Por John M. Grondelski, Ph.D.
En un ensayo anterior, escribí acerca de por qué la oración por los difuntos es una necesidad, no sólo una “cosa bonita que hacer” durante el mes de noviembre. Para que todas nuestras oraciones y buenas acciones sean espiritualmente eficaces, necesitamos estar en estado de gracia, sencillamente porque no podemos compartir el amor sobrenatural sin poseerlo nosotros mismos.
Dicho esto, consideremos un acto particular de amor sobrenatural hacia las almas santas, un tanto olvidado en nuestros días: el Acto Heroico de Caridad.
Dicho brevemente, el “Acto Heroico de Caridad” es el ofrecimiento que una persona hace a Dios de toda la satisfacción por sus pecados merecida en esta vida, así como la satisfacción que le corresponde por los sufragios (por ejemplo, las Misas ofrecidas por su intención de su reposo) después de la muerte en favor de aquellas almas difuntas a las que Dios quiera aplicarlos. Tradicionalmente, esta ofrenda se hacía a través de la Santísima Virgen María. Es entregar aquellas obras de satisfacción, de esta vida y ofrecidas por nosotros después de esta vida, en favor de los demás.
De nuevo, como en el caso de la “comunión de los santos”, el analfabetismo religioso contemporáneo general hace que estos conceptos -una vez claros para las generaciones anteriores de católicos- puedan resultar extraños o confusos para algunos. Aclaremos.
Por “comunión de los santos”, entendemos que todos los que están unidos a Dios lo están también entre sí: los que están en la tierra trabajando activamente con Dios por su salvación, los que están en el purgatorio purificándose de lo que aún les impide la unión total con Dios, y los que están en el cielo y han alcanzado el objetivo de su vida. La savia que los une a todos y que les permite ayudarse mutuamente es la caridad sobrenatural.
Pero también hay que incluir un tema que antaño estaba relacionado con la enseñanza sobre las indulgencias y que hoy raramente tratamos: ¿por qué la Iglesia habla siempre de indulgencias?
En pocas palabras, está relacionado con la teología del pecado. El pecado, después de todo, no es normal. Dios no quiso que el hombre fuera pecador. La libertad no es la neutralidad moral entre el bien y el mal, sino la capacidad de hacer el bien y hacerlo mío.
Pero sabemos que todos -excepto Jesús y María- somos pecadores. Podremos ser más o menos pecadores, pero somos pecadores.
La Iglesia hablaba tradicionalmente de castigos “eternos” y “temporales” debidos al pecado. ¿Por qué Dios nos castiga por el pecado? No porque sea sádico, sino por dos razones: amor y justicia.
Dios nos ama y quiere nuestro amor. El amor no es un sentimiento, una actitud o una vibración. El amor es algo arraigado en una realidad común y compartida que, en el caso de Dios y del alma, sólo puede ser buena. O Dios y la persona humana comparten la bondad (lo que significa que la persona es buena y, por lo tanto, se parece a Dios) o no la comparten (en cuyo caso la persona es mala y, por lo tanto, carece de algo en común con Dios). Persistir en el mal grave hasta la muerte conduce al infierno, no porque Dios quiera castigarnos, sino porque Dios y la persona no tienen nada en común y la persona no quiere tener algo en común con Dios.
En cuanto a la justicia, Dios nos invita a relacionarnos con Él, pero no somos sus iguales. Dios es nuestro Creador y, por lo tanto, tiene ciertos derechos sobre nosotros. Dios creó a la humanidad buena, pero la humanidad eligió el pecado. Esa elección no es indiferente: que una persona elija el mal no hace que el mal sea bueno. (Éste es el error fundamental del llamado “derecho a elegir”). Dios sigue teniendo derecho a esperar que el hombre sea lo que Él creó que fuera. Cuando se hace malo, no es sólo asunto suyo. En justicia, Dios tiene derecho a exigir del hombre la bondad que le dio originalmente.
Todo pecado, por lo tanto, tiene un doble aspecto, reflejado en los términos castigo “eterno” y “temporal”. La pena eterna es la deuda contraída por el pecado, que se condona en los Sacramentos del Bautismo y la Reconciliación.
Pero el pecado no es sólo el mal que hice. El pecado es también las malas consecuencias que deja tras de sí. Puedo arrepentirme de haber matado a alguien y ser perdonado, pero esa persona sigue muerta y todo el mal que se deriva de esa situación que es, pero que no debería haber sido, tiene que ser reparado de alguna manera. De eso hablamos cuando hablamos de “castigo temporal”.
Y sobre esto habla la teología católica sobre las consecuencias temporales del pecado.
Consciente de que Cristo es nuestra redención última, la persona verdaderamente arrepentida también quiere hacer lo que pueda para “acumular” el “tesoro” del bien en el mundo y saldar sus deudas de maldad. Cómo “cuantificar” esas cosas no está, obviamente, al alcance de nuestra limitada capacidad humana: eso se lo dejamos a Dios. Pero reconocemos que, de alguna manera, queremos dejar “más bien” -más bien sobrenatural- tras nuestra muerte.
Como todos somos pecadores, esa satisfacción de nuestras vidas terrenales (y la satisfacción que otros ofrecen a través de sus Misas, actos de caridad y oraciones por nosotros después de la muerte) sería normalmente nuestra. En el Acto Heroico de Caridad, ofrecemos a Dios esa satisfacción, entregándosela a Él para que la aplique al alma o almas que Él desee. Se trata de un acto valiente y generoso en favor de los demás, una voluntad de ser pobre espiritualmente por el bien de los demás.
¿Debemos temer estar “exponiéndonos” a cosas malas? No. Como en muchas cosas a lo largo de la vida, a menudo se nos invita a confiar en que, al confiar en Su Amor y Misericordia (frente a nuestra propia autosuficiencia), no sólo le complacemos, sino que salimos ganando. El Acto Heroico de Caridad es un gran don espiritual pero, como nos recuerdan las Escrituras, Dios nunca será superado en generosidad por el hombre. El Acto Heroico de Caridad es también un Acto Heroico de Esperanza y de Confianza, en que Dios no nos pone en una situación peor por querer ser mejores.
Muchas personas ofrecen actos particulares de caridad o satisfacciones (por ejemplo, dolores o sufrimientos) que reciben en este mundo para la salvación de los fieles difuntos en el Purgatorio. El Acto heroico añade el elemento adicional de estar dispuesto incluso a ofrecer parte de la propia eternidad -la propia satisfacción temporal- en favor de otro.
¿Significa eso que hacemos el Acto Heroico con una “expectativa” de guiño y asentimiento por parte de Dios? No. La confianza no es presunción: no hacemos el bien esperando que Dios nos corresponda. Dios y nosotros no somos socios en igualdad de condiciones y cualquier bien que hagamos proviene de Él. Pero, al entregarle lo que es nuestro para que disponga de ello como quiera, realizamos un acto verdaderamente supererogatorio que ofrece, por amor, lo que es nuestro, en favor de otro. Es quizá lo más cerca que el hombre puede llegar en el orden espiritual a tener “no hay amor más grande que dar la vida por el amigo” (Jn 15,13).
Esta confianza en Dios desafía también otro error del pensamiento moderno: la idolatría del “desinterés”. Desde Immanuel Kant en el siglo XVIII, la gente ha pensado erróneamente que hacer el bien tiene que ser de alguna manera “desinteresado”, que cualquier interés personal en hacer el bien lo mancha. Por supuesto, no queremos hacer el bien por razones hipócritas, para promocionarnos a nosotros mismos o sin sinceridad. Pero el bien y mi bien tampoco tienen por qué oponerse. Cuando me arrepiento de mis pecados, mis motivos suelen ser mixtos: pueden implicar amor a Dios, a quien mis pecados ofenden, así como temor a Dios, a quien no quiero perder (o ser castigado) a causa de esos pecados. La atrición (dolor motivado por el miedo sobrenatural a las consecuencias del pecado) no es mala; es ya una contrición incipiente (dolor motivado por el amor a Dios) que los méritos de Cristo en el Sacramento de la Reconciliación perfeccionan.
Mientras estemos sobrenaturalmente motivados para caminar hacia Dios, reconocer la identidad entre lo que Dios quiere y lo que es nuestro propio y genuino bien, no es malo. La vida que Dios quiere de nosotros y una vida verdaderamente humana están en relación directa, no inversa.
Entonces, ¿debería un católico considerar la posibilidad de realizar un Acto Heroico de Caridad en favor de los fieles difuntos? Mi propósito aquí es simplemente explicar qué es y cómo encaja en lo que creemos. La decisión de si una persona en particular debe realizar la ofrenda es algo que es mejor dejar en manos de la persona en particular, consultando con un buen director espiritual. (También hay que recordar que el acto siempre es revocable). Me remito a la prudencia sobrenatural y la madurez espiritual en esa elección.
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