Por Monseñor de Segur (1868)
Absolutamente, querido amigo, y no hay que oponerse. Nuestro buen Dios es quien lo quiere, y Él es nuestro supremo dueño. Se podrá clamar y protestar maldiciendo este soberano precepto; pero Dios es quien lo manda; Él mismo ha instituido la Confesión, y sus mandatos e instituciones deben acatarse y cumplirse.
Al bajar nuestro Señor a este miserable mundo, escogió un cierto número de discípulos a quienes hizo ministros suyos, confiándoles la santa misión de predicar la penitencia a todos los hombres y dándoles al propio tiempo a ellos y a sus sucesores el poder de perdonar en su nombre todos los pecados. Y por lo mismo nos ha impuesto a todos, sin excepción alguna, la obligación de manifestar, de confesar nuestras faltas a estos hombres que son sus ministros y sus representantes en la tierra; sin el cumplimiento de esta obligación permaneceremos sumidos en el lodo de nuestros pecados, y después de la muerte seremos castigados con el infierno.
Es el mismo Dios, es nuestro Señor Jesucristo quien dijo a sus Apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo. Serán perdonados los pecados de aquellos a quienes vosotros se los perdonaréis, y retenidos a aquellos que vosotros retuviereis. Todo lo que atareis en la tierra, atado será en los cielos, y todo lo que vosotros habréis desatado en la tierra, también lo será en los cielos”. ¿Queréis nada más claro, nada más formal que estas palabras divinas: los pecados serán perdonados a aquellos a quienes vosotros los perdonaréis? Luego es el mismo Dios quien ha instituido la Confesión en la tierra; Él es quien nos manda que vayamos a confesar con sus sacerdotes, con el fin de obtener, por su ministerio, la remisión de nuestros pecados, y librarnos del fuego eterno. De grado o por fuerza es necesario pasar este camino: o la Confesión o el infierno; el infierno de interminables tormentos. A cada uno toca escoger.
02. ¿ES DE ABSOLUTA NECESIDAD EL CONFESARSE?
Absolutamente, querido amigo, y no hay que oponerse. Nuestro buen Dios es quien lo quiere, y Él es nuestro supremo dueño. Se podrá clamar y protestar maldiciendo este soberano precepto; pero Dios es quien lo manda; Él mismo ha instituido la Confesión, y sus mandatos e instituciones deben acatarse y cumplirse.
Al bajar nuestro Señor a este miserable mundo, escogió un cierto número de discípulos a quienes hizo ministros suyos, confiándoles la santa misión de predicar la penitencia a todos los hombres y dándoles al propio tiempo a ellos y a sus sucesores el poder de perdonar en su nombre todos los pecados. Y por lo mismo nos ha impuesto a todos, sin excepción alguna, la obligación de manifestar, de confesar nuestras faltas a estos hombres que son sus ministros y sus representantes en la tierra; sin el cumplimiento de esta obligación permaneceremos sumidos en el lodo de nuestros pecados, y después de la muerte seremos castigados con el infierno.
Es el mismo Dios, es nuestro Señor Jesucristo quien dijo a sus Apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo. Serán perdonados los pecados de aquellos a quienes vosotros se los perdonaréis, y retenidos a aquellos que vosotros retuviereis. Todo lo que atareis en la tierra, atado será en los cielos, y todo lo que vosotros habréis desatado en la tierra, también lo será en los cielos”. ¿Queréis nada más claro, nada más formal que estas palabras divinas: los pecados serán perdonados a aquellos a quienes vosotros los perdonaréis? Luego es el mismo Dios quien ha instituido la Confesión en la tierra; Él es quien nos manda que vayamos a confesar con sus sacerdotes, con el fin de obtener, por su ministerio, la remisión de nuestros pecados, y librarnos del fuego eterno. De grado o por fuerza es necesario pasar este camino: o la Confesión o el infierno; el infierno de interminables tormentos. A cada uno toca escoger.
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