Por Carl E. Olson
¿Cuántos mandamientos dio Jesús? Es una pregunta delicada, ya que sabemos que Jesús dejó claro que había venido a cumplir la ley y que sus enseñanzas y acciones estaban encaminadas a completar -no a abolir- los mandamientos (cf. Mt 5:17-20). Pero, ¿qué mandamientos dio?
Los Evangelios sólo recogen uno de esos mandamientos, que se escucha en la lectura de hoy del Cuarto Evangelio: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amo”. La centralidad y la necesidad de ese amor son evidentes. Pero, ¿qué es exactamente ese amor? ¿Es una emoción? ¿Una pasión? ¿O algo más?
En primer lugar, el verdadero amor es “de Dios” y, por lo tanto, un don divino. Como tal, refleja la naturaleza de Dios, siendo santo, desinteresado y orientado al bien del otro.
Y eso nos lleva al segundo hecho, que Dios es amor, como tan célebremente escribe San Juan en su primera epístola. Este amor está ligado al gran misterio de la Trinidad, como explica el Catecismo:
El ser mismo de Dios es amor. Al enviar a su Hijo único y al Espíritu de Amor en la plenitud de los tiempos, Dios ha revelado su secreto más íntimo: Dios mismo es un eterno intercambio de amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en ese intercambio (CIC, 2210).
Por eso San Juan escribe que “todo el que ama es engendrado por Dios y conoce a Dios”, pues sólo hay una fuente de amor auténtico: el Dios Trino.
En tercer lugar, el amor es un don gratuito; no se puede coaccionar, manipular ni mercantilizar. El mejor ejemplo de ello lo encontramos en la Encarnación. Dios envió a su Hijo al mundo, dice San Juan, “para que tuviéramos vida por él”. El amor es un don, y por eso el amante inicia la relación vivificante con el amado: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo como expiación por nuestros pecados”.
Y eso pone de relieve la cuarta cualidad del amor: es desinteresado y sacrificado. Así es el amor de Cristo por sus discípulos: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Así es el amor sacrificado del Esposo por su Esposa, la Iglesia: “Maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5,25). Los que están unidos a Cristo en el amor no son esclavos, sino amigos, incluso los mismos hijos e hijas de Dios por la gracia: “Mirad qué amor nos ha dado el Padre para que seamos llamados hijos de Dios. Y así somos” (1 Jn 3,1).
Una quinta característica del amor es que actúa; no es sólo un concepto abstracto, sino una acción concreta. Si Jesús se hubiera limitado a hablar de amor y no hubiera aceptado la Cruz, ¿qué fuerza tendrían sus palabras? El verdadero amor se encarna, y por eso los dos mayores actos de amor del mundo se encuentran en el abrazo conyugal y en el acto de morir por otra persona.
Por último, este amor es para todos los hombres, no sólo para una tribu o una nación. La entrada de los gentiles en la Iglesia demostró que la nueva alianza es universal, “tanto para judíos como para griegos”, como dijo San Pablo a los corintios (1 Co 1,24). “El amor es la clave del misterio”, escribió el Arzobispo Fulton Sheen, señalando también que “ningún amor asciende a un nivel superior sin un toque de la Cruz”.
(Esta columna “Abriendo la Palabra” apareció originalmente en la edición del 10 de mayo de 2015 del periódico Our Sunday Visitor).
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