Hace poco tuve oportunidad de hablar un largo rato con un pequeño grupo de monjas (que curiosamente eran monjas en serio: ni “solteronas”, ni “caras de pepinillos en vinagre” y mucho menos “mujeres de cuarenta o sesenta años con la madurez de una chicuela de quince”) como uno se imagina que deben ser las monjas y que, en este caso y por una serie de circunstancias, estaban descubriendo el mundo tradicional. Nunca habían sido progresistas, pero habían vivido toda su vida en la Iglesia de hoy, por lo que les parecía lo más normal del mundo desde la liturgia hasta la expresión de la fe propias del postconcilio. Nos encontramos en una misa cantada en Rito Tradicional, que estaba rebosante de gente, sobre todo de jóvenes —algo que ellas no podían creer— y, en la conversación posterior, repetían una frase una y otra vez: “Nos engañaron”.
Sí, la “iglesia del postconcilio” y sus ministros engañaron cruelmente a millones de católicos; les negaron las aguas frescas del manantial que regó a los cristianos durante dos mil años, para darles a beber aguas salobres que no calman la sed, sino que la acrecientan. Y esto que digo no es un recurso retórico: las pruebas aparecen por doquier para quien tenga ojos y honestidad intelectual para verlas. Acabo de narrar el caso concreto de una comunidad religiosa de monjas, pero pongamos algún otro ejemplo más universal. En el oficio de vísperas de los viernes, los monjes cantan —los pocos que aún lo hacen— desde la primera Edad Media un himno de San Gregorio Magno, el Plasmator hominis, una de cuyas estrofas dice lo siguiente:
Repelle a servis tuis,
quicquid per immunditiam,
aut moribus se suggerit,
aut actibus se interserit.
Aleja de tus siervos,
todo aquello que por la inmundicia,
se adhiera a las costumbres
o se interponga en las obras.
Este enorme santo y doctor, Gregorio el Grande, sabía tal como sabían todos los cristianos, que de lo inmundo o impuro hay que escapar, y que hay que pedirle a Dios que nos aparte de él. Pero hoy vemos sin embargo, que los “ministros” de la iglesia no sólo han dejado a los hombres vivir en la inmundicia sino que los animan a seguir revolcándose en ella. Por ejemplo, el sábado pasado se informó que en la catedral de San Patricio de Nueva York se ofició el funeral de un tal Sr. “Cecilia” Gentili, argentino, que había sido un conocido travesti de esa ciudad. Su foto presidía la misa junto al féretro, en el que fue recordado como the whore y travestite, es decir, como “la puta” y “el travesti”, porque el Sr. Gentili no murió arrepentido de su vida de pecado. Se hacía llamar públicamente “Cecilia la atea” y “Cecilia la puta”, y con tales apodos murió.
En esa “misa” no se rezó a Dios por su alma, sino que se le rezó a él: “Querida puta Cecilia, madre de todas las putas, danos fuerza y coraje para continuar tu legado”, oraban. Es escalofriante ver el video en el que el “sacerdote”, desde el altar y revistiendo los ornamentos sagrados, ríe a carcajadas acompañado de la algarabía de los presentes -ataviados al estilo “puta” y “travesti”-, junto al cuerpo insepulto del desgraciado difunto. Parece una escena tomada de El jardín de las delicias de El Bosco. Sí, a esto nos ha conducido la “iglesia francisquista”: no a rescatar a nuestros hermanos que se arrastran en la esclavitud del vicio y del pecado, como hicieron los santos, sino a festejarles su inmundicia, la misma que San Gregorio pedía evitar.
Pero no estamos frente a un caso aislado. Fiducia supplicans es la prueba más estupefaciente de lo que estamos viviendo: la pretensión oficialmente proclamada por esta “iglesia” de bendecir la inmundicia, redactada por un cardenal, autor orgulloso de libros inmundos, y refrendada por la “autoridad” del “sucesor de Pedro”. Este hecho es, por fin, el necesario sinceramiento de lo que se venía ocultado desde hace al menos cinco décadas. Con Fiducia supplicans se sacaron la máscara; ya no necesitan esconderse tras ella. Ellos efectivamente “acompañan a los hombres”, como les gusta decir, pero no para apartarlos del precipicio sino para conducirlos y arrojarlos a él.
Pero alejemos la lupa y veamos la situación desde una perspectiva filosófica. Desde hace mucho tiempo, quizás ya desde el siglo XIX, el hombre perdió todas sus seguridades, o mejor, se hizo consciente de esa pérdida. La no-seguridad pertenece intrínsecamente a nuestra naturaleza caída. La sujeción a la amenaza de la nada y el malestar por la carencia de seguridad son nuestros modos de existir, inherentes al hombre no como defectos accidentales que una voluntad resuelta pueda vencer, sino como ineluctables consecuencias derivadas de la profundidad del ser humano.
El hombre es un criatura sacada de la nada, y su origen en la nada lo caracteriza constantemente. Tiene también, es verdad, un origen en la voluntad divina, pero Dios lo llamó de la nada, y es por eso que repercuten en él el esplendor de Dios junto al esplendor de la nada.
Nos movemos fatalmente en la cornisa de un abismo, que cuando todo sonríe está oculto, pero en épocas de dolor y sufrimiento se muestra en toda su profundidad. Como escribe Rilke en las Elegías de Duino, “Los sagaces animales advierten —¡qué peligrosamente se nos escurre la vida!— en este mundo de sentidos inventados…”. Somos “los eternamente expuestos al riesgo”. Y sin embargo, aquellos que no nos resignamos a este estado de desesperanza, acudimos a una realidad superior, imposible de abatir y que habita al reparo de la nada. Y a esta realidad que conocemos más allá de la experiencia sensible, la llamamos Dios. Es sólo en Dios que el hombre puede conseguir el albergue definitivo que anhela y que tiene clausurado en el ámbito de este mundo. Pero aún así, su inseguridad terrenal no desaparece, aunque se revela como una sujeción superficial a la amenaza, destinada a ser sumergida en la salvación (Rm. 8, 28-39).
Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, es la garantía inquebrantable de la superación de la no-seguridad que cargamos en nuestra naturaleza. Él es el Pontífice, el puente que nos une al Padre, que nos traslada de la intemperie de la inseguridad y de los riesgos del abismo, a la seguridad y a la paz del albergue, que es el amor del Padre. Y es la Iglesia Católica la encargada por el Salvador para transmitir a los hombres Su gracia y para acompañarlos y ayudarlos a encontrar y atravesar el puente.
De aquí entonces la gravedad “metafísica” de lo que está sucediendo, y que va más allá de lo fenoménico de una “misa de putas” o de que quien custodia el Depósito de la Fe sea un pornógrafo. Se trata de la apostasía (απο - στασις) o el “colocarse fuera” del munus o de la misión recibida del Esposo, trocada en el munus o misión contraria: ya no acercar a los hombres al puente que atraviesa el abismo de la no-seguridad existencial y de la nada y ayudarlos a cruzar, sino de un “acompañamiento del hombre” —palabra tan cara al bergoglianismo— hasta el borde del precipicio y arrojarlo en él.
Ya nadie puede hacerse el distraído. El cambio de la liturgia fue la teatralización temprana del pasaje a una “nueva iglesia” y a una “nueva fe”; el cambio en la Doctrina oficializado en los documentos del “pontificado de Francisco” son ya el fruto verdadero del gran engaño que sufrimos. Se cayeron las máscaras.
Pero no estamos frente a un caso aislado. Fiducia supplicans es la prueba más estupefaciente de lo que estamos viviendo: la pretensión oficialmente proclamada por esta “iglesia” de bendecir la inmundicia, redactada por un cardenal, autor orgulloso de libros inmundos, y refrendada por la “autoridad” del “sucesor de Pedro”. Este hecho es, por fin, el necesario sinceramiento de lo que se venía ocultado desde hace al menos cinco décadas. Con Fiducia supplicans se sacaron la máscara; ya no necesitan esconderse tras ella. Ellos efectivamente “acompañan a los hombres”, como les gusta decir, pero no para apartarlos del precipicio sino para conducirlos y arrojarlos a él.
Pero alejemos la lupa y veamos la situación desde una perspectiva filosófica. Desde hace mucho tiempo, quizás ya desde el siglo XIX, el hombre perdió todas sus seguridades, o mejor, se hizo consciente de esa pérdida. La no-seguridad pertenece intrínsecamente a nuestra naturaleza caída. La sujeción a la amenaza de la nada y el malestar por la carencia de seguridad son nuestros modos de existir, inherentes al hombre no como defectos accidentales que una voluntad resuelta pueda vencer, sino como ineluctables consecuencias derivadas de la profundidad del ser humano.
El hombre es un criatura sacada de la nada, y su origen en la nada lo caracteriza constantemente. Tiene también, es verdad, un origen en la voluntad divina, pero Dios lo llamó de la nada, y es por eso que repercuten en él el esplendor de Dios junto al esplendor de la nada.
Nos movemos fatalmente en la cornisa de un abismo, que cuando todo sonríe está oculto, pero en épocas de dolor y sufrimiento se muestra en toda su profundidad. Como escribe Rilke en las Elegías de Duino, “Los sagaces animales advierten —¡qué peligrosamente se nos escurre la vida!— en este mundo de sentidos inventados…”. Somos “los eternamente expuestos al riesgo”. Y sin embargo, aquellos que no nos resignamos a este estado de desesperanza, acudimos a una realidad superior, imposible de abatir y que habita al reparo de la nada. Y a esta realidad que conocemos más allá de la experiencia sensible, la llamamos Dios. Es sólo en Dios que el hombre puede conseguir el albergue definitivo que anhela y que tiene clausurado en el ámbito de este mundo. Pero aún así, su inseguridad terrenal no desaparece, aunque se revela como una sujeción superficial a la amenaza, destinada a ser sumergida en la salvación (Rm. 8, 28-39).
Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, es la garantía inquebrantable de la superación de la no-seguridad que cargamos en nuestra naturaleza. Él es el Pontífice, el puente que nos une al Padre, que nos traslada de la intemperie de la inseguridad y de los riesgos del abismo, a la seguridad y a la paz del albergue, que es el amor del Padre. Y es la Iglesia Católica la encargada por el Salvador para transmitir a los hombres Su gracia y para acompañarlos y ayudarlos a encontrar y atravesar el puente.
De aquí entonces la gravedad “metafísica” de lo que está sucediendo, y que va más allá de lo fenoménico de una “misa de putas” o de que quien custodia el Depósito de la Fe sea un pornógrafo. Se trata de la apostasía (απο - στασις) o el “colocarse fuera” del munus o de la misión recibida del Esposo, trocada en el munus o misión contraria: ya no acercar a los hombres al puente que atraviesa el abismo de la no-seguridad existencial y de la nada y ayudarlos a cruzar, sino de un “acompañamiento del hombre” —palabra tan cara al bergoglianismo— hasta el borde del precipicio y arrojarlo en él.
Ya nadie puede hacerse el distraído. El cambio de la liturgia fue la teatralización temprana del pasaje a una “nueva iglesia” y a una “nueva fe”; el cambio en la Doctrina oficializado en los documentos del “pontificado de Francisco” son ya el fruto verdadero del gran engaño que sufrimos. Se cayeron las máscaras.
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