Por monseñor Héctor Agüer
La misión de la Iglesia conserva su identidad esencial desde Pentecostés: hacer que todos los pueblos sean cristianos y, por lo tanto, procurar que Jesucristo sea conocido y amado. Esta misión no es un suplemento a la historia de la vida eclesial, sino que constituye la razón de ser de la Iglesia. Existe una analogía de esa esencialidad a lo largo de los siglos.
En el hoy de la Iglesia hay muchos jóvenes que se sienten llamados al Sacerdocio, el cual es la continuidad del ministerio apostólico. Otros ya se están formando para ese ejercicio; y los hay que ya se han ordenado y se han iniciado recientemente y están experimentando lo que significa “hacer las veces de Cristo”, para la Iglesia y para el mundo. ¿En qué consiste la realidad de su protagonismo en la comunidad eclesial?
Vida eclesial
Ellos deben asumir lo que revela una radiografía de la realidad eclesial:
1)- Fe ardiente y amor al Señor, fuente de la vida de la Iglesia.
2)- Oración contemplativa ante el Sagrario, como expresión de la centralidad de la Eucaristía.
3)- Empeño en un incansable trabajo apostólico, que hace propia la misión de la Iglesia.
4)- Humildad y paciencia con las propias limitaciones y los propios defectos.
5)- Alegría que brota de la esperanza en la presencia de Cristo y su continua Venida (“Yo estoy siempre con ustedes”).
Estos son elementos de la vida eclesial que deben ser asumidos y ejercitados, a pesar de todas las circunstancias contrarias y soslayando las orientaciones pontificias; que promueven una simbiosis de todas las religiones, y el pacifismo de la agencia de las Naciones Unidas, es decir, una fractura con la auténtica Tradición cristiana. La identidad del cristianismo es la condición en la que los factores indicados en 1 a 5, se verifican y se complementan.
Identidad Católica
La identidad católica incluye el papel histórico de la Virgen María, Madre de la Iglesia. A este propósito corresponde la memoria de las intervenciones marianas, especialmente, de aquellas manifestaciones que fueron asumidas y veneradas por el pueblo cristiano. Cito las tres más esenciales.
En 1846, aparición en La Salette, en los alpes franceses, a los niños Mélanie y Maximin: la Virgen, ataviada como las mujeres del lugar, lloró por los pecados de la blasfemia y de la violación del reposo dominical; los detalles que han transcendido son conmovedores. Es fácil comprender el sentido de actualidad que tiene este episodio, ante el olvido y la preterición de Dios, en el mundo moderno y contemporáneo.
En 1858, apariciones en Lourdes a Bernardette Soubirous, hoy canonizada, a quien María convocó para que hiciera construir allí una capilla, y se manifestó como la Inmaculada Concepción. Lourdes, donde ocurrieron y aún ocurren admirables milagros, se ha convertido en el máximo centro de peregrinaciones, donde el solemne canto del Rosario, todos los días, es seguido por las multitudes que allí se reúnen.
En 1917 ocurrieron las apariciones de Fátima, cuya actualidad se revela en el proceso de sus misterios, aún abierto. La Iglesia aprobó, de hecho, la realidad de Fátima, especialmente, en el pontificado de Juan Pablo II.
La gran Tradición
El fenómeno más llamativo en el concierto actual de la vida de la Iglesia es el apego de los jóvenes a la gran Tradición. La reacción progresista no se deja de expresar: se aplica a los sacerdotes cancelados, y a tantos a quienes se intenta impedir en sus diócesis, por sus excelentes resultados apostólicos. Esas reacciones desesperadas son recurso habitual de Roma, en el pontificado del argentino Francisco. Sin embargo, según el orden de la Providencia, obispos y diócesis logran zafar; de manera que hay países donde se vive serenamente la Tradición eclesial, con frutos evidentes. Este hecho revela cuál es el sentido verdadero de la Iglesia, su esencialidad; y se asume el ejercicio del ministerio con los frutos innegables que colorean la vida de esos pueblos. Los sacerdotes mencionados experimentan la continuidad que significa “hacer las veces de Cristo”.
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