Publicamos un artículo escrito por él mismo en Wordonfire:
Una polémica en Internet se cierne sobre un libro de próxima publicación del conocido predicador evangélico Rob Bell. En este texto, Love Wins: A Book About Heaven, Hell, and the Fate of Every Person Who Ever Lived, Bell defiende
aparentemente la postura “universalista” sobre la salvación, según la cual todo el mundo al final se salva y que el Infierno, en consecuencia, está vacío. Muchos de sus correligionarios evangélicos sostienen que esta doctrina es contraria al cristianismo bíblico clásico y está diseñada para atraer a un público posmoderno para el que el único pecado imperdonable es ser “exclusivo”. Evidentemente, el Infierno sigue siendo (con perdón del juego de palabras) una cuestión candente tanto entre los creyentes como entre los no creyentes.
aparentemente la postura “universalista” sobre la salvación, según la cual todo el mundo al final se salva y que el Infierno, en consecuencia, está vacío. Muchos de sus correligionarios evangélicos sostienen que esta doctrina es contraria al cristianismo bíblico clásico y está diseñada para atraer a un público posmoderno para el que el único pecado imperdonable es ser “exclusivo”. Evidentemente, el Infierno sigue siendo (con perdón del juego de palabras) una cuestión candente tanto entre los creyentes como entre los no creyentes.
Por supuesto, esta controversia no tiene nada de nuevo. Ha existido durante casi toda la historia cristiana. Aunque a muchos les resulte desagradable incluso contemplarlo, la figura bíblica que más a menudo habla del Infierno y la condenación no es otra que el propio Jesús. Una y otra vez, en los Evangelios, Jesús advierte sobre la “Gehenna” y su fuego eterno; también cuenta la parábola de Dives y Lázaro, en la que el hombre rico es separado para siempre del seno de Abraham; y, en Mateo 25, advierte que los que descuidan las necesidades de los pobres irán “al castigo eterno”.
En el siglo III, Orígenes de Alejandría, uno de los teólogos más notables e influyentes de toda la tradición, formuló una enseñanza que denominó apokatastasis (restauración). Según esta doctrina, todos los pecadores -y de hecho todos los ángeles caídos, incluido el propio Satanás- serían, por la gracia de Cristo, llevados a la salvación al final. Orígenes pensaba que el fuego del infierno podía existir, pero no podía ser eterno, ya que, de ser así, el pecado sería más poderoso que la gracia. Pues bien, la Iglesia oficial reaccionó contra el universalismo de Orígenes, pues lo consideraba insuficientemente respetuoso con la libertad, tanto humana como angélica. Si la gracia de Dios es simplemente irresistible, entonces la libertad real de rechazar el amor de Dios parece comprometida.
Ahora bien, a raíz de esta condena, otros teólogos se movieron prácticamente hacia el otro extremo. San Agustín, obispo de Hipona en el siglo V, sostenía que el pecado original había producido una massa damnata (una masa condenada) de seres humanos, de entre los cuales Dios, en su inescrutable gracia, se había dignado escoger a unas pocas almas privilegiadas. Así pues, Agustín creía claramente que la inmensa mayoría de la raza humana sería condenada al infierno. Y aunque me incomode admitirlo, mi héroe, Santo Tomás de Aquino, siguió a Agustín al sostener que un gran número de personas están condenadas al infierno; ¡incluso enseñó que entre los placeres que disfrutan los santos en el cielo está la contemplación del sufrimiento de los condenados!
En el siglo XX, el teólogo protestante Karl Barth retrocedió en la dirección de Orígenes y articuló una postura más o menos universalista sobre la salvación. Sostenía que la cruz de Jesús había salvado al mundo y que la tarea de la Iglesia era anunciar esta gozosa verdad a todo el mundo. El teólogo católico Hans Urs von Balthasar era amigo de Barth y compatriota suizo, y presentó una doctrina un tanto barthiana al respecto, aunque se apartó del universalismo total. Balthasar argumentó que, dado lo que Dios ha logrado en Cristo, podemos esperar razonablemente que todas las personas se salven. La condena de la apokatástasis le obligó a abstenerse de afirmar que sabemos que todos se salvarán, pero su aguda sensibilidad ante el poder dramático de la cruz le convenció de que podemos albergar la esperanza viva y realista de que todas las personas acabarán siendo atraídas por el amor divino.
Estoy convencido de que Balthasar tiene más o menos razón. La doctrina católica es que el infierno existe, pero la Iglesia nunca ha afirmado saber si algún ser humano está realmente en el infierno. Cuando la Iglesia dice que el Infierno existe, quiere decir que el rechazo definitivo del amor de Dios es una posibilidad real. “Infierno” o “Gehenna” son metáforas espaciales de la solitaria y triste condición de haber rechazado definitivamente la oferta de la vida divina. Pero, ¿hay alguien en este estado? No lo sabemos con certeza. De hecho, se nos permite esperar y rezar para que todas las personas se rindan finalmente a la belleza seductora de la gracia de Dios.
Piensa en la vida de Dios como una fiesta a la que todo el mundo está invitado, y piensa en el Infierno como el rincón hosco al que tristemente se ha escabullido alguien que se niega resueltamente a unirse esa la diversión. Lo que esta imagen nos ayuda a comprender es que el lenguaje que sugiere que Dios “envía” a la gente al Infierno es engañoso.
La existencia del Infierno como posibilidad real es un corolario de dos convicciones más fundamentales, a saber, que Dios es amor y que los seres humanos son libres. El amor divino, libremente rechazado, se traduce en sufrimiento. Y, sin embargo, podemos, de hecho debemos, esperar que la gracia de Dios acabe por doblegar incluso al pecador más recalcitrante.
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