Por Monseñor de Segur (1868)
En todos los siglos, desde el principio del mundo, ha sido necesario confesarse para obtener el perdón de los pecados. Adán, el primer pecador, no fue perdonado hasta después que hubo confesado de palabra, con humildad y contrición, la gran falta que acababa de cometer. Yo he comido del fruto prohibido, dijo Adán; he aquí la Confesión. Eva igualmente manifestó su falta antes de ser absuelta. Yo también he comido del fruto.
Caín no quiso confesarse: “¿Qué has hecho de tu hermano?” le preguntó el Señor. “Mi pecado es demasiado grande para que me sea por Dios perdonado”, respondió el miserable. Y entonces fue maldito por su obstinación; y huyó de la presencia del Señor, viviendo errante sobre la tierra como un réprobo que lleva sobre sus espaldas el divino anatema.
Entre los judíos de la ley antigua era también obligatorio el confesarse como nosotros lo hacemos ahora, esto es, oral y detalladamente, antes de ofrecer el sacrificio y obtener la remisión de los pecados. Esta obligación la hallamos frecuentemente mencionada en los sagrados libros de Moisés; de manera que podemos decir que la Confesión ha sido siempre la señal distintiva de la verdadera religión.
Nuestro Señor Jesucristo ha elevado la Confesión a la dignidad de Sacramento, estableciendo en su Iglesia un rico e inagotable manantial de salud y consuelo, un refugio para los pobres pecadores, y un sostén para la debilidad humana. Él mismo recibió la Confesión y absolvió a muchos pecadores, entre otros la mujer adúltera que se quedó sola con él en el Templo, la enferma con el médico, la más grande miseria con la misericordia más grande; ella declaró su falta con arrepentimiento y Jesús le dijo con suma dulzura: “Vete en paz; tus pecados son ya perdonados”.
Sus Apóstoles, sus primeros sacerdotes, fueron también los primeros confesores, pues vemos a san Pablo y sus compañeros en una de sus misiones en Éfeso, conmover tan vivamente el corazón de los fieles que muchos de ellos venían a confesar y declarar sus acciones.
En las catacumbas de Roma y en los monumentos de los primeros siglos del Cristianismo se encuentran señales tan frecuentes e inequívocas de la Confesión, que el historiador protestante Gibbon se ve obligado a confesar, a pesar de su odio a la religión, que ningún hombre instruido puede resistirse al peso de la evidencia histórica, la cual manifiesta que la Confesión ha sido uno de los principales puntos de la doctrina papista, esto es católica, durante el período de los cuatro primeros siglos. Y habla solamente de los cuatro primeros siglos, porque desde el quinto está ya fuera de cuestión su existencia.
Esta declaración tan explícita de un enemigo encarnizado de la Iglesia, nos dispensaría de allegar otras pruebas; sin embargo, añadiremos aquí algunos testimonios tomados al azar de entre la infinidad que podríamos citar, los cuales muestran de una manera clara y patente como la luz del sol, que los primeros cristianos se confesaban igualmente que nosotros. En el primer siglo el Papa san Clemente, bautizado y consagrado por san Pedro, daba esta regla: “Que aquel que aprecia su alma, no se avergüence de confesar a los sacerdotes los sentimientos de envidia y los otros defectos que hayan podido penetrar insensiblemente en su corazón, para que reciba de ellos el remedio por la palabra de Dios -así denomina él la absolución- y por sus saludables avisos”. En aquel mismo siglo, y viviendo aun san Pablo, san Dionisio, discípulo de este grande Apóstol y por él ordenado primer obispo de Atenas, dirigía fuertes reproches a un cristiano llamado Demófilo, por haber injuriado brutalmente a un pobre pecador que se había echado a los pies de un sacerdote para confesar sus faltas; “este hombre -dice san Dionisio- rogaba y decía que él había ido allí para buscar un remedio a sus dolencias; y tú, no solamente le has rechazado, sino que hasta te has atrevido a ultrajar insolentemente al buen sacerdote que había tenido compasión de este penitente”. Entre los escritores cristianos del segundo y tercer siglo, el célebre Orígenes, cuya vasta ciencia fue admirada por el mundo entero, habla claramente de la Confesión, y en muchos lugares de sus obras: “Si nos arrepentimos de nuestros pecados, y los confesamos no solamente a Dios, sino también a aquellos que pueden darnos su remedio, estos pecados nos serán perdonados”. Dice más aún: “Cuando el pecador se acusa a sí mismo y se confiesa, vomita su pecado y extirpa la causa de su mal. Pero debéis advertir que cuando queráis confesaros, debéis hacerlo de manera que el médico a quien declaráis la causa de vuestra enfermedad, pueda compadecerse de vuestros dolores y comprender el estado de vuestra alma, a fin de que sea para vosotros un médico inteligente a la par que compasivo que pueda comunicaros sus sabios consejos”.
Tertuliano, que vivía en la misma época, no es menos explícito que Orígenes. Hay muchos -dice -que evitan el penoso trabajo de la Confesión, o que lo aplazan de un día para otro, cuidándose más de su honra mal entendida que de su salvación. Se parecen a los que, teniendo una enfermedad vergonzosa y secreta, procuran ocultarla al médico muriendo así víctimas de su falsa vergüenza. ¿Es preferible por ventura el condenarse ocultando su pecado, a ser purificado de semejante mancha descubriéndola? “A los pies de los sacerdotes -añade- es adonde debe postrarse y humillarse”.
San Cipriano, obispo de Cartago y martirizado en el siglo tercero, habla de los fieles que “van a confesarse con el sacerdote del Dios vivo con sencillez y arrepentimiento, descubren lo más recóndito de su conciencia, descargan su alma del grave peso de sus faltas y buscan el remedio salutífero”. En el tercer siglo fue cuando se instituyeron en toda la Iglesia, como lo atestiguan los dos más célebres historiadores de las Iglesias de Oriente, los Sacerdotes penitenciarios, a fin de que todos los pecadores se confesasen con ellos minuciosa y detalladamente. “Para alcanzar el perdón -dice uno de ellos- es absolutamente necesario confesar su pecado”.
En el cuarto siglo, san Basilio el Grande, obispo de Cesarea en el Asia menor, declaraba que es necesario confesarse con aquellos que tienen a su cargo la dispensación de los divinos misterios, que son los sacerdotes. San Gregorio obispo de Nisa: “que es preciso descubrir sin temor alguno a nuestros confesores, que son nuestros médicos espirituales, los más ocultos secretos de nuestra conciencia”. San Ambrosio, obispo de Milán, en Italia, “que es infructuosa la penitencia que se imponga cada uno por sus pecados aun los más secretos, si no va seguida de la reconciliación y de la absolución que depende del ministerio sacerdotal”. Y el diácono Paulino que escribió la vida de este santo prelado, dice que siempre y cuando se le presentaba un penitente para confesarse, lloraba el virtuoso Ambrosio con tanta vehemencia, que obligaba al pecador a llorar con él. San Agustín, discípulo de san Ambrosio y obispo de Hipona en África, habla con mucha frecuencia de la Confesión en sus innumerables escritos. Responde entre otras a una antigua objeción, recalentada después por los protestantes e incrédulos. “Que nadie diga: yo hago mis penitencias en particular; yo hago penitencia delante de Dios, Dios lo sabe y me perdona…. Pues que, ¿será vano lo que dijo a sus Apóstoles: Todo lo que vosotros desatareis en la tierra, desatado será en los cielos? ¿Le habrán sido dadas en vano a la Iglesia las llaves del paraíso? Vosotros no entendéis el Evangelio; menospreciáis las palabras de Cristo, y os prometéis a vosotros mismos lo que Él os rehúsa y os niega”.
Finalmente, para terminar estas citas irrecusables que podríamos extender hasta lo infinito, mencionaremos las bellísimas palabras del gran Arzobispo de Constantinopla, san Juan Crisóstomo: “Los hombres han recibido un poder que no se ha concedido ni a los ángeles ni a los arcángeles. Jamás se ha dicho a los espíritus celestes: Todo lo que desatareis en la tierra, lo será también en los cielos... Los príncipes de este mundo no pueden atar y desatar más que los cuerpos; el poderío de los sacerdotes se extiende mucho mas allá: llega hasta el alma, y ellos lo ejercen no solo en el bautismo, sino que también perdonando los pecados. No nos avergoncemos pues de confesarles nuestras flaquezas. El que no quiera descubrir sus pecados a un hombre; el que no quiera acudir a la Confesión por vergüenza, será cubierto de ella en el día del juicio a la faz del universo entero”.
Y yo pregunto ahora, ¿no es esto al pie de la letra lo que dicen aun y enseñan los sacerdotes de nuestros días? La fe de la Iglesia ha sido tan invariable en este punto como en todos los demás; y es una cosa evidente para todo hombre de buena fe y recto sentido, que la Confesión ha existido en todos los tiempos, y que en todas las épocas la Confesión hecha a un sacerdote ha sido mirada como una institución divina, y por consiguiente de necesidad absoluta.
03. EN TODOS LOS TIEMPOS HA HABIDO CONFESIÓN
En todos los siglos, desde el principio del mundo, ha sido necesario confesarse para obtener el perdón de los pecados. Adán, el primer pecador, no fue perdonado hasta después que hubo confesado de palabra, con humildad y contrición, la gran falta que acababa de cometer. Yo he comido del fruto prohibido, dijo Adán; he aquí la Confesión. Eva igualmente manifestó su falta antes de ser absuelta. Yo también he comido del fruto.
Caín no quiso confesarse: “¿Qué has hecho de tu hermano?” le preguntó el Señor. “Mi pecado es demasiado grande para que me sea por Dios perdonado”, respondió el miserable. Y entonces fue maldito por su obstinación; y huyó de la presencia del Señor, viviendo errante sobre la tierra como un réprobo que lleva sobre sus espaldas el divino anatema.
Entre los judíos de la ley antigua era también obligatorio el confesarse como nosotros lo hacemos ahora, esto es, oral y detalladamente, antes de ofrecer el sacrificio y obtener la remisión de los pecados. Esta obligación la hallamos frecuentemente mencionada en los sagrados libros de Moisés; de manera que podemos decir que la Confesión ha sido siempre la señal distintiva de la verdadera religión.
Nuestro Señor Jesucristo ha elevado la Confesión a la dignidad de Sacramento, estableciendo en su Iglesia un rico e inagotable manantial de salud y consuelo, un refugio para los pobres pecadores, y un sostén para la debilidad humana. Él mismo recibió la Confesión y absolvió a muchos pecadores, entre otros la mujer adúltera que se quedó sola con él en el Templo, la enferma con el médico, la más grande miseria con la misericordia más grande; ella declaró su falta con arrepentimiento y Jesús le dijo con suma dulzura: “Vete en paz; tus pecados son ya perdonados”.
Sus Apóstoles, sus primeros sacerdotes, fueron también los primeros confesores, pues vemos a san Pablo y sus compañeros en una de sus misiones en Éfeso, conmover tan vivamente el corazón de los fieles que muchos de ellos venían a confesar y declarar sus acciones.
En las catacumbas de Roma y en los monumentos de los primeros siglos del Cristianismo se encuentran señales tan frecuentes e inequívocas de la Confesión, que el historiador protestante Gibbon se ve obligado a confesar, a pesar de su odio a la religión, que ningún hombre instruido puede resistirse al peso de la evidencia histórica, la cual manifiesta que la Confesión ha sido uno de los principales puntos de la doctrina papista, esto es católica, durante el período de los cuatro primeros siglos. Y habla solamente de los cuatro primeros siglos, porque desde el quinto está ya fuera de cuestión su existencia.
Esta declaración tan explícita de un enemigo encarnizado de la Iglesia, nos dispensaría de allegar otras pruebas; sin embargo, añadiremos aquí algunos testimonios tomados al azar de entre la infinidad que podríamos citar, los cuales muestran de una manera clara y patente como la luz del sol, que los primeros cristianos se confesaban igualmente que nosotros. En el primer siglo el Papa san Clemente, bautizado y consagrado por san Pedro, daba esta regla: “Que aquel que aprecia su alma, no se avergüence de confesar a los sacerdotes los sentimientos de envidia y los otros defectos que hayan podido penetrar insensiblemente en su corazón, para que reciba de ellos el remedio por la palabra de Dios -así denomina él la absolución- y por sus saludables avisos”. En aquel mismo siglo, y viviendo aun san Pablo, san Dionisio, discípulo de este grande Apóstol y por él ordenado primer obispo de Atenas, dirigía fuertes reproches a un cristiano llamado Demófilo, por haber injuriado brutalmente a un pobre pecador que se había echado a los pies de un sacerdote para confesar sus faltas; “este hombre -dice san Dionisio- rogaba y decía que él había ido allí para buscar un remedio a sus dolencias; y tú, no solamente le has rechazado, sino que hasta te has atrevido a ultrajar insolentemente al buen sacerdote que había tenido compasión de este penitente”. Entre los escritores cristianos del segundo y tercer siglo, el célebre Orígenes, cuya vasta ciencia fue admirada por el mundo entero, habla claramente de la Confesión, y en muchos lugares de sus obras: “Si nos arrepentimos de nuestros pecados, y los confesamos no solamente a Dios, sino también a aquellos que pueden darnos su remedio, estos pecados nos serán perdonados”. Dice más aún: “Cuando el pecador se acusa a sí mismo y se confiesa, vomita su pecado y extirpa la causa de su mal. Pero debéis advertir que cuando queráis confesaros, debéis hacerlo de manera que el médico a quien declaráis la causa de vuestra enfermedad, pueda compadecerse de vuestros dolores y comprender el estado de vuestra alma, a fin de que sea para vosotros un médico inteligente a la par que compasivo que pueda comunicaros sus sabios consejos”.
Tertuliano, que vivía en la misma época, no es menos explícito que Orígenes. Hay muchos -dice -que evitan el penoso trabajo de la Confesión, o que lo aplazan de un día para otro, cuidándose más de su honra mal entendida que de su salvación. Se parecen a los que, teniendo una enfermedad vergonzosa y secreta, procuran ocultarla al médico muriendo así víctimas de su falsa vergüenza. ¿Es preferible por ventura el condenarse ocultando su pecado, a ser purificado de semejante mancha descubriéndola? “A los pies de los sacerdotes -añade- es adonde debe postrarse y humillarse”.
San Cipriano, obispo de Cartago y martirizado en el siglo tercero, habla de los fieles que “van a confesarse con el sacerdote del Dios vivo con sencillez y arrepentimiento, descubren lo más recóndito de su conciencia, descargan su alma del grave peso de sus faltas y buscan el remedio salutífero”. En el tercer siglo fue cuando se instituyeron en toda la Iglesia, como lo atestiguan los dos más célebres historiadores de las Iglesias de Oriente, los Sacerdotes penitenciarios, a fin de que todos los pecadores se confesasen con ellos minuciosa y detalladamente. “Para alcanzar el perdón -dice uno de ellos- es absolutamente necesario confesar su pecado”.
En el cuarto siglo, san Basilio el Grande, obispo de Cesarea en el Asia menor, declaraba que es necesario confesarse con aquellos que tienen a su cargo la dispensación de los divinos misterios, que son los sacerdotes. San Gregorio obispo de Nisa: “que es preciso descubrir sin temor alguno a nuestros confesores, que son nuestros médicos espirituales, los más ocultos secretos de nuestra conciencia”. San Ambrosio, obispo de Milán, en Italia, “que es infructuosa la penitencia que se imponga cada uno por sus pecados aun los más secretos, si no va seguida de la reconciliación y de la absolución que depende del ministerio sacerdotal”. Y el diácono Paulino que escribió la vida de este santo prelado, dice que siempre y cuando se le presentaba un penitente para confesarse, lloraba el virtuoso Ambrosio con tanta vehemencia, que obligaba al pecador a llorar con él. San Agustín, discípulo de san Ambrosio y obispo de Hipona en África, habla con mucha frecuencia de la Confesión en sus innumerables escritos. Responde entre otras a una antigua objeción, recalentada después por los protestantes e incrédulos. “Que nadie diga: yo hago mis penitencias en particular; yo hago penitencia delante de Dios, Dios lo sabe y me perdona…. Pues que, ¿será vano lo que dijo a sus Apóstoles: Todo lo que vosotros desatareis en la tierra, desatado será en los cielos? ¿Le habrán sido dadas en vano a la Iglesia las llaves del paraíso? Vosotros no entendéis el Evangelio; menospreciáis las palabras de Cristo, y os prometéis a vosotros mismos lo que Él os rehúsa y os niega”.
Finalmente, para terminar estas citas irrecusables que podríamos extender hasta lo infinito, mencionaremos las bellísimas palabras del gran Arzobispo de Constantinopla, san Juan Crisóstomo: “Los hombres han recibido un poder que no se ha concedido ni a los ángeles ni a los arcángeles. Jamás se ha dicho a los espíritus celestes: Todo lo que desatareis en la tierra, lo será también en los cielos... Los príncipes de este mundo no pueden atar y desatar más que los cuerpos; el poderío de los sacerdotes se extiende mucho mas allá: llega hasta el alma, y ellos lo ejercen no solo en el bautismo, sino que también perdonando los pecados. No nos avergoncemos pues de confesarles nuestras flaquezas. El que no quiera descubrir sus pecados a un hombre; el que no quiera acudir a la Confesión por vergüenza, será cubierto de ella en el día del juicio a la faz del universo entero”.
Y yo pregunto ahora, ¿no es esto al pie de la letra lo que dicen aun y enseñan los sacerdotes de nuestros días? La fe de la Iglesia ha sido tan invariable en este punto como en todos los demás; y es una cosa evidente para todo hombre de buena fe y recto sentido, que la Confesión ha existido en todos los tiempos, y que en todas las épocas la Confesión hecha a un sacerdote ha sido mirada como una institución divina, y por consiguiente de necesidad absoluta.
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