Todo cristiano debe cuidar de sus enfermos. Basta pensar que Nuestro Señor Jesucristo considera hecho a Sí mismo lo que se hace a los enfermos. En el Día del Juicio, Él dirá a los justos: “Venid, benditos de mi Padre, y poseed el Reino de los cielos preparado para vosotros desde el principio del mundo, porque estuve enfermo y me visitasteis”. Y los justos le preguntarán: “Señor, ¿cuándo estuviste enfermo y te visitamos?” Y Jesucristo responderá: “Todo lo que le hicisteis a uno de estos pequeños, a Mí me lo hicisteis”.
Un día que Santa Isabel de Hungría había acostado a un enfermo en su propia cama, entró su marido en la habitación y vio que era Nuestro Señor Jesucristo. Un día que San Juan de Dios estaba lavando los pies de un enfermo abandonado en su hospital de Granada, quiso besarlos; se dio cuenta en ese momento que era Jesucristo, quien inmediatamente desapareció y un gran resplandor llenó todo el hospital.
Paciencia
Cualquiera que cuide a un enfermo debe ante todo tener paciencia. De esta manera obtendrá muchos méritos para el Cielo y no aumentará los dolores y penas del enfermo. Esta paciencia será tanto más necesaria cuanto que el paciente se queja no sólo de su dolor, sino también de su falta de virtud.
Solicitud
A la paciencia hay que sumarle la solicitud gozosa. Que el paciente perciba que lo tratamos con alegría y afecto. Hazle entender que cuidar de él no es una carga, sino al contrario, una fuente de alegría. En cierta ocasión, una persona enferma mostró su profunda gratitud a San Francis Regis, el santo respondió: “Soy yo quien debo agradecerle. Gano más que tú prestándote este insignificante servicio”.
Celo apostólico con los enfermos
El cuidado espiritual de los enfermos debe combinarse con el cuidado corporal. Hay que fomentarlo, no por motivos puramente humanos, sino mucho mejor y principalmente, por motivos sobrenaturales. Debe ser exhortado a sufrir con resignación, por amor e imitación de Jesucristo crucificado, de la Virgen de los Dolores, y por la satisfacción de sus pecados, para disminuir su propio Purgatorio y aumentar su gloria en el cielo.
Las enfermedades nos alejan del pecado, nos acercan a Dios purificando el alma y nos hacen más parecidos a Jesucristo. El espíritu de la Iglesia es que, incluso en enfermedades no mortales, el enfermo reciba al menos el Sacramento de la Penitencia, aprovechando el tiempo disponible y las condiciones favorables para hacer una buena confesión. Cuando se prevea que la enfermedad durará un tiempo determinado, o con motivo de una celebración importante, es muy aconsejable hacer la Sagrada Comunión, que los Sacerdotes llevarán a casa del enfermo, si éste no puede desplazarse a la iglesia.
La Iglesia, en su solicitud maternal por los enfermos, ha proporcionado también varias bendiciones especiales para ellos: adultos, niños, peregrinos; por otro lado, también hay bendiciones para remedios, apósitos y vendas, vino destinado especialmente a los enfermos e incluso al lecho del enfermo.
Enfermedades graves
Si todo enfermo merece nuestra preocupación espiritual, con mayor razón también la merece el moribundo.
No hay nada más importante que el momento de la muerte, porque de este momento depende nuestra eternidad. A pesar de la importancia crucial de este terrible momento, muchos cristianos descarriados, para no enojar o alterar al enfermo, o incluso por alguna creencia más o menos supersticiosa según la cual esto podría adelantar el momento de la muerte, dejan que sus enfermos pasen al otro mundo sin haber recibido los últimos sacramentos, o recibiéndolos una vez que han perdido el conocimiento. Probablemente cuando el pobre enfermo ya ha muerto, se acuerdan de llamar al sacerdote.
Lejos de amar a los pacientes, los odian, si hemos de creer a San Agustín: “amar mal es odiar”. ¿Quién se atrevería a afirmar que ama al paciente si, con el pretexto de no causarle dolor, porque el remedio sería amargo o doloroso, no le diera el tratamiento prescrito? ¿Sería más sensato no aconsejarle que recibiera los últimos sacramentos a tiempo, es decir, con plena conciencia?
¡Cuántas personas estarían hoy en la gloria, en vez de condenadas al infierno por toda la eternidad, si se hubieran confesado bien a la hora de la muerte!
Confesión y viático
Cuando la enfermedad se agrave, deberá ser notificado sin demora el Sacerdote para que pueda administrar los últimos sacramentos al enfermo. Esto se aplicaría también a los niños que, habiendo alcanzado el uso de razón, aún no han recibido la comunión. En efecto, podrían haber cometido algún pecado que luego tendrían que confesar y, en cualquier caso, deben recibir la comunión en viático.
Para la Comunión siempre preparamos:
♦ una mesa pequeña y limpia
♦ un mantel blanco sobre la mesa
♦ un vaso de agua potable
Y si es posible:
♦ un Crucifijo y dos velas.
Después, y mientras dure el peligro de muerte o la incapacidad real del enfermo para acudir a la iglesia, podrá comulgar con mucho fruto siempre que esto sea posible. El enfermo está exento de ayunar en la Eucaristía por el viático; para las demás Comuniones, se seguirán las reglas habituales para la ordinaria. Hay que tener en cuenta que la medicación en sentido estricto no rompe el ayuno eucarístico.
Extremaunción
Cuando el peligro de muerte es moralmente cierto, se debe administrar el sacramento de la Extremaunción. La costumbre de esperar hasta el último extremo para hacer esto es absolutamente condenable: en la medida de lo posible, el paciente debe poder recibirlo en plena conciencia para extraer de ello todos los frutos espirituales. ¡Cuántas veces sólo llamamos al Sacerdote cuando ya es muy tarde, y muchas veces incluso desgraciadamente demasiado tarde, con falsos pretextos dictados por la falta de espíritu de fe, el miedo a asustar a los enfermos, etc.! ¿No es mejor un temor saludable que una condena eterna “en paz”? Es más, la experiencia del sacerdocio demuestra que los enfermos suelen alegrarse mucho de ver al sacerdote, incluso los viejos anticlericales gruñones, que, a medida que se acercan a la muerte, ven las cosas de la vida desde un ángulo quizá antes insospechado.
Para la Extremaunción siempre preparamos:
♦ una mesa pequeña y limpia
♦ un mantel blanco sobre la mesa
Y si es posible:
♦ un crucifijo y dos velas
♦ unas bolitas de algodón pequeñas
♦ unos trozos de pan rallado
♦ una rodaja de limón.
Este sacramento tiene varios efectos:
1. El aumento de la Gracia santificante.
2. Borra los pecados veniales, e incluso los mortales, que el enfermo, que tiene contrición, no pudo confesar.
3. Da fuerza para soportar con paciencia las enfermedades, resistir las tentaciones y morir santamente, y también ayuda a recobrar la salud, si es para el bien del alma.
Oraciones jaculatorias
A medida que el paciente se acerca al desenlace fatal, le ayudaremos provechosamente sugiriéndole al oído, y sin cansarlo, algunas jaculatorias que lo alentarán a la contrición de sus pecados y a la confianza en la misericordia divina. La recitación de oraciones jaculatorias en estas circunstancias está provista de indulgencias, cualesquiera que sean las oraciones utilizadas. Lo que debe producirse son actos de Fe, Esperanza y Caridad; de dolor por los pecados cometidos, perdón de las ofensas recibidas y conformidad a la voluntad divina.
Conviene llamar al Sacerdote para los últimos momentos, para que rece las oraciones litúrgicas de los moribundos y pueda asistir al enfermo en su ministerio hasta el final.
Le Parvis n° 138
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