miércoles, 28 de febrero de 2024

NUESTRA INFELIZ JUVENTUD

Muchos jóvenes parecen haber caído en el modo de vida más antihumano en el que jamás se haya asentado civilización alguna.

Por Anthony Esolen


Los jóvenes -nos dicen, y tenemos ojos para verlo- son infelices. Los de la industria farmacéutica son conscientes del filón de oro que ha abierto la depresión, con gente corriente e infeliz agrandando en esa grieta. Eso no debería sorprender a ningún cristiano sensato, que debería saber dónde se encuentra cierta medida de felicidad terrenal, incluso para quienes no conocen a Cristo.

Basta con modificar un poco la pregunta para ver a qué se enfrentan los jóvenes. En lugar de preguntar por qué son infelices, podríamos preguntar por qué no son felices, lo que a su vez podría llevarnos a preguntar por qué tienen que ser felices. Eso podría revelarnos en toda su monotonía lo que parece ser la forma de vida más antihumana en la que cualquier civilización se haya asentado jamás: paralizada sin descanso, sombría sin sobriedad, abstraída sin pensamiento, licenciosa sin siquiera el vigor animal de la licencia; siempre gritando, pero sin buenos ánimos.

Cuando yo era un joven solitario, el aire libre era un consuelo para mí, incluso en los días más fríos del invierno, cuando iba al bosque con mi perro y recorría los viejos senderos de las minas, pensando, y aquí y allá veía las huellas de ciervos o conejos en la nieve helada. En verano, sin embargo, todo el mundo estaba fuera todo el tiempo, para jugar al futbol o a muchos otros juegos. La acción es buena para el cuerpo, y el juego es bueno para el alma.

Pero nuestros jóvenes no están al aire libre haciendo esas cosas. Si pasamos por un parque infantil, normalmente estará vacío. La escuela se ha encargado de vaciarlos, ya que ha devorado cada vez más tiempo del día de los niños, y el entretenimiento de masas y las redes antisociales se han encargado de cerrar las puertas al mundo exterior y sellarlas herméticamente.

Yo podía jugar a esos juegos, y lo hacía, porque había muchos otros jóvenes en nuestro barrio que lo hacían posible, y no sólo posible, sino casi imposible no hacerlo. Pero menos niños en casa significa menos niños en el barrio. Podríamos decir que hay una des-masa crítica, un punto de hundimiento, por debajo del cual algo tan ordinario como un partido de futbol se convierte en una cosa del pasado, al igual que otras actividades sociales, como los bailes semanales, los conciertos de música en algún parque, los desfiles en la ciudad durante alguna fecha patria, etcétera.

¿Y por qué no hay actividades sociales en todas partes, de modo que uno tenga que desviarse de su camino para no participar?

Los intereses de las personas pueden variar de un lugar a otro, al igual que su educación y sus experiencias, de modo que el corredor de bolsa que lee a Tolstoi -suponiendo que todavía existan estos raros animales- puede tener poco que conversar con un camionero que nunca ha oído hablar de él; aunque en nuestra época estos atributos pueden invertirse, ya que las escuelas y universidades hacen todo lo posible para que la lectura sea inconcebible. En cualquier caso, cuando hay niños, a nadie le falta nunca algo que decir.

Todos hemos sido niños; recordamos lo que solíamos hacer; podíamos entablar una amistad, o al menos una amable relación con nuestros compañeros de juegos. 

Si los niños tuvieran al menos su familia, una madre y un padre y tal vez un hermano o dos, eso sería algo, pero pensemos en cuántas veces no es así. No me estoy refiriendo sólo a los destrozos que el divorcio causa en el mundo de un niño dejándolo demasiado frágil, ni siquiera a que tantos de ellos crezcan sin un padre en el hogar. Esta atenuación o evisceración de la vida familiar tiene su contrapartida fuera del hogar; porque, por primera vez en la historia y en la prehistoria del hombre, es probable que los niños pasen la mayor parte de sus horas de vigilia en compañía de personas que no les quieren y que, al cabo de poco tiempo, puede que ni siquiera recuerden sus nombres.

La guardería es, en el mejor de los casos, una inhumanidad económicamente inevitable, que lo que hace es sembrar en la mente del niño la expectativa de que la mayoría de los intercambios humanos van a estar estrictamente regulados y van a ser superficiales. Luego están los largos viajes en autobús para ir y regresar de la escuela, que han sustituido la actividad más humana de caminar, en cierto modo sin prisas, por la oportunidad de parar aquí o allá para comprar algo de beber en el supermercado, jugar en el parque o ir a la peluquería a cortarse el pelo al regreso de la escuela, cosas que yo hacía cuando era aquel tímido niño de pocas palabras.

Y luego, la propia escuela. Si se reuniera a una docena de personas que odian a los niños, dudo que pudieran planificar una forma (legal) de instrucción más desalentadora y más alejada de la naturaleza y las necesidades de los niños que la que se ofrece en la excesivamente grande y necesariamente anónima escuela pública. En cualquier institución de mil personas, la mayoría de las personas con las que te cruces, no sabrán ni les importará saber quién eres.

Y cuando entras en clase, ¿qué te enseñan? A despreciar a tu país, y a sentirte orgulloso de despreciarlo; si eres hombre, a despreciar a tu propio sexo, o a que te consideren odioso si no lo haces; a rechazar el pasado como algo intrascendente, y por lo tanto, a aislarte de tu herencia cultural; a despreciar la fe religiosa de tus padres, si es que tienen alguna. No hay alegría ni asombro inocente en lo que te dan a leer, sino más bien sermoneo político, dureza, vulgaridad y el triste ejemplo de la gente que no cree en nada, a menos que sea la última moda política o sexual, retorcida por el resentimiento, la inseguridad y la ira.


Cuando no estás en la escuela, ¿qué haces? ¿Entretenimiento en los “espectáculos masivos”? Allí encontrarás lo lúgubre y oscuro. ¿Pueden al menos allí enamorarse los chicos y las chicas? No si han aprendido sus lecciones. A las chicas se les enseña en la escuela que los chicos son violentos, sucios y estúpidos; y a los chicos se les enseña que las chicas son desconfiadas, presumidas y volubles. En cualquier caso, enamorarse se presenta como algo imprudente, incluso ridículo: la ambición es lo primero, y nada debe interponerse en tu camino. Pero ambición, ¿para qué? ¿Para un trabajo bien pagado? ¿Para qué? ¿Quién ha sido feliz por ambición? ¿Quién ha llorado de alegría por un sueldo, sin tener una compañía con quien gastar el dinero?

Pero aunque no se enamoren, eso no significa que no tengan experiencias sexuales. Las tienen. Sus almas se queman con la impersonalidad del porno; o se dedican al “enganche”, ahuyentando la soledad con lo que traerá más de lo mismo, y peor; o ellos y sus parejas actúan como si estuvieran casados sin estarlo, lo que produce, en general, una serie de naufragios emocionales, la peor forma concebible de prepararse para el matrimonio. Y si se concibe un hijo, hay muchas probabilidades de que acabe muerto.

Una fuente de felicidad humana ordinaria tras otra se ha echado a perder para ellos. Entonces llegamos a la cumbre de la vida, la alegría del culto a Dios. Nada en la escuela lo fomenta. El entretenimiento de masas lo calumnia. Si asistes a un servicio religioso novus ordo, verás en las ceremonias y en los festejos la misma flaqueza que en la vida social, o mejor dicho, en la vida no social: pocos niños, gente vestida como si fuera de medio pelo, sermones que no intentan penetrar hasta el santuario interior del corazón porque, para ser sinceros, ¿quién tiene ahora uno de esos?

N.d.R.: Busca la Misa Tradicional, porque solo Dios puede satisfacer el corazón humano.

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