8 de Septiembre: La Natividad de Nuestra Señora la Virgen
La alegre natividad de Nuestra Señora, la Virgen Santísima Madre de Dios, había sido anunciada en el Paraíso terrenal a nuestros primeros padres, vislumbrada por los santos patriarcas, vaticinada por los profetas y decretada por los eternos consejos de Dios en los divinos misterios de la reparación del mundo.
El padre de la Virgen fue Joaquín, de Nazaret; su madre, Ana, de la ciudad de Belén, y los dos eran de la tribu de Judá y del linaje de David.
Eran ricos y nobles y de sangre ilustrísima, porque descendían de muchos reyes, de valerosos capitanes, de grandes y sabios jueces y de santísimos patriarcas del pueblo escogido.
Y lo que más importa, eran personas santísimas; porque tal convenía que fuese el árbol que había de producir tal fruto.
Habían vivido veinte años casados sin tener hijos; más Dios nuestro Señor ordenó que fuese estéril santa Ana para que el nacimiento de su hija santísima fuese milagroso; y así habiendo oído el Señor las oraciones de los dos santos esposos les envió el arcángel San Gabriel para anunciarles la venida al mundo de aquella que había de ser la Madre del Mesías prometido.
Nació pues esta gloriosa niña en una casa que tenían sus padres en el campo, entre los balidos de las ovejas y alegres cantares de los pastores, como dice San Damasceno; y fue en el cuerpo más linda, más bella y hermosa que ninguna pura cristiana, y en el alma tan sin mancha de pecado original, y tan perfecta y adornada de gracias y virtudes, que los mismos serafines y querubines se admiraban y estaban suspensos de verla.
Porque como del cuerpo de la Virgen había de formarse el cuerpo de Jesucristo y organizarse de su delicada sangre, fue cosa muy conveniente que aquella carne de la cual se había de vestir el Verbo eterno, fuese muy proporcionada a la del Hijo y bien compuesta y en todos los dones naturales acabada con suma perfección; y para que la Madre fuese digna de tal Hijo, no menos convenía que fuese adornada el alma de la Virgen con la plenitud de la gracia y las inmensas riquezas de todas las virtudes.
Y así, todas las gracias que Dios repartió a todos los otros santos y ángeles, las atesoró y juntó en la Virgen Santísima con mayor perfección y con medida más colmada.
Pues, ¡oh bienaventurada y dichosa Señora! ¡que lengua, aunque sea de ángeles, podrá explicar o qué mente comprender las maravillas que obró en ti toda la Santísima Trinidad para ensalzarte y engrandecerte!
Nacida eres de la carne de Adán, más sin la corrupción de Adán; hija eres de Eva, más para reparar las miserias de Eva; hija eres de hombre, pero Madre de Dios.
Con razón pues, hoy jubila y se alegra con gran fiesta y regocijo la Santa Iglesia; porque tu Santísimo Nacimiento es como la aurora suspirada del claro día de la redención del mundo y el principio tan deseado de nuestra salud.
Reflexión:
Exclama lleno de gozo San Juan Damasceno: “Venid todas las gentes y todos los estados de hombres de cualquier lengua, edad y condición que sean, para celebrar con gran afecto el dichoso y alegre nacimiento de esta Virgen Soberana. Demos el parabién a esta niña, que nace predestinada para ser Madre de Dios y corredentora del mundo. Hagámosle reverencia como humildes vasallos a nuestra gran reina, para que en este día de su bendito nacimiento comencemos a renacer a la vida de la gracia y a recobrar el derecho a la vida eterna y gloriosa.
Oración:
Te rogamos Señor, que concedas a tus siervos el don de la gracia celestial, para que la votiva solemnidad del Nacimiento de la bienaventurada Virgen, acreciente la paz del Cielo a los que fue su parto el principio de la salvación. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.
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