Por Philip Primeau
¿Odio al mundo? Es probable que hayamos oído la frase alguna vez.
Supongamos que ese odio al mundo es la sustancia misma de la vida cristiana, tal como lo declararon los hombres apostólicos y evangélicos en cuyo testimonio pretende descansar nuestra fe. Si es así, sólo podremos esperar una renovación eclesial (y personal) en la medida en que recuperemos este hábito perdido del alma.
Aquí, por supuesto, el término “mundo” no indica la creación per se -que refleja naturalmente la bondad de Dios- sino, más bien, la creación afligida por la violencia y la decadencia y acosada por la maldad y la ignorancia debidas a la caída de los seres racionales y a las consecuencias de esa tragedia primigenia. En este sentido, el “mundo” es la realidad dominada por inteligencias malignas y envenenada por anhelos errantes, repleta de diversiones vacías y vanas seducciones: “Los deseos de la carne y los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida” (1 Jn 2,16).
Pues la Escritura enseña claramente que el mundo languidece bajo una especie de maldición o pena, al haber sido “sometido a la inutilidad” y sumido en la “esclavitud de la corrupción” (Romanos 8:20-21), y que el hombre en particular ha incurrido en la indignación divina (Romanos 1:18, Juan 3:36). A causa de la apostasía retratada en Génesis 3, vivimos entre las ruinas de la obra divina descrita en Génesis 1-2. Esta escena de destrucción -llena de múltiples males físicos y morales- es precisamente la “forma actual del mundo” que ya está “pasando” (1 Corintios 7:31) y será consumida por la gloria de la revelación de Cristo.
Alguien, irritado por ese discurso sombrío, señalará todo lo que es espléndido y noble dentro de nosotros y a nuestro alrededor, gesticulando ampliamente ante las innumerables bendiciones que Dios nos proporciona a diario. Es cierto que el pecado no puede estropear del todo lo que Dios ha hecho. Además, siendo no sólo justo sino misericordioso, el Señor sigue prodigando bendiciones a sus criaturas, incluso a los descarriados (Mateo 5:45, Romanos 5:8).
Sin embargo, no podemos fiarnos de nuestra estimación de las cosas, ya que somos propensos a la autoalabanza y a la autojustificación, y nos fastidia la mera sugerencia de un castigo, por muy merecido que sea. Más bien, debemos medir todas las cosas según la revelación divina. Sólo a la luz de la Palabra percibimos con claridad nuestra situación, es más, la situación del universo, pues “los cielos y la tierra que ahora existen están guardados para el fuego, a la espera del día del juicio y de la destrucción de los impíos” (2 Pe 3,7).
Tan sombría es la situación que San Pablo habla del “presente siglo malo” (Gálatas 1:4), objeto de la ira divina (1 Tesalonicenses 1:10). E incluso después del triunfo de Cristo sobre los malévolos principados y potestades (Colosenses 2:15), el apóstol identifica amargamente a Satanás como el “dios” del mundo (2 Corintios 4:4). ¡Qué solemne y exacto es el veredicto de San Juan Crisóstomo: “Una noche profunda oprime al mundo entero”! (Homilía IV sobre 1 Corintios 11).
Por eso, conviene que cultivemos el desprecio por la tierra baldía en la que vagamos, “extranjeros y desterrados sobre la tierra” (Hebreos 11, 13). De hecho, la Palabra de Dios nos obliga: “No améis al mundo ni nada de lo que hay en el mundo” (1 Juan 2:15). El que descuida esta advertencia se encuentra invariablemente en desacuerdo con su Creador: “¿No sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios?” (St 4,4). Y tenemos también la grave advertencia del Señor: “Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 26).
Ni que decir tiene que esta disposición puede llevarse a extremos extraños que paralicen el alma en lugar de liberarla, de modo que se dispare hacia abajo en lugar de hacia arriba. Prudencia aquí, como en todas partes. Bien entendido, el odio al mundo -odio a sus compromisos y conveniencias, a su pompa y placeres, a sus trampas y tiranías- nos libera para amar a Dios y a todas las cosas por amor de Dios. Sin mancha ni carga, el alma se eleva, se aclara. “Brillad como luminares en el mundo” (Filipenses 2:15).
A pesar de las exageraciones, la proposición básica es inatacable: el mundo está bajo un manto de oscuridad, y nosotros no pertenecemos a la sombra mundana, sino a la luz excelsa, hacia la que debemos tender sin mirar atrás, no sea que suframos como la mujer de Lot (Lucas 17:32). “Nuestra ciudadanía está en los cielos” (Filipenses 3:20). El mundo, irónicamente, conoce esta verdad, y nos odia en consecuencia (Juan 15:19). Sólo tenemos que -para hablar con valentía- cambiar odio por odio. No, añadimos, el odio sensual y vulgar de esta época, sino, en cambio, el “odio perfecto” del bendito David (Salmos 139:22).
Tantas maldades, negligencias e indiscreciones han conspirado para provocar esta triste condición de la Iglesia. Pero tal vez estén unidas por la elección -tomada con cierta deliberación- de renunciar a la “otredad” (condición de ser otro) y reconciliarnos con esta época. No sólo hemos mirado por encima del hombro, sino que hemos regresado a la ciudad de la que fuimos rescatados y liberados. Y allí nos sentamos, maravillados, a contemplar las llamas que todo lo consumen.
Es posible que un poco de odio, bien entendido y practicado, pueda salvarnos todavía...
Crisis Magazine
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