Por Lucía Comelli
La primera contribución de la Iglesia a lo largo de las vicisitudes humanas ha sido siempre iluminar las conciencias proclamando la Palabra de Dios y la Verdad sobre el hombre, adquirida mediante la Revelación y el uso de la razón. En efecto, Dios no sólo se ha revelado en las Sagradas Escrituras, sino que lo ha hecho desde el principio de los tiempos creando un mundo que el intelecto humano ha descubierto dotado de orden y finalidad.
Nunca ha sido tarea de la Iglesia encontrar soluciones técnicas a los diversos problemas que afligen a la sociedad, pero, como experta en humanidad que es, puede ofrecer un horizonte de sentido que permita a estos problemas encontrar su justo lugar, es decir, ofrecer criterios de juicio y líneas de acción que permitan, en todo caso, respetar a la persona humana, hecha a imagen de Dios y destinada a Él [1]. Si el fin último de todo hombre es trascendente, ningún paso de su existencia debe contradecir de hecho ese fin último: se desprende de la propia naturaleza humana, frágil y limitada, pero capaz de las más altas aspiraciones, y por lo tanto inquieta, extendiéndose irresistiblemente más allá de cualquier adquisición o meta.
Hago estas consideraciones iniciales para explicar el malestar que como creyente experimento al asistir a la licuación en la Iglesia Católica de aquellas convicciones sobre Dios y el hombre que constituyen su misma razón de ser. Según los Evangelios, en efecto, Jesús dijo a sus discípulos:
“Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y se bautice se salvará, pero el que no crea se condenará” (Marcos 16:15-20).La Verdad capaz -según Cristo- de liberar al hombre es, ante todo, la que Dios mismo, Creador y Redentor, le revela aún hoy a través de la fe, es decir, a través de la Iglesia: evangelizar, es decir, conducir a todo hombre hacia Dios, es su tarea fundamental y se define Católica precisamente porque su misión se caracteriza por esta apertura universal.
Pero la Iglesia de hoy habla demasiado poco de Cristo; tal vez añade su nombre al principio o al final de discursos que no pocas veces infieren prioridades y criterios de juicio de la mentalidad dominante: lo que está comprometido en particular es la antropología judeocristiana, es decir, la visión de un hombre al que, como está escrito en el Génesis, Dios creó a su imagen y semejanza:
Creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Dios los bendijo y les dijo: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra; sojuzgadla y dominad a los peces del mar, a las aves del cielo y a todo ser viviente que se arrastra sobre la tierra” (Génesis, 26-28)Según la Biblia: varón y hembra los creó (no heterosexuales, bisexuales o transexuales...) pero en estas cuestiones, como en la moral sexual en general y en la teología, una parte importante de la jerarquía contradice -abierta o encubiertamente- la enseñanza de siempre de la Iglesia: Baste pensar en la confusión generada por la Exhortación postsinodal Amoris Laetitia, que nunca se ha disipado -a pesar de las insistentes peticiones de aclaración al pontífice [2]- y en la polémica que acompañó a la apertura de una nueva sesión del sínodo sobre la sinodalidad (pero entre los participantes, cooptados para representar al ‘Pueblo de Dios’, también hay laicos como el antiglobalista Luca Casarini) [3].
En este clima de incertidumbre y controversia, el 4 de octubre el Vaticano publicó, para mi gran consternación, Laudate Deum, la nueva Exhortación Apostólica del pontífice sobre la “crisis climática”: ¿qué queda -me pregunté- del tradicional humanismo cristiano en la “conversión ecológica” ahora fuertemente auspiciada también por Bergoglio?
¡Muy poco, me parece! [4]. De hecho, en este último documento suyo, Francisco utiliza su autoridad para emitir juicios perentorios no sobre cuestiones de fe o de moral -las respuestas a las preguntas (las llamadas dubia) planteadas por algunos cardenales no aclaran, por desgracia, las dramáticas incertidumbres teológicas y morales que han crecido exponencialmente en los años de su pontificado-, sino sobre problemas científicos y políticos que están abiertos.
Todo el documento se apoya en una afirmación apodíctica: “Ya no es posible dudar del origen humano - ‘antropogénico’- del cambio climático”, escribe Bergoglio. Esta afirmación se contradice con la realidad: mucha gente lo duda, incluidos muchos científicos de renombre [5].
A su manera, incluso yo, como profesora de historia, veo esta afirmación con escepticismo: en siglos pasados, en la Tierra se han alternado cíclicamente períodos de calentamiento global con períodos de enfriamiento global. Ha habido al menos dos períodos históricos -ambos anteriores a la era industrial- que fueron mucho más cálidos que el actual: el óptimo romano (el que permitió a Aníbal, entre otros, cruzar los Alpes en elefante) y el óptimo medieval (una de las condiciones para el renacimiento agrícola europeo del año 1000 y, aún antes, la epopeya vikinga). La vid se cultivaba entonces más al norte de Europa de lo que es posible hacerlo hoy, y Groenlandia, como sugiere la etimología de la palabra, ¡se presentaba a los ojos de sus habitantes y visitantes como una tierra verde!
Según los eruditos que discrepan de la lengua vernácula actual, el cambio climático puede atribuirse a diversos fenómenos naturales y, en particular, a la magnitud de las gigantescas explosiones termonucleares (las que dan lugar a las llamadas manchas solares) que tienen lugar en la superficie de la estrella más cercana a nosotros, ¡lo que explica que -incluso antes de la aparición del hombre en la Tierra- haya habido variaciones climáticas cíclicas en nuestro planeta!
En la polémica desencadenada por Galileo a principios del siglo XVII con sus enseñanzas a favor del heliocentrismo, dos predicadores dominicos intentaron resolver el debate que enfrentaba a casi todos los científicos -todavía ligados a la cosmología aristotélico-telémica, y a los teólogos (católicos y protestantes) con los escasos estudiosos copernicanos- invocando la autoridad del Santo Oficio. El tribunal acabó condenando el heliocentrismo copernicano como formalmente herético en 1616 y después, a la propia obra de Galileo en 1633 [6]. El asunto fue ampliamente utilizado en los siglos siguientes por los enemigos de la Iglesia para denigrarla, alegando la irreconciliabilidad entre fe y ciencia, es más, entre fe y razón. Sabemos que la polémica se prolongó hasta la intervención de Juan Pablo II que, el 31 de octubre de 1992 -en un discurso ante la sesión plenaria de la Academia Pontificia de las Ciencias- reconoció la condena de Galileo Galilei como un error, sancionando la conclusión de los trabajos de una comisión especial de estudio sobre el proceso que él mismo había creado previamente.
En su Exhortación, Francisco adopta el mismo enfoque desacertado sobre la cuestión del “cambio climático” que los inquisidores que condenaron a Galileo -es decir, arroja todo el peso de la autoridad moral de la Iglesia a favor de una hipótesis científica (falible como tal, en cualquier caso) que además es controvertida-, insistiendo en que solo reformas económicas y políticas radicales pueden evitar el desastre medioambiental.
Como católica, me entristece un documento que difunde una visión del problema medioambiental que coincide con la de los potentados económicos (cf. la Agenda 2030 de la ONU) y temo el descrédito que el futuro y, en mi opinión, inevitable desmentido arrojará sobre la credibilidad de la Iglesia. Además, aborrezco el empobrecimiento aún más dramático que las “políticas verdes” de vivienda y automóvil -basadas precisamente en la suposición del origen antropogénico del “calentamiento global”- prevé para la gente corriente. Como reza un conocido eslogan del Foro Económico Mundial: “¡No tendrás nada y serás feliz!”
Para concluir, hago mía la invocación del Cardenal Burke -al final de uno de sus últimos discursos [7]- a la Santísima Virgen María, a San José, a los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y a los demás santos: “para que cada uno de nosotros permanezca fiel a Cristo y a su Iglesia [...] y para que la Iglesia misma [...] salga cuanto antes del actual estado de confusión y división, a fin de abreviar estos tiempos en los que el riesgo de perdición de las almas es grande”.
Notas:
[1] Expresión y conceptos utilizados por Pablo VI en la Encíclica Populorum Progressio de 1967, en la que habla del desarrollo humano integral.
[2] “De la bendición de las parejas homosexuales al arrepentimiento del penitente: en cuanto al primer dubium, también en las respuestas a las otras cuatro preguntas que le hicieron cinco cardenales, el papa no se aclara. Primero afirma una cosa y luego otra”. Cf. Luisella Scrosati, Dubia, le risposte di Francesco: paradigma della confusione, 4.10.2023.
[3] Véase el editorial publicado en la revista online “La nuova bussola quotidiana” por Riccardo Cascioli, In Vaticano è strategia della confusione.
[4] En un artículo publicado en Catholic Culture, el periodista Phil Lawler escribía: “Esta exhortación apostólica no es un documento particularmente religioso [...] el papa menciona el nombre de Jesús sólo tres veces, dos de ellas en el párrafo inicial. El término 'Señor' nunca se utiliza, ni tampoco 'pecado', 'salvación', 'redención' u 'oración'. Sólo hacia el final del documento [...] el papa Francisco dirige su atención a los 'motivos espirituales'”. Cf. Phil Lawler, La nuova esortazione apostolica Laudate Deum mette il cambiamento climatico davanti alla fede, 5 de octubre de 2023.
[5] Sólo un ejemplo: más de 1100 científicos y profesionales -reunidos en la organización CLINTEL (Climate Intelligence)- lanzaron el 18 de agosto de 2022 un llamamiento urgente a los políticos, las instituciones y los medios de comunicación mundiales: “La ciencia del clima debería ser menos política, mientras que las políticas climáticas deberían ser más científicas”, la visión y los estudios sobre el clima de este amplio grupo de expertos de todo el mundo, entre los que se encuentran algunos premios Nobel, es realista: “no hay emergencia climática”. En el documento, instan a los políticos a evaluar desapasionadamente los costes reales y los hipotéticos beneficios de sus decisiones. Véase la Declaración Mundial sobre el Clima, disponible en Internet.
[6] Se trata del Diálogo sobre los dos principales sistemas mundiales, publicado por Galileo el año anterior. Sospechoso de herejía y acusado de querer subvertir la filosofía natural aristotélica y las Sagradas Escrituras, el gran científico italiano fue condenado por el Santo Oficio y obligado, el 22 de junio de 1633, a abjurar de sus concepciones astronómicas y a recluirse en su villa de Arcetri.
[7] Cf. Raymond L. Burke, “La sinodalità contraddice la vera identità della Chiesa”, 3.10.2023.
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