30 de Abril: Santa Catalina de Siena, virgen
(✞ 1380)
La bienaventurada virgen Santa Catalina de Siena, esposa de Jesucristo, nació en la ciudad de Siena, de padres virtuosos, y solo tenía lo necesario para pasar la vida.
Desde su más tierna infancia comenzó a resplandecer en ella la gracia de Dios; y apenas tenía cinco años, cuando subiendo o bajando alguna escalera de su casa se arrodillaba en cada escalón y decía el Ave María.
A la edad de seis años tuvo una visión celestial en la que Jesucristo le daba su bendición, quedando ella tan transportada, que su hermano no podía volverla en sí.
Algunas niñas se le juntaban con deseo de oír sus dulces palabras, y ella les enseñaba y se encerraba con ellas y hacía que se disciplinasen en su compañía.
A los siete años hizo votos de perpetua virginidad, y cuando más tarde, siendo ya una joven, sus padres le exigían que se casase, ella se cortó el cabello, que tenía extremadamente hermoso, por lo cual se enojaron mucho sus padres y la mandaron a hacer las cosas de la cocina en lugar de la criada.
Un día, cuando su padre la halló orando en un rincón de un aposento, y vio sobre su cabeza una blanca paloma, le otorgó su permiso para dejar las cosas del mundo y tomar el hábito de las Hermanas de la Penitencia, que le había ofrecido en una admirable visión el glorioso Santo Domingo.
Después que se vio plantada en el jardín de la religión, y fueron tan extraordinarias sus virtudes y tan excelentes sus dones celestiales, que no hay palabras con que puedan explicarse.
Jesucristo su esposo, la trataba tan familiarmente, que siempre estaba con ella.
Algunas veces le daba la sagrada comunión de su cuerpo y su sangre, otra vez le dio a beber de su costado, y en otra maravillosa aparición, le puso en su lado izquierdo su corazón divino, dejándole en la misma parte una prodigiosa herida.
Jesús la adornó también con toda suerte de gracias y prodigios, y era tanta la gente que venía a verla y con su sola presencia se compungían, que el sumo Pontífice dio al profesor de la virgen y a dos compañeros suyos amplia facultad de absolver a los que luego se querían confesar, y por ser tan grande la fama de sus virtudes, Gregorio XI y Urbano VI, se sirvieron de ella en negocios gravísimos de la cristiandad, y la enviaron como embajadora suya.
Finalmente a la edad de treinta y tres años murió diciendo aquellas palabras de Jesucristo: Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu.
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