San Juan Crisóstomo, Obispo, Confesor y Doctor
(✝ 407)
San Juan, llamado por su elocuencia el Crisóstomo, que quiere decir boca de oro, nació de padres ilustres, en Antioquía. Aprendió las ciencias humanas en Atenas, y la sabiduría divina en el retiro monacal y en el encerramiento en una cueva, donde por espacio de dos años hizo penitencia muy rigurosa.
Ordenóse como presbítero en Antioquía, y cuando el santo Obispo Flaviano imponía las manos sobre él, vióse una blanca paloma, que volando blandamente, vino a posar sobre la cabeza del nuevo sacerdote.
Encomendándosele el ministerio de la divina palabra, fue tan asombrosa la virtud de su predicación, que en breve se reformó aquella populosa ciudad.
En esto quedó vacante la silla de Constantinopla y todos pusieron los ojos en el Crisóstomo, y entendiendo el emperador Arcadio que el santo había de huir a aquella dignidad mandó al gobernador de Antioquía que se apoderasen de él secretamente, y con buena guardia le llevaron a Constantinopla.
Llegando a aquella capital del imperio, fue recibido triunfalmente y consagrado Obispo y Patriarca. En pocos días mudó también de semblante aquella corte, y es imposible decir las maravillas que allí obró el incomparable y elocuentísimo prelado, el cual como si hallase estrecho aquel campo de su celo, recorrió además la Fenicia, y los pueblos de los Escitas y Celtas, exterminando de todo el Imperio las herejías de los Eunomiamos, Arrianos y Montanistas, y extendiendo su vigilancia pastoral a todas las iglesias de Tracia, de Asia y del Ponto, que eran veintiocho provincias eclesiásticas.
No le faltaron enemigos así en la corte como en el clero; formóse contra él un conciliábulo, que le depuso de su silla patriarcal; más apenas había tomado el santo el camino de su destierro, cuando un pavoroso terremoto movió a la emperatriz Eudoxia a restablecerle en su silla. Dos meses después, por haber predicado, con apostólica libertad, contra unos juegos públicos que eran resabios de la gentilidad, enojóse la emperatriz de manera que determinó desterrarle a una miserable población de Armenia, a donde llegó muy enfermo y fatigado por el penoso viaje. Entonces cayó sobre Constantinopla una tempestad de rayos y piedra que hizo horrorosos estragos. La emperatriz murió de repentina muerte y casi todos los perseguidores de Crisóstomo vieron sobre sí la venganza del cielo.
Finalmente, desterrado en Arabina, y después en desierto de Pitias, y conociendo que había llegado su hora postrera, cubrióse con una vestidura blanca para recibir la Sagrada Comunión, en la iglesia de San Basilisco, donde entregó al Señor su alma preciosa.
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