Por H.W. Crocker III
Una amiga de mi esposa estuvo de visita el otro día y dijo: “Cuando estaba embarazada, sabía que llevaba un bebé, y si un médico me hubiera dicho que sólo podía salvarme a mí o al bebé, eso ni siquiera era una pregunta: Salva al bebé”.
A lo que pensé: Por supuesto.
El primer embarazo de mi esposa nunca puso en riesgo su vida, pero, después de un parto largo y arduo, tuvo que someterse a una cesárea de emergencia porque el bebé estaba en peligro. Si en ese momento le hubieran preguntado: “Es tu vida o la del bebé”, no tengo dudas de cómo habría respondido.
Nuestra quinta hija tenía síndrome de Down. No tuvimos ningún aviso previo y fue un gran shock. El médico me llevó aparte y me dijo que, además de otras complicaciones, nuestra nueva hija necesitaría una cirugía cardíaca cuando tuviera unos cuatro meses. Se sometió a esa cirugía y su recuperación fue más larga y difícil de lo esperado.
De hecho, fue muy complicado. Los médicos y enfermeras fueron geniales. Pero en otro lugar diferente, a una madre y a un padre se les podría aconsejar: “Tú no pediste esto. Te esperan años de sacrificio. Podríamos, suavemente, liberar a esta niña de la vida. Ella no sufrirá ningún dolor. De hecho, ella nunca sentirá ni sabrá nada”.
Este tipo de consejo se ofrece ahora mismo en hospitales de todo el mundo. Se ofrece comúnmente cada vez que aparece el síndrome de Down en un examen prenatal.
Y ciertamente parece de rigor en estos días que las actrices famosas proclamen que sus abortos les permitieron desarrollar sus carreras y esperan aplausos por este anuncio. Deshacerse de esos bebés no deseados les ha permitido protagonizar anuncios de venta de pasta de dientes o teléfonos móviles o películas sobre superheroínas que golpean a hombres del doble de su tamaño (gracias a los efectos especiales). Estas superestrellas han subido por una escalera de calaveras de niños.
Esto es “progreso”, o eso nos dicen. Pero es necesario definir el progreso, y en este contexto, no es más que alejarse del cristianismo. El sacrificio de niños no es algo nuevo. Sacrificar niños a los ídolos es típico de las sociedades paganas. La idolatría preferida hoy en día es convertirnos en ídolos de nosotros mismos. El cristianismo abolió el sacrificio de niños y la antigua idolatría. Si queremos abolir nuevamente el sacrificio de niños, necesitaremos que el cristianismo triunfe sobre la nueva idolatría.
Los paganos de hoy todavía dan por sentada cierta moralidad cristiana, incluso cuando la rechazan y la socavan. Es por eso que muchos todavía entienden que ser padre –que ser una persona moral– implica autosacrificio. Es por eso que esperamos que un miembro del Servicio Secreto se ponga en peligro frente a la bala de un atacante. Por eso, cuando un drogadicto enloquecido te ataca con un cuchillo, tú, como hombre, te acercas al atacante para defender a tu familia. No lo bloqueas con tu hija en silla de ruedas diciendo: “¡Llévala! ¡Es sólo una boca inútil que alimentar!”
Cuando hablamos de la fibra moral de un pueblo, en realidad estamos hablando de esto, y deberíamos ver cómo el desmoronamiento del cristianismo en Occidente está desmoronando nuestra fibra moral como individuos y como pueblos al mismo tiempo. Es por eso que la moralidad de las generaciones anteriores nos reprende (cuando tomamos rumbos anticristianos) y por qué los progresistas están tan interesados en reprender el pasado (por considerarlo racista, sexista, colonialista y cristiano).
Para el cristiano, la vida es un regalo, es buena y no debe tomarse a la ligera. Si queremos ganar el mundo para Cristo, si queremos ganar las batallas provida que están por venir, debemos aceptar los casos difíciles, que en realidad no lo son tanto. Puede que no todos los embarazos sean “planificados”, pero sabemos cómo ocurren los embarazos, y es por eso que las generaciones anteriores enseñaron que primero viene el amor, luego el matrimonio y luego el bebé en el cochecito.
Hemos progresado más allá de eso, por supuesto, más allá de la castidad y la virtud y todas esas otras palabras pasadas de moda. Pero el embarazo casi invariablemente surge de un acto voluntario y consensual, un acto, podríamos decir, de una mujer que controla su propio cuerpo. Los abortos realizados por violación o incesto representan menos del 2 por ciento de todos los abortos (y tal vez mucho menos que eso). En todos y cada uno de los casos, el niño en el útero es una vida; y si la madre no quiere llevar el peso de esa vida... bueno, ¿adivina qué? Hay muchos padres dispuestos a adoptar a ese niño y asumir esa carga.
Esa carga no tiene un retorno de la inversión garantizado. El niño puede resultar un santo o un pecador impenitente, el adolescente puede resultar agradecido o desagradecido, el adulto puede resultar bueno, malo o feo. Pero sigue habiendo muchos padres dispuestos a sacrificarse para que esos niños tengan su oportunidad.
Ahora bien, he trabajado en política, de una manera u otra, toda mi vida, incluso en campañas electorales y en el gobierno. Entiendo y aprecio que la política es el arte de lo posible. Deberíamos esperar que los políticos –incluso los buenos– propongan y acepten los compromisos necesarios. Pero la política existe en muchos niveles, y las limitaciones que atan al funcionario electo no atan al resto de nosotros, que deberíamos defender y promover el evangelio de la vida al máximo.
Margaret Thatcher, una política nada despreciable, dijo la famosa frase: “Primero se gana la discusión, luego se gana la elección”. Depende de todos nosotros, en nuestros estados separados, ganar la discusión.
Es un argumento que debemos ganar. Si queremos ser un buen pueblo, tenemos que ser un pueblo cristiano. Tenemos que ser un pueblo que valore la vida desde la concepción hasta la muerte natural. Entre medias, puede haber -habrá- todo tipo de sufrimientos. Pero la vida, como mi mujer no deja de recordarme, es buena; y nosotros, como cristianos, deberíamos saberlo y proclamarlo mejor que nadie.
The Catholic Thing
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