Santos Faustino y Jovita, Mártires
(✝ 122)
Estos dos fortísimos mártires del Señor fueron hermanos muy ilustres por sangre y naturales de Brescia, principal ciudad de Lombardía.
Faustino, que era el mayor, fue ordenado sacerdote por el obispo Apolonio, y Jovita, como diácono.
Comenzaron los dos hermanos a ejercitar sus oficios con gran edificación de los fieles y acrecentamiento de la fe cristiana, lo cual, al enterarse el emperador Adriano, dio orden a Itálico, ministro suyo, que los detuviese y obligase, con halagos o con la fuerza, a renegar de Cristo.
Así lo hizo Itálico, pero hallándoles muy firmes en sus propósitos, no quiso tomar una decisión hasta que el mismo emperador, que tenía que ir a Francia, pasase por Brescia, y fuera él quien decidiese el destino de los santos.
Vino, pues, Adriano y los mandó a llevar al templo del Sol para que lo adorasen; más los dos santos hicieron oración al Dios del cielo, y luego, la estatua del Sol, que resplandecía con muchísimos rayos de oro fino, se puso negra como el hollín; y como los sacerdotes del ídolo pusiesen en ella las manos para limpiarla, cayó, se deshizo y se convirtió en ceniza.
El emperador se embraveció con este suceso, y condenó a los dos santos a las fieras; pero los leones, osos y leopardos se amansaron como ovejas a sus pies y se los lamían.
Después de esto Adriano mandó echar los santos al fuego, y ellos estaban en medio de las llamas como en una cómoda cama, alabando y cantando himnos al Señor.
Los arrojaron luego en la cárcel para que así pasasen hambre y sed; pero vinieron los ángeles del cielo a confortar y alegrar a los esforzados guerreros del Señor.
Los sacaron de la celda y los pusieron después boca arriba y les echaron plomo derretido con unos embudos por la boca, les aplicaron a los costados planchas encendidas, les echaron estopa, resina, aceite, encendieron un gran fuego alrededor de ellos y el mismo fuego perdió su fuerza. Al observar esto, muchísimos gentiles, espantados de tantos prodigios, se convirtieron y se proclamaron cristianos.
Finalmente, el emperador, no sabiendo ya qué hacer y teniendo por afrenta ser vencido por los dos Santos mártires, los entregó a Antíoco, el gobernador, el cual después de haber probado en vano todo tipo de suplicios, los mandó degollar fuera de la ciudad, junto a la puerta de ella que va a Cremona.
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