto, con quien el padre X conversa, parece mostrar sorpresa y desconfianza al ser abordado por un sacerdote en estas circunstancias. Su sospecha es la de alguien que podría estar pensando: “¿Qué hacen aquí estos religiosos? Este es un lugar para mí, no para sacerdotes y monjas”.

No debería sorprendernos que censurara la actitud del clérigo. La escena nos recuerda las palabras de Pío X, quien dijo que si un sacerdote olvida la santidad de su carácter sagrado y no muestra en su conducta exterior una seriedad superior a la de los hombres del mundo, “entonces hace que se desprecie su ministerio y la religión misma”.


Por el contrario, en esta foto se puede observar a un joven clérigo, erguido, serio, vestido con dignidad, sentado con porte noble, seguridad y dignidad en una silla majestuosa. La posición de las manos, cerradas con serenidad pero firmeza, expresan la energía que debe tener un buen sacerdote para dirigir las almas y combatir los errores. El rostro, que también refleja un aire de serenidad, es el rostro de un hombre que no teme a nada. Los ojos reflejan a un hombre acostumbrado a afrontar la triste realidad de este valle de lágrimas y una confianza extrema en una fuerza muy superior a la suya, que es la fuerza de la gracia de Dios.

El joven de la foto es Giuseppe Sarto (futuro Papa San Pío X), el mayor de los ocho hijos de un cartero de pueblo y su esposa costurera, como vicario parroquial de Tombolo, Italia.

James Keheler, 23 de agosto de 2002

Ahora les pido que dirijan sus ojos a la imagen superior, tomada del periódico diocesano de Kansas, y verán al arzobispo James Keheler tratando de parecer moderno, uniéndose al “canto de alabanza” e imitando el baile de algunos jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud de aquel año.

Los gestos de baile del prelado parecen tan torpes y ridículos que, aunque está haciendo todo lo posible por ser uno de los jóvenes, está claro que no encaja en este papel. En lugar de despertar simpatía, como sin duda pretendía, su adaptación al baile revolucionario moderno lo convierte en objeto de burla y causa tristeza en el espectador, que se pregunta: “¿Por qué un príncipe de la Iglesia actúa así?”.

Es un mito progresista que el sacerdote genera adhesión a la “buena nueva del Evangelio” imitando a la juventud moderna de hoy. El Papa Pío X da palabras de sabiduría perenne sobre cómo el sacerdote se ganará el verdadero respeto y veneración:

“Si el mundo moderno, infiel, ha despojado al sacerdote de ese halo de veneración con el que antes estaba coronado, es más que necesario que en nuestros tiempos, con su porte, se gane de nuevo el respeto del pueblo por su alta dignidad y decoro. Tanto más cuanto que la experiencia nos enseña que el mundo… se escandaliza no solo por las más mínimas fallas que observa en los eclesiásticos, sino incluso por sus acciones más inocentes cuando estas no llevan el sello de esa gravedad que tiene derecho a esperar de ellos…

Así, os recomendamos la gravedad sacerdotal… Con San Ambrosio os digo: 'Nihil in sacerdote commune cum multitudine'” (2) [Que nada en el sacerdote se asemeje a la multitud común].


Arriba, podemos observar a un hombre con una mentalidad diferente. Siempre consciente de su misión como Príncipe de la Iglesia, vistiendo su sotana episcopal, símbolo de su dignidad. Alrededor de su cintura se encuentra el hermoso cíngulo de seda, símbolo de la continencia. En la cabeza lleva el zucchetto, que indica su condición de obispo. Como corresponde a la importancia de su función, también viste un manto majestuoso, señal de que, como pastor, protege a sus ovejas de los peligros del mundo y de la exposición al mal.

En su mano sostiene su birrete episcopal. Una hermosa cadena de oro sostiene elegantemente su cruz pectoral, relicario de la Vera Cruz, que le recuerda que debe mantener la cruz cerca de su pecho. En síntesis, todo ese hombre es un símbolo de su elevada misión.

En la postura de sus brazos, se percibe una gran calma y seguridad. En su rostro se percibe una profunda honestidad y seriedad ante Dios y ante sí mismo, así como una visión plena del mal que lo rodea a él y a la Santa Iglesia. Su fisonomía expresa tristeza por ese mal y, al mismo tiempo, la determinación de dedicar su vida a combatirlo. Es un rostro amable, pero sin el sentimentalismo blando de los débiles.

Una vez más, vemos a Giuseppe Sarto, obispo de Mantua, quien ofrece un ejemplo vivo de sus sabios consejos sobre la dignidad y el decoro sacerdotal.

 Karol Wojtyla, 27 de enero de 1979

Ahora observemos la imagen superior. Muestra a un hombre con sotana haciendo un gesto humorístico para provocar risas: gesticula, como haría un niño para entretener a sus amigos. Disfruta de las risas que provoca su travesura, ante la sorpresa de los espectadores al ver al vicario de Cristo haciendo el payaso.

El hombre es Juan Pablo II en un momento de relax, entreteniendo a los fotógrafos en 1979.

Sería imposible imaginar semejante gesto de payaso en el Papa Pío X, incluso si no estuviera revestido de la majestuosidad de la pompa papal. 


Tras él se ve el trono pontificio. Lleva la triple corona y en su dedo luce el Anillo del Pescador con una hermosa esmeralda. Sobre sus hombros, viste el solemne manto papal. Todo esto irradia el esplendor y la dignidad del Papado que existía en la Santa Iglesia antes de que el Vaticano II comenzara a relegar estos símbolos a los armarios y museos.

El Papa, en posición de bendecir, nos mira como si dijera estas breves palabras: “Mi misión está cumplida. He combatido la buena batalla”.

Todo lo que el hombre de las dos primeras fotos tenía en potencia se realizó luego en su plenitud. Actuó ante Dios y ante los hombres, con la única preocupación de defender y glorificar a la Iglesia Católica. Había aplastado al enemigo, el modernismo; había tomado todas las medidas posibles en su breve pontificado para favorecer el bien y frustrar el mal. Con serenidad, con una calma inquebrantable, denunció y condenó el mal dondequiera que lo viera.

En su rostro se percibe el mismo coraje, la misma determinación, la misma seriedad que en las demás fotos. Pero también hay más tristeza, más paz y una soledad absoluta, la soledad de un santo en una época revolucionaria. Se vislumbra el significado de sus palabras: “De gentibus non est vir mecum” [Entre todos los pueblos, no hay un solo hombre conmigo].

¿Qué veía con esa mirada triste y profunda? ¿Acaso vislumbraba algo de la crisis que sacudiría a la Iglesia Católica con el concilio Vaticano II y sus consecuencias? ¿Quién sabe?

Sin duda, sus urgentes palabras a los sacerdotes cobran especial significado hoy, digno de reflexión y recuerdo: 

“Grande es la dignidad sacerdotal, pero grande también es su ruina si no es fiel a sus deberes, porque, por desgracia, es cierto que la corrupción de los muy buenos es algo terrible. Optimorum corrupción, teterrimum”.

Notas:

1)  Recipe for Holiness: St. Pius X and the Priest, (Lumen Christi Press, Houston: 1970), “Dignity and Propriety”, pp. 81-2.

2) VI. Epístola ad Ireneo, en ibid., pp. 82-3.
 

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