Por Peter J. Leithart
La nuestra es una época de locura sexual. Los hombres compiten en deportes femeninos, los enfermeros comparten vestuario con las enfermeras y cualquiera que se oponga es un intolerante. Los drag queens son artistas infantiles, y los policías ven a hombres y mujeres desnudos pasear por las calles celebrando el “mes del orgullo”. Los líderes de los partidos “provida” no se molestan en hablar en contra de la matanza de niños no nacidos, ni se arriesgan a molestar a los miembros de los partidos que promueven las relaciones homosexuales y defienden el “matrimonio gay”. Cuando un informe masivo concluye que la “atención de afirmación de género” hace más daño que bien, los médicos siguen adelante alegremente (informe en inglés aquí), con el pleno apoyo de los gobiernos. Nuestra ética sexual se reduce a una sola prohibición: No reprimirás ningún deseo sexual.
¿Cómo podemos liberarnos de este atolladero? Un antiguo poema de amor nos señala el camino. En el centro del Cantar de los Cantares hay una escena de jardín: El Esposo y la Esposa se regocijan el uno en el otro (4:16-5:1) en un Edén erótico, que reaviva la dicha sexual de un nuevo Adán y una nueva Eva, encendidos por la llama inextinguible del amor de Yahvé.
¿Qué se restaura? La forma del Cantar responde a la pregunta. Es un poema polifónico, en el que se intercalan las voces masculina y femenina, cuya vacilante danza de deseo mutuo es animada por un coro. Para consternación de algunos lectores conservadores, la Novia inicia el canto, anhelando los besos embriagadores del Novio, embriagada por su fragancia, esperando escapar a una cámara donde puedan beber juntos el vino del amor. El Amante responde alabando sus ojos, su cuerpo, su belleza. Se arremolinan el uno en torno al otro hasta las estrofas centrales del poema, donde sus deseos se cumplen en un banquete erótico en el que cada uno es a la vez anfitrión y comensal. Lo que se restaura es una pureza sexual que arde al rojo vivo, una pureza tan alejada de la mojigatería como se puede estar. Cada uno recibe, cada uno da; cada uno consume, cada uno es consumido. Para Salomón, algo así como el delirio erótico, cargado por la corriente de la pasión mutua, es el pináculo de la racionalidad sexual.
Podemos plantear la cuestión de forma más abstracta. Como escribe el filósofo español Julián Marías, como varón y mujer “el hombre se realiza disyuntivamente”, más que en división o mera diferencia. “Puedo dividir bolas blancas y negras en dos montones distintos; esta división separa las bolas y las hace independientes entre sí; bolas blancas por un lado, negras por otro, y nada más: en las bolas blancas no hay negrura ni sugerencia de negrura, en las negras no hay ningún elemento de blancura”. No es así como se diferencian el hombre y la mujer. Lejos de dividir o separar, la disyunción sexual “une”: “La disyunción entre el hombre y la mujer afecta tanto al hombre como a la mujer, estableciendo entre ellos una relación de polaridad. Cada sexo coimplica al otro, lo que se refleja en el hecho biográfico de que cada uno 'complica' al 'otro'”.
Sabemos de buena tinta que la soledad no es buena ni para el hombre ni para la mujer. En el Edén erótico del Cantar, la mujer se convierte en sí misma en virtud de su atracción magnética hacia el hombre, mientras que el hombre es hombre al inclinarse en deseo hacia su novia. El hombre y la mujer sólo vuelven a ser ellos mismos en la medida en que cada uno se conoce a sí mismo a través del otro. Como dice Marías, tanto el hombre como la mujer están “referidos al sexo opuesto”, de modo que nos conocemos a nosotros mismos “'desde' cada uno de nosotros más que 'en' nosotros mismos. No podemos entender la realidad 'mujer' sin coimplicar la realidad 'hombre', y viceversa”. Como dice mi colega de Theopolis Alastair Roberts, masculino y femenino forman una polaridad análoga a la polaridad del cuerpo humano. La humanidad tiene dos sexos como un cuerpo tiene dos ojos, dos orejas, dos manos. Los ojos no pueden enfocar cuando cada uno va por su lado; no se hace nada cuando la mano derecha trabaja a propósitos cruzados con la mano izquierda. Cuando los dos vuelven a su polaridad y armonía adecuadas, el hombre puede ver, oír y actuar. El Edén erótico del Cantar retrata a una humanidad que no está incapacitada.
Pero el Cantar no es sólo una canción de amor. Como judíos y cristianos han reconocido durante milenios, el Novio no es un amante cualquiera, sino el Amante, Yahvé. La Novia no es una amada genérica, sino la Amada Esposa de Cristo. El primer Edén no era ante todo una enramada de dicha, sino el primer santuario, el claro boscoso y bien regado que más tarde se reprodujo en el tabernáculo, el templo y la nueva Jerusalén. El Edén erótico del Cantar es también un Edén litúrgico, donde el Creador comulga con el hombre en el matrimonio original cuyo icono es la unión disyuntiva de varón y mujer.
Cuando leemos el Cantar como poema de amor y alegoría a la vez, señala el camino hacia la cordura. Los dos Edenes del poema son inseparables. Queremos el Edén erótico en el que los hombres son hombres, las mujeres son mujeres, y los hombres y las mujeres se inclinan y se aferran el uno al otro en alegre espera de los hijos. Pero no podemos ir más allá del Edén litúrgico para apoderarnos del Edén erótico. La liturgia representa la reciprocidad arquetípica y la bipolaridad del Novio y la Novia. El camino hacia la cordura sexual pasa por el diálogo litúrgico de Cristo Jesús y su Iglesia, el único que restaura nuestra sexualidad rota y modela el amor polifónico para el que Dios nos creó a su imagen como varón y mujer.
Peter J. Leithart es presidente del Theopolis Institute.
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