Por Roberto de Mattei
Desde los días de la revolución francesa, la izquierda ha buscado la destrucción de la memoria histórica como parte de su guerra desatada contra la civilización cristiana. Baste recordar la devastación de iglesias y monumentos en Francia entre 1789 y 1795. Mucho más expresiva fue la profanación de la Basílica de Saint-Denis, donde se abrieron las tumbas de los reyes franceses y se sacaron los cuerpos de sus sepulcros y se esparcieron sus restos mortales. Todos estos actos tenían un evidente significado simbólico: había que borrar físicamente todo rastro del pasado en cumplimiento del decreto de la Convención del 1 de agosto de 1793. Desde ese decreto hasta la “cultura de cancelacion” y la ideología “woke” de nuestros días, esta mentalidad de damnatio memoriae domina la historia de la izquierda.
“Cancelar la cultura” borra la memoria para favorecer una visión ideológica según la cual Occidente no tiene valores universales que proponer al mundo sino sólo crímenes pasados por los que expiar. El término “woke” es un adjetivo inglés que significa “permanecer despierto” ante cualquier injusticia racial o social heredada del pasado que deba ser purgada.
La utopía de la izquierda del “hombre nuevo” presupone hacer borrón y cuenta nueva del pasado. Así, la especie humana se convierte en “materia prima” sin forma que luego puede remodelarse o refundirse como la cera blanda. El siguiente paso para la humanidad es el “transhumanismo”, una regeneración de la especie a través de la ciencia y la tecnología.
Sin embargo, este proceso destructivo tiene un dinamismo tan incontrolable que amenaza con desbordar a la propia izquierda política. Conchita De Gregorio, periodista italiana de ese mundo de izquierdas, publicó un artículo en La Stampa el 7 de julio, relatando tres episodios significativos en Francia que despertaron su alarma.
En el primer episodio se dice que “en una famosa escuela de danza popular entre las familias del Marais, bastión de las élites progresistas parisinas, los padres de los pequeños bailarines pidieron al director que no permitiera a los instructores indicar los movimientos correctos de los niños y adolescentes tocándolos con la mano, sino con un bastón”. La razón es que cualquier contacto entre cuerpos, incluida la mano que dirige el torso o acompaña un paso ensayado por primera vez, podría ser potencialmente acoso sexual.
El segundo episodio ocurrió en una clase de teatro del Instituto Superior de Bellas Artes de París. Al hacer una foto de grupo, la profesora pidió a una chica que se recoja el pelo en una coleta “ya que el magnífico y suntuoso cabello afro se expandía horizontalmente cubriendo por completo los rostros de sus compañeras a su derecha y a su izquierda”. Toda la clase se amotinó ante la petición, denunciándola como “racista”. El director obligó a la profesora a dimitir.
El tercer episodio implica a una famosa feminista que “apoya la libertad de las mujeres islámicas a no llevar velo. Presten atención: No sólo no llevarlo, sino considerar igualmente libres el llevarlo y el no llevarlo”. Sus colegas de izquierdas la acusaron de “islamofobia”, de ser “de derechas” y de “haberse vendido”. A causa de la polémica, la feminista necesitó contratar guardaespaldas. Entre el feminismo y la islamofilia, la izquierda elige el islamismo porque se caracteriza por un mayor odio hacia Occidente.
Una visión más amplia y profunda de lo que está ocurriendo en Francia la ofrece un libro que acaba de publicar Avenir de la Culture, bajo la dirección de Atilio Faoro, titulado La Révolution Woke débarque en France (La Revolución Woke llega a Francia, París 2023, pp. 86).
Los autores explican el “woekismo” como heredero del Terror soviético y de las Grandes Purgas. Es una ideología global que quiere transformar la sociedad en un vasto campo de reeducación. Los fanáticos de esta ideología afirman que “la gastronomía francesa es racista”, “la literatura clásica es sexista”, “un hombre puede estar embarazado” y que hay que cambiar el nombre de los 4.600 municipios que llevan nombres de santos. Dicen que la catedral de Notre Dame es un “símbolo de opresión” y debe rebautizarse como “Notre Dame de los supervivientes de la pedo-criminalidad”. Hay que deconstruir la lengua francesa, sustituyendo, por ejemplo, el término “homage”, un término masculino feudal, por “femmage”. En lugar de “patrimonio”, debería utilizarse la palabra “matrimonio” para evitar conceder “la más mínima ventaja semántica al machismo”.
Tales afirmaciones no son producto de la locura, sino las consecuencias coherentes de una visión del mundo que rechaza la memoria histórica de Occidente y, en particular, sus raíces cristianas.
La cultura implica el ejercicio de las facultades espirituales e intelectuales del hombre. Para desarrollar una cultura, la sociedad necesita una memoria que conserve y transmita lo que ya se ha producido en la historia. La memoria es la conciencia de las raíces de una sociedad y de los frutos que estas raíces han producido. “La fidelidad de la memoria” -observó el filósofo alemán Josef Pieper- “significa verdaderamente que 'conserva' las cosas y los acontecimientos reales tal como son y han sido realmente. La falsificación de la memoria, contraria a la realidad, provocada por el 'sí' o el 'no' de la voluntad, es la verdadera y propia ruina de la memoria; ya que contradice su naturaleza íntima, que es la de 'contener' la verdad de las cosas reales” (La prudenza, Morcelliana, Brescia 1999, p. 38).
Imponer una mentira, destruir la verdad contenida en la memoria. Por eso, borrar la memoria, que contiene la verdad de la historia, es un crimen contra la humanidad. La revolución “woke” es una expresión de este crimen.
El “wokeísmo” se desarrolla en Occidente para destruir a Occidente. Sin embargo, no tiene nada que ver con la historia y la identidad de nuestra civilización, ya que es su antítesis radical. Los detractores de Occidente que se dejan seducir por fórmulas y esquemas como la Eurabia islámica, la Tercera Roma moscovita o el neocomunismo chino abrazan un itinerario suicida. La ideología “woke” es el último estadio de una enfermedad que viene de lejos, y que no se cura matando al paciente. El “wokeísmo” y la “cultura de cancelación” no son el acto de muerte de Occidente, sino los tumores encontrados en un organismo que una vez estuvo sano y que aún puede recuperarse si se produce, como esperamos, la intervención radical del Cirujano Divino.
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