jueves, 29 de agosto de 2024

CONSAGRACIÓN EPISCOPAL DURANTE LOS INTERREGNOS

En estas circunstancias sin precedentes, debemos considerar la posición de los verdaderos obispos católicos. Frente a la Gran Apostasía predicha por San Pablo, ¿qué debían hacer? ¿No debían hacer nada?

Por el obispo Mark A. Pivarunas, CMRI


24 de septiembre de 1996

Muy amados en Cristo:

Han pasado ya cinco años desde que Su Excelencia, el difunto Obispo Moisés Carmona, me otorgó la consagración episcopal como un medio para ayudar a preservar nuestra preciosa Fe Católica en estos tiempos de herejía y apostasía.

Si bien las consagraciones de obispos católicos tradicionales han sido bien recibidas por la mayoría de los fieles, también ha habido algunos que cuestionan la legalidad de estas consagraciones sobre la base de que la letra estricta de la ley prohíbe a un obispo consagrar a otro obispo sin un mandato papal.

Es muy importante que nuestros fieles católicos entiendan los principios teológicos involucrados en estos asuntos para poder responder a aquellos que rechazan la Misa y los Sacramentos ofrecidos por estos obispos y los sacerdotes ordenados por ellos.

En esta carta pastoral repasaremos brevemente este tema y examinaremos las siguientes consideraciones pertinentes:
1) el precedente histórico de la consagración de obispos sin mandato papal durante el largo interregno (tiempo entre la muerte de un Papa y la elección de otro) entre los reinados del Papa Clemente IV y el Papa Gregorio X;

2) la definición del derecho, la naturaleza del derecho y la cesación intrínseca del derecho;

3) la subordinación de las leyes menores a las exigencias de las leyes superiores.
Antes de abordar cada una de estas consideraciones, es necesario establecer que actualmente existe, y ha existido desde el concilio Vaticano II, una crisis muy grave en la Iglesia Católica. Donde antes se ofrecía el Santo Sacrificio de la Misa en las iglesias católicas de todo el mundo, ahora en su lugar se encuentra la nueva misa (Novus Ordo Missae), que no representa un sacrificio propiciatorio (expiación por el pecado), sino un memorial protestante de la Última Cena. En esta nueva misa, las mismas palabras de Cristo en la forma sacramental de la Sagrada Eucaristía han sido sustancialmente alteradas, lo que, según el Decreto del Papa San Pío V, De Defectibus, “invalida la consagración”. Desde el advenimiento del concilio Vaticano II, las falsas doctrinas del ecumenismo y del indiferentismo religioso (que han sido condenadas por muchos papas y concilios, especialmente por el Papa Pío IX) han sido promulgadas por la autoridad docente ordinaria y universal de la jerarquía moderna bajo Pablo VI y Juan Pablo II, donde se da reconocimiento oficial no sólo a las sectas no católicas (luteranismo, anglicanismo, ortodoxia), sino también a las religiones no cristianas (budismo, hinduismo, islamismo, judaísmo), por mencionar algunas. Ahora, la jerarquía moderna acepta estas otras religiones, alienta a sus miembros a rezar a sus dioses e intenta promover el “bien” en estas religiones.

¿Cómo se pueden conciliar las enseñanzas infalibles del Magisterio (autoridad docente del Papa y de los obispos) de la Iglesia Católica antes del concilio Vaticano Segundo (1962-1965) con los errores que han emanado de este mismo concilio y que han seguido siendo promulgados por la jerarquía moderna durante los últimos treinta años?

La conclusión correcta, la única conclusión a la que podemos llegar es que la jerarquía moderna de la Iglesia postconciliar del Vaticano II no puede representar y no representa el Magisterio de la Iglesia Católica, pues Cristo prometió estar con sus apóstoles y sus sucesores “todos los días hasta la consumación del mundo”. A sus apóstoles y sus sucesores, Nuestro Señor prometió la asistencia del Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, que “permanecería con ellos para siempre”.

De las enseñanzas del Primer Concilio Vaticano (1870), sabemos que la Iglesia Católica es infalible no sólo en sus decretos solemnes (la enseñanza del Papa ex cathedra; los decretos de los concilios ecuménicos) sino también en sus enseñanzas ordinarias y universales:
“Además, por fe divina y católica, debe creerse todo lo que está contenido en la palabra escrita de Dios o en la tradición, y que es propuesto por la Iglesia como objeto de fe divinamente revelado, sea en un decreto solemne, sea en su enseñanza ordinaria y universal”.
Pensar lo contrario sería dar a entender que Cristo ha fallado a Su Iglesia y que el Espíritu Santo, el Espíritu de Verdad, que mora con los Apóstoles y sus sucesores, ha abandonado a la Iglesia para que caiga en errores tan manifiestos.

En estas circunstancias sin precedentes, debemos considerar la posición de los verdaderos obispos católicos. Frente a la Gran Apostasía predicha por San Pablo en su segunda epístola a los Tesalonicenses, ¿qué debían hacer? ¿No debían hacer nada?

Los opositores a la consagración de obispos en nuestros días responderían afirmativamente. Así, a la muerte de aquellos obispos católicos tradicionales que permanecieron fieles a la verdadera fe, no quedarían obispos que los sucedieran. Y sin obispos, no habría sacerdotes, ni misa, ni sacramentos.

Sin embargo, nuestro Señor y Salvador Jesucristo prometió a sus apóstoles y a sus sucesores que Él estaría con ellos “todos los días hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 20). En este sentido, el Primer Concilio Vaticano enseñó:
“Por lo tanto, tal como Él (Cristo) envió a los apóstoles, a quienes había escogido para sí fuera del mundo, como Él mismo fue enviado por el Padre (Juan 20:21), así también quiso que hubiera pastores y maestros en su Iglesia hasta la consumación del mundo” (Mateo 28:20)
Para preservar la fe católica, el santo sacerdocio y el santo sacrificio de la Misa, estos obispos tomaron medidas apropiadas para asegurar la promesa de Cristo “de que haya pastores y maestros en su Iglesia hasta la consumación del mundo”.

Estas medidas se tomaron sin intención alguna de negar el primado de jurisdicción del Romano Pontífice, la autoridad suprema del Papa, pues estos obispos y los sacerdotes que ellos consagraron han profesado de todo corazón la fe católica, que incluye la doctrina sobre el primado de jurisdicción y la infalibilidad del Romano Pontífice. En estas circunstancias, el oficio papal, que durará hasta el fin de los tiempos, estaba vacante. Por lo tanto, era imposible obtener un mandato papal para autorizar las consagraciones episcopales.

Esto nos lleva a considerar el precedente encontrado en la historia eclesiástica para la consagración de obispos durante el tiempo de interregno (la vacante de la Sede Apostólica).

Lo que sigue es un extracto de Il Nuovo Osservatore Cattolico del Dr. Stephano Filiberto, doctor en Historia Eclesiástica:
“El 29 de noviembre de 1268 murió el papa Clemente IV y comenzó uno de los períodos más largos de interregno o vacancia del oficio papal en la historia de la Iglesia Católica. Los cardenales en ese momento debían reunirse en cónclave en la ciudad de Viterbo, pero a través de las intrigas de Carlo d'Anglio, rey de Nápoles, se sembró la discordia entre los miembros del Sacro Colegio y la perspectiva de cualquier elección se hizo cada vez más remota.

Después de casi tres años, el alcalde de Viterbo encerró a los cardenales en un palacio, permitiéndoles sólo unas estrictas raciones de vida, hasta que se tomara una decisión que otorgara a la Iglesia su Cabeza visible. Por fin, el 1 de septiembre de 1271, el Papa Gregorio X fue elegido para la Cátedra de Pedro.

Durante este largo período de vacancia de la Sede Apostólica, se produjeron también vacantes en muchas diócesis de todo el mundo. Para que los sacerdotes y los fieles no se quedaran sin pastores, se eligieron y consagraron obispos para cubrir las sedes vacantes. Se han realizado durante este tiempo veintiuna elecciones y consagraciones conocidas en varios países. El aspecto más importante de este precedente histórico es que todas estas consagraciones de obispos fueron ratificadas por el Papa Gregorio X, quien, en consecuencia, afirmó la licitud de tales consagraciones”.
He aquí algunos ejemplos de los obispos así consagrados en el momento de la vacante de la Sede Apostólica:
1) En Avranches, Francia, Radulfus de Thieville, consagrado en noviembre de 1269;

2) En Aleria, Córcega, Nicolaus Forteguerra, consagrado en 1270;

3) En Antivari, Epiro (noroeste de Grecia), Caspar Adam, OP, consagrado en 1270;

4) En Auxerre, Francia, Erardus de Lesinnes, consagrado en enero de 1271;

5) En Cagli, Italia, Jacobus, consagrado el 8 de septiembre de 1270;

6) En Le Mans, Francia, Geoffridus d'Asse, consagrado en 1270;

7) En Cefalú, Sicilia, Petrus Taurs, consagrado en 1269;

8) En Cervia, Italia, Theodoricus Borgognoni, OP, consagrado en 1270.
En este punto, quienes se oponen a la consagración de obispos católicos tradicionales en nuestros tiempos podrían argumentar que el precedente histórico citado fue hace 700 años y que el Papa Pío XII, en vista de las consagraciones ilícitas de obispos en la cismática Iglesia Nacional de China, decretó que cualquier consagración de un obispo realizada sin mandato papal conllevaba la pena de excomunión ipso facto para el consagrante y el consagrado.

Para responder a esta objeción es necesario entender la naturaleza de la ley. Es precisamente por la falta de un conocimiento claro de los principios de la ley que muchos católicos tradicionales caen en el error. Santo Tomás de Aquino define la ley como una ordenación de la recta razón hecha para el bien común promulgada por quien tiene autoridad en esa sociedad. Anotemos “hecha para el bien común”. En tiempos del Papa Pío XII, ningún obispo podía consagrar legítimamente a otro obispo sin mandato papal, y esto era para el bien común de la Iglesia. Sin embargo, una ley puede, con el transcurso del tiempo y por un cambio radical de las circunstancias, dejar de ser para el bien común y, como tal, dejar de ser vinculante. Una ley puede cesar de dos maneras: cese extrínseco (el legislador deroga la ley) y cese intrínseco (la ley deja de ser ley, ya que ha dejado de ser para el bien común).

Como enseñó en su comentario el arzobispo Amleto Giovanni Cicognani, profesor de Derecho Canónico en el Pontificio Instituto de Derecho Canónico y Civil de Roma:
“Una ley cesa intrínsecamente cuando cesa su finalidad; la ley cesa por sí misma… la ley cesa extrínsecamente cuando es revocada por el Superior.

En relación con la primera forma: el fin (ya sea su propósito o su causa) de la ley cesa adecuadamente cuando cesan todos sus propósitos. El propósito de la ley cesa, por el contrario, cuando una ley injuriosa se vuelve injusta o imposible de observar”.
Así, en nuestros tiempos actuales, la estricta observancia del decreto del Papa Pío XII sobre la prohibición de la consagración de obispos sin mandato papal se convertiría en algo nocivo para la salvación de las almas. Sin obispos, no habría sacerdotes, ni Misa, ni Sacramentos.

¿Era ésta la intención del legislador, el Papa Pío XII? ¿Habría querido que su decreto fuera interpretado de manera tan estricta que acabara por provocar el fin de la sucesión apostólica? Evidentemente no.

Respecto a otro aspecto del derecho, Monseñor Cicognani ha explicado —una vez más, en su Comentario de Derecho Canónico— la naturaleza de la epikeia:
“Un legislador humano nunca puede prever todos los casos particulares a los que se aplicará su ley. En consecuencia, una ley, aunque justa en general, puede, tomada literalmente, conducir en algunas circunstancias imprevistas a resultados que no concuerdan ni con la intención del legislador ni con la justicia natural, sino que más bien los contradicen. En tales casos, la ley debe ser explicada, no según su redacción, sino según la intención del legislador”.
Los siguientes autores nos proporcionan definiciones adicionales para este aspecto del derecho, la epikeia:

Bouscaren y Ellis: Derecho canónico, 1953:
“Una interpretación que exime a uno de la ley, contraria a las palabras claras de la ley y de acuerdo con la mente del legislador”.
Prummer: Teología moral, 1955:
“Una interpretación favorable y justa no de la ley misma, sino de la mente del legislador, de quien se presume que no está dispuesto a obligar a sus súbditos en casos extraordinarios en que la observancia de su ley causaría daño o impondría una carga demasiado severa”.
Besson: Enciclopedia Católica, 1909:
“Una interpretación favorable del propósito del legislador, que supone que no tenía la intención de incluir un caso particular dentro del alcance de su ley”.
Jone y Adelman: Teología moral, 1951:
“La aceptación razonable de que el legislador no querría obligar en algún caso particularmente difícil, aun cuando el caso esté obviamente cubierto por el texto de la ley”.
Una última consideración sobre este asunto del decreto del Papa Pío XII se encuentra en la propia palabra ley (en latín, jus). Se deriva de las palabras latinas justitia (justicia) y justum (justo), pues todas las leyes tienen por objeto ser buenas, equitativas y justas. Esta es la característica misma de la ley. Y de todas las leyes, la ley última es la salvación de las almas, “salus animarum, suprema lex”.

El Papa Pío XII declaró en su discurso a los estudiantes clérigos de Roma el 24 de junio de 1939:
“El derecho canónico también se ordena a la salvación de las almas; y el fin de todas sus normas y leyes es que los hombres puedan vivir y morir en la santidad que les ha sido dada por la gracia de Dios”.
Para sobrevivir espiritualmente hoy en día, necesitamos las gracias del Santo Sacrificio de la Misa y de los Sacramentos. Pero para tenerlas, necesitamos sacerdotes, y para tener sacerdotes, debemos tener obispos.

Demos gracias a Dios Todopoderoso, que en su Providencia ha previsto las necesidades espirituales de su rebaño y ha provisto maestros y pastores para llevar a cabo la misión de la Iglesia de “enseñar a todas las naciones todo lo que Él ha mandado”.

En Christo Jesu et Maria Immaculata,

Mons. Mark A. Pivarunas, CMRI


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