Por el hermano Jorge Ortiz
Esta es la hora de las tinieblas. La Iglesia persiste pero en remanencia. Una pseudoiglesia ocupa los cargos aparentemente oficiales. La corrupción en algunos miembros de la Iglesia y en los de su falsa sustituta escandalizan a todos.
Pero surgen personas que se tienen a sí mismas por científicas y sabias, que se pretenden cubrir con una autoridad moral personal o grupal/gremial para destilar desenfadadamente su crítica y hasta condena hacia la Iglesia Católica y al catolicismo.
Hay una parte que cualquiera podría criticar. Y es bueno ser autocrítico. Pero las personas a las que me refiero van más lejos: su visión es negativa, algunos odian lo que representa la Iglesia. Algunos se prestan fácil a darle crédito a cualquier cosa que injurie a la Iglesia, si es algo malo, seguro debe ser cierto para ellos. Suelen ser materialistas resentidos con la idea cristiana de Dios y la institucionalidad religiosa. Incapaces por su propia voluntad a abrirse a la trascendencia, se refugian en una ciencia materialista ideologizada o en utopías humanistas y revolucionarias en las que la negación de Dios, del pecado original, de la gracia y de la divina fundación de la Iglesia no pueden faltar. Su consecuente apertura a la autodeterminación personal libre de toda sujeción religiosa y con frecuencia, también de la ley natural, les hace aceptar alegremente las licencias que se quieran dar en el orden moral.
A quienes por amor al Reino de Dios promuevan o vivan la castidad, la sexualidad responsable en el marco matrimonial y el celibato para los consagrados, los mirarán con desprecio, se burlarán de ellos y dirán que se trata de necedades oscurantistas, represión y antinaturalidad. Se niegan a revisar o admitir la vida de aquellos que no sólo tuvieron por buena la ascesis cristiana sino que la vivieron en grado heroico.
Para ellos, la hagiografía tiene que ser inventos, mentirosas fantasías para reproducir un imaginario religioso y un sistema de creencias.
La caridad, compasión, misericordia, entrega, lucidez y en suma, la santidad de miles de hombres y mujeres a través de la historia o son exageraciones piadosas o son demostraciones públicas que ocultan hipocresía y vanidad.
Estas personas se sienten tan humanas, apegadas al mundo, a la materia y al humanismo naturalista inmanentista, que la luz que han irradiado estos hombres y mujeres de Dios, descubriéndonos un poco la belleza y santidad de su Señor, les resulta molesta como a aquellos que ven al sol en mediodía.
No creen ni les interesa esa santidad que les reprocha sus propias faltas y sobre todo, su voluntad de no desear cumplir los mandamientos ni regirse por una ley que ellos no hayan forjado por sí mismos para sí mismos. No extrañe, por lo tanto, su laxitud.
Comprendo que haya gente no católica. Pero de allí e incluso de una justa crítica al catolicismo y a la Iglesia, a su condena, desprecio, burla y odio, si hacemos un balance entre su doctrina, fundador, milagros, frutos y males de sus miembros, no me parece razonable. Y ese criticismo ácido cae peor cuando características semejantes como el ascetismo y la sexualidad presentes en otras religiones y espiritualidades, allí no son cuestionadas.
Me pregunto si no les surge de vez en cuando la duda sobre su convicción en su inminente disolución tras su muerte. ¿Será reconfortante creer que una vez muerto, no hay un más allá ni un juicio por nuestros pensamientos, palabras, acciones y omisiones?
Lo único que sé es que yo puedo ser igual o más pecador que muchos no creyentes. Pero la santidad y vida de trascendencia de aquellos que se toman en serio el Evangelio, lejos de moverme a descalificarles porque yo no pueda o quiera vivir según sus creencias y principios, me sirve de referencia y ejemplo de un estilo de vida según lo sobrenatural.
Nuestros críticos, al no reconocer un mundo superior, consideran lo sobrenatural como antinatural.
Los escándalos causados por los católicos no son por vivir el Evangelio, sino precisamente por no tomárselo en serio. Y no se nos exige imposibles. Se nos pide hacer lo que podamos y pedir aquello que no podemos con nuestras solas fuerzas.
La negación del ateo o escéptico beligerantes de la gracia les trae consecuencias funestas.
Les deseo que esta les alcance y les abra a la experiencia de la vida en Dios, su Padre, Amigo, Creador y Juez. “Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (San Agustín, Confesiones, 1, 1.).
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