viernes, 23 de mayo de 2025

IGLESIAS DESCRISTIANIZADAS POR SILENCIAR LOS NOVÍSIMOS: EL INFIERNO

Hoy recordaremos las enseñanzas fundamentales que sobre el infierno la Iglesia nos da.

Por el padre José María Iraburu


Recordemos la fe católica sobre el Infierno. Lo haré brevemente, porque así como del Purgatorio y del Cielo tenemos un buen número de imágenes verbales suministradas por el mismo Cristo, acerca del Infierno, aunque habló de él con notable frecuencia, fue mucho más sobrio a la hora de describirlo.

Comenzaré recordando las enseñanzas fundamentales que sobre el infierno la Iglesia nos da.

El Juicio particular

Nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que “cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, —bien a través de una purificación (purgatorio)… —bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo… o —bien para condenarse inmediatamente [en el infierno] para siempre*” (*Concilio ecuménico de Lyon, 1274, Denzinger 858; Benedicto XII, 1336, Const. Benedictus Deus, Denz 1002; Concilio ecuménico de Florencia, 1445, Denz 1306; Congregación de la Fe, 17/05/1979; Catecismo, 1032)” (1022).

El infierno

“Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno” (Catecismo 1033).

“La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte, y sufren allí las penas del infierno, ‘el fuego eterno’. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira” (Cat. 1035).

Jesucristo, por amor a los hombres, les avisa del peligro de condenación

Y lo hace precisamente porque su Evangelio es “la epifanía del amor de Dios hacia los hombres” (Tit 3,4). Les predica las maravillas de Dios, de la gracia, de la caridad y de las cien bendiciones que de ella se derivan. Pero también les avisa de la posibilidad del infierno porque es un peligro gravísimo, ignorado o negado por muchos.

Cristo en cambio lo conoce perfectamente, mejor todavía que San Juan Bosco y que el santo Cura de Ars. Y dice: “Si no hiciéreis penitencia, todos moriréis igualmente” (Lc 13,3). Les avisa y les exhorta: “Entrad por la puerta estrecha, porque la puerta que conduce a la perdición es ancha, y el camino espacioso, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y qué pocos son los que la encuentran!” (Mt 7,23-14).

Habla claro. Y sin embargo, cuántos caminan tranquilamente por un camino que de suyo lleva a una condenación eterna, sin que nadie les avise. Es urgente deber de caridad descubrirles la verdad de su situación. Pero actualmente, en las Iglesias descristianizadas, son muy pocos los predicadores que mencionen la posibilidad del infierno… No están muy seguros en la fe, y además les da miedo: temen ser rechazados. Y los padres con los hijos, lo mismo.

Cristo avisa del infierno en casi todas sus predicaciones

“Jesús habla con frecuencia de la ‘gehenna’ y del ‘fuego que nunca se apaga’, reservado a los que hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse… Jesús anuncia en términos graves que ‘enviará a sus ángeles… que recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo’ (Mt 13,41-42) (Cat. 1034).

En el Evangelio de San Mateo, por ejemplo, Cristo llama al infierno gehenna (5,29-30; 10,28; 23,15. 33), fuego inextinguible (3,12; 5,22; 13,42. 50; 18,9; 25,41), castigo eterno (25,46), donde hay tinieblas (8,12; 22,13; 25,30) y lamentos horribles (13,42. 50; 24,51). Y muchas parábolas de Jesús llevan como trasfondo final la posibilidad del cielo o del infierno: trigo y paja (3,12), trigo y cizaña (13,37-43), peces buenos y malos (13,47-50), ovejas y cabritos (25,31-46), vírgenes prudentes o necias (25,1-13), invitados adecuada o inadecuadamente vestidos (22,1-14), siervos fieles o perezosos (24,42-51), talentos negociados o desperdiciados (25,14­30).

Y con varias expresiones, los cuatro Evangelistas avisan de salvación o condenación. Por ejemplo: sarmientos que permanecen o no en la vid (Jn 15,1-8); “éste está destinado para ruina y resurrección de muchos” (Lc 2,34). (+Mt 13,15; 19,17; Lc 1,53; 12,20; 12,58-59; 13,8-9; 13,34-35; Jn 10,9-10) etc.

En fin, consideren atentamente el dato que sigue. Tomando el conjunto de los cuatro Evangelios, son más de 52 los textos explícitos, distintos, testificados cada uno de los 52 por uno o varios evangelistas, en los que Cristo anuncia salvación o condenación. Eso significa que nuestro Salvador predicaba casi siempre dando a su Evangelio un claro fondo soteriológico… 

Los Apóstoles siguen la misma predicación de Cristo sobre el infierno

Ascendido Cristo a los cielos, la predicación evangelizadora de los Apóstoles a los judíos y a los gentiles continuó fielmente la misma predicación de Cristo, de claros acentos soteriológicos, como se refleja en los escritos, Evangelios y Cartas, que nos dejaron.

Pero en sus predicaciones a los ya cristianos, lógicamente, no insistieron con la mismo frecuencia en el peligro inmenso del infierno, pues eran hombres renacidos en la verdad y la gracia:
“vosotros sois edificados en casa espiritual y sacerdocio santo… vosotros, los creyentes… sois linaje elegido, sacerdocio real, pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable… que ahora sois pueblo de Dios” (1Pe 2,5-10).
Sin embargo, sí emplearon el lenguaje duro y amenazante en algunos casos, cuando veían en algunos bautizados escándalos tan graves, que debían ser corregidos con publicidad y energía (cf. Rm 2,6-9; 1Cor 6,9-10; Gál 6,7-8; 2Tes 1,7-9; Heb 10,26-31; 2Pe 2; Judas 5,23; Ap 20,10; 21).

El temor del infierno ayuda a la vida santa

Un santo temor del infierno ha de estar integrado en la espiritualidad cristiana, siempre moderado por la confianza en la misericordia de Dios. Jesucristo nos lo enseñó: “Temed a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna” (Mt 10,28). Debe la Iglesia mantener viva su Palabra.

El temor de Dios es uno de los dones del Espíritu Santo. Lo define Santo Tomás como un hábito sobrenatural por el que el cristiano, por obra del Espíritu Santo, teme sobre todas las cosas pecar, ofender a Dios, separarse de Él, y desea someterse absolutamente a la voluntad divina (cf. STh II-IIm19). Incluye, por supuesto, un especial horror al infierno, por ser éste una separación total y definitiva de Dios. Ya Israel, en el Antiguo Testamento, unía temor y amor: “Israel, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? Que temas al Señor, tu Dios, que sigas sus caminos y que lo ames” (Dt 10,12)

El que no teme la condenación del infierno, sea porque no cree que éste exista, o porque el miedo le prohíbe pensar en él, o porque espera que “todos, todos” los hombres alcanzarán la salvación por ser infinito el amor de Dios, no cree en Cristo, no da crédito a sus palabras divisoras: “Los que han obrado el bien para la resurrección de la vida, y los que han obrado el mal para la resurrección del juicio” (Jn 5,29)…

El cristiano que, sobre todas las cosas, quiere guardar su vida bajo el amparo del Altísimo, haciendo su voluntad, tiene en el amor a Dios su causa fundamental: pero el temor al infierno, aunque sea un estímulo de segundo grado, es una ayuda enseñada por Cristo.

El temor del infierno, estímulo para las misiones y el apostolado

El temor del infierno debe alejarnos de todo pecado, debe afirmarnos en la caridad, amando a Dios sobre todas las cosas, llegando al martirio si es preciso. Y al mismo tiempo, motiva profundamente el celo por la salvación de los hombres. No queremos que se pierdan eternamente. No lo quiere Dios: “Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,3-4). No quiere que sus hijos renieguen de Él y se pierdan eternamente.

“Desaparecido” el Infierno de las Iglesias descristianizadas, cesa prácticamente el celo por la salvación de los hombres, el mismo celo que activa el apostolado de los laicos, el que en las misiones mueve a sacerdotes, religiosos y laicos a la entrega de sus vidas. Lo vemos hoy con nuestros ojos. Cuando –no se cree en el Infierno, en una posible condenación eterna, –ni en Cristo como Salvador único del mundo –pues “todas las religiones conducen a Dios”–, –ni en la Iglesia como “sacramento universal de salvación”… disminuye en las misiones la evangelización, sustituida por el “diálogo interreligioso” y la dedicación caritativa a obras benéficas. Cesan, pues, las misiones en su misión específica, y al mismo tiempo cesa el apostolado de los laicos.

El celo apostólico y misionero para salvar a los hombres

San Ignacio enseña al principio de sus Ejercicios Espirituales: “El hombre ha sido criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma”. Salvar su alma, y co-laborar con Cristo en la salvación de los hombres. Su finalidad más principal es glorificar a Dios (doxología) y salvar a los hombres (soteriología). Son dos fines que se exigen y potencian entre sí.

Cuando la fe en el infierno se debilita o desaparece –como hoy sucede en Occidente–, se debilita a desaparece el “ad maiorem Dei gloriam”, no hay celo evangélico para que la gloria de Dios ilumine todas las naciones, y decae igualmente el celo por la salvación de los hombres. El demonio y el infierno desaparecen. No son ya realidades verdaderas, seguras, como para poder predicarlas. Entre los mismos creyentes hay quienes las niegan, y muchos las ignoran, lo que viene a ser lo mismo.

Veamos ahora en los máximos modelos cristianos el celo apostólico que expresan en su combate por librar del infierno a los hombres.

Jesucristo. Su predicación fue una epifanía de la caridad, una llama viva que iluminaba las mentes y encendía los corazones. Pero, como ya hemos visto, en casi todas sus predicaciones incluía el aviso contra el infierno, tratando de “arrancarlos del fuego” (Judas 23). Veamos en algunos santos ese mismo espíritu.

San Pablo. Él mismo nos dice lo que Cristo le encomendó al enviarlo como apóstol: “Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados” (Hch 26,18). Fue enviado para glorificar a Dios y “salvar” a los hombres del infierno, haciéndolos hijos de Dios por la palabra, el agua y el Espíritu. Y en el desarrollo de su misión, hubo de sufrir innumerables cruces, que revelan el precio, la necesidad, la urgencia de llevar el Evangelio a los hombres:

Muchos trabajos, prisiones, azotes, peligros de muerte. Cinco veces recibió de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fue azotado con varas, sufrió un apedreamiento y tres naufragios, … muchas veces se vio en peligro de ríos, ladrones, judíos, gentiles, pasó hambre y sed, ayunos frecuentes, frío y desnudez, etc. (cf. 2Cor 11,23-28). Todo era poco por llevar la salvación a la humanidad perdida “en tinieblas y sombras de muerte” (Lc 1,19).

San Francisco de Javier, formidable Patrón de las Misiones católicas. De sus 46 años de vida (1506-1552), pasó 12 en misiones (1531-1552). Doce años de innumerables viajes, trabajos y peligros, que atravesó, incansablemente, encendido por la caridad a Dios y a los hombres… “En esto está la vida eterna, en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3). Entrega su vida por amor a Dios, por amor a Cristo, y por amor a los hombres, para que se libren del pecado, del demonio y del infierno. También él, como su divino Maestro, en casi todas sus predicaciones revela la posibilidad de la salvación o de la condenación, del cielo o del infierno, como finales de la vida de los hombres. Estando en Cochín (Kerala, India), en 1544, escribe a sus compañeros SJ residentes en Roma una carta conmovedora.
“Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los Estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ¡Cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y ven al infierno por la negligencia de ellos!… Me temo que muchos de los que estudian en universidades estudian más para con las letras alcanzar dignidades, beneficios, obispados” que en procurar la salvación de las gentes… Cuántos mil millares de gentiles se harían cristianos, si hubiese operarios”…
Viajó tanto en esos 12 años de misión, que apenas podía aprender la lengua de donde estaba, y normalmente necesitó verse ayudado por un hermano traductor. Mandaba traducir a la lengua del lugar oraciones y algunos textos de Catecismo. Y en tales casos, añadía a los textos leídos por el traductor, “una amonestación que sé [de memoria] en su lengua, en la cual les declaro qué quiere decir cristiano, y qué cosa es paraíso, y qué cosa infierno, diciéndoles cuáles son los que van a una parte y cuáles a la otra”. A quienes creían ese núcleo mínimo del Evangelio –Cristo-cielo-infierno–, como ministro sagrado del Salvador, los bautizaba.

Santa Teresa de Jesús (1515-1582), gran doctora de la Iglesia. Tuvo una visión del infierno que le aprovechó mucho en su vida espiritual (Vida 32), y que le estimuló grandemente al apostolado misionero en favor de las almas: “Por librar una sola de tan gravísimos tormentos pasaría yo muchas muertes de muy buena gana” (Vida 32,6; +6Moradas 11,7)… Ninguno de los dos grandes estímulos obran en quien no cree en el infierno o nunca piensa en él.

San Juan María Vianey, Cura de Ars (1786-1859).

Fue un sacerdote muy humilde y santo. Orante y mortificado, entregado a su vida pastoral, muchas horas confesor cada día, atrajo a miles de peregrinos de Francia y de Europa, atraídos por su santidad, creador de la escuela internado para niñas “La Providencia”, experto en innumerables combates contra el Demonio bien verificados –a veces era él quien atormentaba al demonio con sus desprecios… “¡El muy bestia! Está rabioso. Tanto mejor”–, poco más de dos horas de sueño, amable, afable, con sentido del humor, convirtió en pocos años al Ars descristianizado, en Ars cristiano.

Predicaba con frecuencia, con una sencillez alegre y con ejemplos elocuentes. Pero algunas veces, cuando se daban ciertas persistencias en lo malo, no dudaba en advertir severamente que, si no dejaban ciertos caminos de perdición, podrían caer ahora en grandes miserias, y finalmente en castigos eternos del infierno.
“Pobres gentes, ¡qué desgraciados sois!… Seguid vuestro camino. ¡Seguid, que no podéis esperar sino el infierno!… La fe abandona sus corazones; sus intereses vienen a menos, con lo que se hacen doblemente desgraciados”. –Con la fuerza y el atrevimiento que le da la caridad, llama con insistencia a los pecadores, “que arrastran por todas partes sus cadenas y sus infiernos” (Francisco Trochu, pbro., Vida del Cura de Ars, Ed. Litúrgica Española, Barcelona 1958, 3ª ed. 1953, pgs. 166-167, 700 pgs.).
¿Qué hubiera sido del cristianismo si éstos y otros autores, falsificando el Evangelio de Cristo, hubieran evitado mencionar al Demonio y al Infierno, como si no existieran? Es impensable. Tal silenciamiento es ciertamente contrario a las Sagradas Escrituras, es diabólico. “Revestíos con la armadura de Dios, para poder afrontar las asechanzas del diablo, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino… contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire” (Ef 6,11-12).

Consideren hoy los planteamientos reformistas, los temas considerados más urgentes para “la renovación de la Iglesia” (!), los Catecismos, las Homilías… Y allí donde consideren que se dan los señalados silenciamientos en forma generalizada, concluyan que están ante Iglesias descristianizadas. Con las consecuencias que conocemos.

“Los cristianos” no-practicantes ignoran la gravedad de su opción

La unión con Cristo se realiza en los cristianos fundamentalmente por la caridad, el cumplimiento de sus mandatos y la Eucaristía.

–“Si guardaréis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15,10). “Sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (15,14). –“El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (6,56). Y “si no coméis la carne del Hijo del hombre, no tendréis vida en vosotros” (6,53). –“Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permanece en la vid, tampoco vosotros, si no permanecierais en mí… El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan” (Jn 15,1-89). –El que deja “el camino estrecho que lleva a la vida”, y prefiere caminar por “el camino ancho que lleva a la perdición”, parece ignorar la gravedad de su acción: Ha tomado un camino que conduce a la muerte, a la muerte eterna. “Ancho es el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que por él caminan… ¡Qué angosto es el camino que lleva a la vida! Y qué pocos entran por él” (Mt 7,13-14).

El cristiano no practicante, habitualmente, no guarda los mandamientos de Cristo –por ejemplo, no Misa dominical, no comunión eucarística, no confesión en sacramento, sí matrimonio anticonceptivo, etc.–. ¿Persistiría en su condición de no-practicante si algún creyente –el sacerdote es el más indicado– le transmitiera los avisos que con todo amor quiere darle Cristo?…

Los no-practicantes deben conocer las verdades que nos da Cristo. Todas… Si las conocieran, serían muchos menos. Estarían mucho menos tranquilos en sus posiciones. Pero las verdades de la fe que en su situación más necesitan no se las dice nadie, o casi nadie. Y por ese silencio maligno de poca fe –que en su grado actual, no se había dado antes de llegar a las Iglesias descristianizadas–, permanecen en sus horizontes mentales, ajenos a la posibilidad/probabilidad de acabar en el Infierno. Y son tantos…

* * *

Sabemos por Cristo que Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4; +2Pe 3,9). Y el Hijo de Dios, haciéndose hombre, no ha podido hacer más para que se cumpla esa voluntad del Padre, que es la suya. Y para ello nos ha revelado el buen camino que lleva al cielo y el malo que conduce al infierno, asistiéndonos con su gracia, para que caminemos por el bueno, que es Él mismo, “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,8). “Nadie va al Padre si no por mí” (Jn 14,6).

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