4 de Noviembre: San Carlos Borromeo
(✞ 1584)
San Carlos Borromeo, ejemplar perfectísimo de sacerdotes y prelados, nació en el castillo de Arona, no lejos de Milán, y fueron sus padres el conde Gilberto y Margarita de Médicis, hermana del Papa Pío VI.
Terminados los estudios de humanidades, fue a la universidad de Pavía, donde se graduó como doctor en ambos derechos a la edad de veintidós años.
En esta sazón fue sublimado al sumo pontificado su tío, el cardenal Juan Ángelo de Médicis, el cual, maravillado por las raras prendas de su sobrino, le hizo cardenal y arzobispo de Milán, le dio otras dignidades y lo que es más, cargó sobre él la mayor parte del gobierno de la Iglesia.
No hallaba el santo en todas estas honras la satisfacción de su alma; y habiendo escogido por guía de su espíritu al padre Juan de Rivera, de la Compañía de Jesús, hizo los Ejercicios de San Ignacio, de los cuales salió tan enamorado que en adelante nunca dejó de hacerlos una o dos veces cada año.
Mostrándole un día el duque de Mantua su regia biblioteca, sacó el santo su librito de los Ejercicios, diciéndole que valía más que toda aquella librería; y cuando se ordenó como sacerdote quiso celebrar su primera Misa en la capilla que usaba San Ignacio.
Conociendo que la conclusión del Concilio Tridentino había de ser para la universal reformación de la Iglesia, lo procuró con gran empeño e hizo que se compusiera luego el Catecismo Romano.
Desembarazado de la asistencia de Roma, con la muerte del Papa, su tío, a quien administró los últimos Sacramentos, fue a su arzobispado de Milán, donde reformó las costumbres del clero y del pueblo; fundó seis seminarios, muchos monasterios, casas de Religiosos y congregaciones piadosas que enseñasen a los niños la Doctrina Cristiana.
Vendió el principado de Oria, que había heredado, y aplicaba las pensiones de la Iglesia para socorrer las necesidades de los menesterosos; y en tiempo de carestía, daba de comer en su casa a más de tres mil pobres.
Llegó sobre Milán una lastimosa peste, que el siervo de Dios había profetizado; y asistía a los enfermos, dándoles con su mano los Sacramentos, y proveyéndoles de todo lo que necesitaban.
Para protegerlos del frío, hizo despojar su guardarropa y llevar al hospital hasta su propia cama; y se redujo a tal necesidad, que su despensero tenía que pedir limosna para el gasto diario del santo arzobispo.
Ordenó muchas procesiones como penitencia, y en ellas iba con los pies desnudos, con capa morada, echada la capilla sobre la cabeza, la falda tendida y arrastrando por tierra, y llevando en las manos un Cristo crucificado de gran peso, fijos en él los ojos, y vertiendo continuas lágrimas.
El pueblo al ver aquel espectáculo tan lastimoso, prorrumpía en voces de misericordia, que llegaron al cielo y aplacaron la indignación de Dios.
Finalmente, lleno de merecimientos y trabajos, descansó en el Señor a la edad de cuarenta y cinco años.
Reflexión:
Solía decir el santo, que la Majestad de Dios le había guiado por un camino extraordinario a su santo servicio, no por tribulaciones y adversidades, sino por la prosperidad y colmo de las mayores grandezas; pero que con luz divina había descubierto en ellas tanta vanidad e insuficiencia, que se horrorizaba de la ceguera del mundo, que andaba tras ellas, y hacía poca estima de la cumplida satisfacción y perfecto bien que se haya sólo en Dios y en su divino servicio.
Oración:
Conserva, Señor, tu Iglesia con la continua protección de San Carlos, tu confesor y pontífice, para que así como le colmó de gloria el cuidado que tuvo de su rebaño, así también nos encienda en tu amor su poderosa intercesión. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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