Por Roberto Dal Bosco
“En su horror, [los campos de concentración] han borrado los rostros y la historia, han borrado los nombres, han borrado a las personas. Han convertido al hombre en un número, el hombre no es más que un número, no es más que una pieza de maquinaria, un engranaje, no es más que una función”.Quien pronuncia estas palabras no es el filósofo Gunther Anders, sino un filósofo mucho más prolífico y avanzado. Alguien que también sabía, con el apoyo de los textos sagrados, que la tendencia de la humanidad abandonada a la tecnología sólo traerá de vuelta la pesadilla totalitaria concentrada.
“En nuestros días no debemos olvidar que esas monstruosidades de la historia han prefigurado el destino de un mundo que corre el riesgo de adoptar la misma estructura que los campos de concentración, si se acepta la ley universal de la máquina”.Palabras de extrema precisión.
“Las máquinas que se han construido imponen esta misma ley, esta misma ley que se adoptó en los campos de concentración. Según la lógica de la máquina, según los amos de la máquina, el hombre debe ser interpretado por un ordenador, y esto sólo es posible si el hombre se traduce en números”.No podemos encontrar una descripción más aguda y apocalíptica de lo que le está sucediendo al mundo, especialmente ahora.
“La Bestia es un número, y nos convierte en números. Dios, nuestro Padre, en cambio, tiene un nombre, y nos llama a cada uno por nuestro nombre. Él es una persona, y cuando nos mira a cada uno de nosotros ve una persona, una persona eterna, una persona amada”.Estas palabras abismales fueron pronunciadas por el cardenal Joseph Ratzinger en un discurso a sacerdotes y seminaristas en Palermo, el 15 de marzo de 2000.
Ratzinger era todavía el cardenal Ratzinger, llamado amablemente por los periódicos, que entendían muy poco, “el panzer de la curia”. Se subrayaba, hablando del bávaro, que había hecho declaraciones sobre la supremacía de la Iglesia católica sobre los cismas orientales y anglicanos, y que se había manifestado contrario a la entrada de Turquía en Europa. En 2000, año del Jubileo, Ratzinger había celebrado entonces una conferencia de prensa en la que anunció que el Tercer Secreto de Fátima “no tenía nada de especial”.
Luego, unas horas antes de convertirse en “papa”, su definición de la era moderna como la “dictadura del relativismo” tuvo eco en los periódicos del cónclave de 2005 (donde se creía que su oponente era Martini). La expresión quedó grabada en la mente de los conservadores durante al menos una década.
Cuando se convirtió en “papa”, Ratzinger dio marcha atrás en muchas cosas. Visitó las tierras de Lutero. Intentó reabsorber a los parias anglicanos. Hizo un viaje a Turquía, y ya no se opuso a la posible entrada de Ankara en la UE (anteriormente era concebible).
Sobre todo, como “papa” Benedicto XVI habló varias veces del Nuevo Orden Mundial, llamándolo precisamente así, por su nombre, y sin decir nada negativo al respecto. En diciembre de 2005, recién elegido al trono, anunció en la plaza de San Pedro la necesidad de comprometerse en “la construcción de un nuevo orden mundial fundado en relaciones éticas y económicas justas”. Una definición que parece sacada de los libros de Klaus Schwab y de la élite de Davos.
Una vez más, Ratzinger sigue siendo un enigma. Como filósofo agudo, conocía la realidad de las cosas, hasta el punto de resultar incluso profético: hoy el hombre se ha convertido en algo más que un número, se ha convertido en un código. La genética, como comprendió Bill Gates hace décadas (“El gen es el software más sofisticado que existe”), no es más que la digitalización de la vida biológica, y por eso, la marca de la Bestia es genética: es, de hecho, un código, una expresión informática, un número.
El sometimiento de la humanidad a la tecnología, bajo el falso mito del progreso, y el inconfesado instinto de control, sólo podrían producir la satánica prisión pandémica global que Ratzinger, hablando a los seminaristas sicilianos, ya parecía presagiar tan bien.
Sin embargo, su actuación como “papa” fue misteriosamente en dirección contraria.
En primer lugar, con su renuncia, un misterio aún no explicado por nadie, un hecho sobre el que se extiende un silencio que es en sí mismo un escándalo.
Podemos apuntar una cosa: la primera vez que se habló de la renuncia de Ratzinger fue en 2011, cuando un periódico italiano recibió una interceptación de un cardenal siciliano que viajaba a Shanghái. El prelado confió a los oyentes que Ratzinger dimitiría pronto porque “corría peligro de muerte”. “El ‘papa’ -dijo el prelado- estaba preparando a Scola, el arzobispo ciellino de Milán, para sucederle”.
Muchos se rieron. ¿Un Papa dimitiendo? Inverosímil. Nunca visto. Nunca oído hablar de ello. En cambio, nos dimos cuenta de algo realmente extraño: la filtración procedía de China.
El país con el que el Vaticano de Bergoglio supuestamente hizo un pacto sangriento, donde a cambio de quién sabe qué se sigue masacrando a los cristianos chinos.
El país de donde procedería el supuesto “coronavirus” y, en consecuencia, toda la locura pandémica siguiente.
Más aún: el país sin el cual no es posible realizar el Nuevo Orden Mundial, que debe basarse en el desmantelamiento del poder de Occidente, y por lo tanto, en su desindustrialización, en su desautorización como motor del desarrollo humano.
Sin China no hay globalización. No hay financiarización. No hay digitalización: es decir, la transformación del hombre en número, tal y como -dijo Ratzinger hace más de 20 años- quiere “la Bestia”.
Ratzinger lo sabía.
En el misterio de Ratzinger, tenemos una certeza para la hora presente.
Ha llegado 'La Bestia', y nos está convirtiendo en números, doblegándonos a una marca sin la cual 'nadie puede comprar ni vender'.
Renovatio21
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