31 de Julio: San Ignacio de Loyola, patriarca y fundador
(† 1556)
El gran celador de la mayor gloria divina, San Ignacio de Loyola, nació en la provincia de Guipúzcoa, y en la nobilísima casa de Loyola.
Se crio desde niño en la corte de los reyes católicos y se inclinó a los ejercicios de las armas.
Habiendo los franceses puesto cerco al castillo de Pamplona, Ignacio lo defendió con heroico valor, hasta que fue malamente herido.
Agravándosele el mal, se le apareció el apóstol san Pedro, del cual era muy devoto, y a cuya honra había escrito un poema, y con esta visita del cielo comenzó a mejorar.
En la convalecencia pidió algún libro de caballería para entretenerse, y como le trajesen, en lugar de estos libros, uno de la Vida de Cristo y otro de Vidas de santos, se encendió en su lección de suerte que determinó hollar el mundo.
En este instante se sintió en toda la casa un estallido muy grande, y el aposento en que estaba Ignacio tembló, hundiéndose de arriba abajo una de las paredes.
Sano de sus heridas, partió para Montserrat, donde hizo confesión general, y colgó su espada y daga junto al altar de nuestra Señora, y dando los vestidos preciosos a un pobre, se vistió con un saco asperísimo.
De allí partió para Manresa, donde por espacio de un año hizo vida austerísima y penitente en el hospital de santa Lucía y en una cueva cerca del río; en la cual ilustrado por el Espíritu Santo y enseñado por la Virgen santísima, escribió aquel famoso libro de los Ejercicios espirituales, que ha dado siempre increíble fruto en la Iglesia de Dios.
Pasó después a visitar los sagrados lugares de Jerusalén, y entendiendo que para ganar almas a Cristo eran necesarias las letras, volvió a España y estudió en Barcelona, en Alcalá y Salamanca, donde padeció por Cristo persecuciones, cárceles y cadenas.
Acabó sus estudios en París y ganó para Dios nueve mancebos de los más excelentes de aquella florida universidad, y con ellos echó en el Monte de los Mártires los primeros cimientos de la Compañía de Jesús, que instituyó después en Roma, añadiendo a los tres votos de religión un cuarto voto de obediencia al Sumo Pontífice acerca de las Misiones.
Paulo III aprobó la nueva Orden diciendo con espíritu de Pontífice: Digitus Dei est hic. El dedo de Dios es éste: porque en efecto la Compañía de Jesús era un nuevo e invencible ejército que el Señor suscitaba para la propagación de la santa fe y defensa de la santa Iglesia combatida por los sectarios de estos últimos tiempos, discípulos de Lutero e imitadores de la rebeldía de Lucifer.
Y así la Compañía de Jesús conquistó para Cristo muchos reinos de Asia, África y América, restauró en Europa la piedad cristiana y la frecuencia de Sacramentos, y ha ilustrado la Iglesia con centenares de mártires, con millares, de nombres sapientísimos, y aun dando por ella la vida, y resucitando para volver a luchar como antes por la mayor gloria de Dios.
Tal es el espíritu magnánimo que infundió San Ignacio en su santa Compañía; el cual después de haberla gobernado por espacio de dieciséis años, a los sesenta y cinco de edad descansó en la paz del Señor.
Reflexión:
Si quieres alcanzar el espíritu de Jesucristo que informaba el alma de san Ignacio, lo hallarás en sus Ejercicios espirituales. Dice el Pontífice León XIII, que al conocerlos, no pudo menos que exclamar: “He aquí el alimento que deseaba para mi alma” (Alocución de León XIII al clero de Carpineto).
Oración:
Oh Dios, que para propagar la mayor gloria de tu nombre, diste un nuevo socorro a la Iglesia militante por medio del bienaventurado Ignacio, concédenos que peleando con su ayuda y ejemplo en la tierra, merezcamos ser coronados con él en el cielo. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.
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