Nunca se ha gobernado la Iglesia de una manera tan poco colegial, nunca se ha cuestionado tanto la autoridad y yo diría incluso la dignidad de los obispos como ahora.
Por el prof. Leonardo Lugaresi
He leído el comunicado con el que la oficina de prensa del Vaticano ha anunciado la destitución de monseñor Georg Gänswein. Sé que no sería del todo correcto llamarlo así, pero el tenor de la brevísima notificación publicada en el boletín suena, al menos a mí como “hombre de la calle”, muy similar al seco comunicado corporativo con el que una empresa anuncia el despido de un empleado infiel o incapaz. He aquí el texto: “El 28 de febrero de 2023, S.E. el Arzobispo Georg Gänswein concluyó su encargo como Prefecto de la Casa Pontificia. El Santo Padre ha ordenado que el Arzobispo Gänswein regrese, por el momento, a su diócesis de origen”. Punto.
En sustancia, nada que objetar a la primera frase (aparte de la rareza de no comunicar hasta el 15 de junio lo que ocurrió el 28 de febrero).
La falta de la mínima “cortesía institucional”, en forma de un gesto de agradecimiento por el trabajo realizado, creo que ya forma parte del estilo de la empresa, así que pasémosla por alto.
La segunda frase, en cambio, es un poco sorprendente y creo que suscita cierta perplejidad. ¿En qué se basa el papa para “ordenar” que Mons. Gänswein regrese “a su diócesis de origen”, es decir, Friburgo de Brisgovia, y no a cualquier otro lugar del mundo donde decida residir? ¿Tiene el papa el poder legal de determinar dónde debe vivir cada miembro de la Iglesia Católica? Nunca lo he oído. ¿Es entonces un poder que puede ejercer sobre los miembros del clero, en virtud de la subordinación jerárquica a la que están obligados? No soy canonista y, por lo tanto, es posible que esté equivocado, pero creo que, salvo en el caso de los Religiosos, tal obligación sólo puede existir en relación con la posición institucional de cada uno de ellos y las tareas de las que están investidos: es lógico, por ejemplo, que un sacerdote resida normalmente en la Diócesis a la que pertenece y no en otra parte del mundo, salvo que su obispo le haya pedido o, al menos, permitido vivir en otro lugar. Por lo demás, creo que la obligación de residir en un determinado lugar sólo puede darse como sanción disciplinaria, siempre y cuando el Derecho Canónico lo prevea. Y éste no es el caso de monseñor Gänswein, evidentemente.
Si fuera un simple sacerdote, su regreso a su Diócesis de origen tras abandonar el Vaticano se daría por descontado, sin necesidad de ninguna disposición papal. Pero Gänswein es obispo de la Iglesia Católica. Ahora bien, que yo sepa, cuando un sacerdote es nombrado obispo deja ipso facto de estar “incardinado” en una diócesis, porque con la ordenación episcopal él mismo se convierte, por así decirlo, en la “bisagra” de una iglesia concreta. De hecho, uno no es obispo “para sí mismo”, sino “para la Iglesia” y “de una Iglesia”. Tanto es así que, dado que desde hace siglos está en boga en la Iglesia la práctica de conferir la ordenación episcopal también a sacerdotes que no son jefes de iglesias particulares (pero que, por ejemplo, ocupan determinados cargos en la Santa Sede o asisten a otros obispos), en esos casos se recurre a la ficción jurídica de asignarles un “título”, es decir, una diócesis que ya no existe, pero de la que se convierten virtualmente en “obispos titulares”. En efecto, Gänswein es obispo de Urbisaglia, un encantador pueblo de las Marcas (donde, si yo fuera él, preferiría mil veces irme a vivir antes que volver a Friburgo, donde supongo que no quieren ni verlo de lejos. Al fin y al cabo, ¿para qué iría allí, como obispo que es?).
Menudencias, se podría decir; acontecimientos desagradables pero en última instancia privados: ¿para qué preocuparse por ellos?
En mi opinión, incluso este último episodio es un síntoma, menor si se quiere, pero no del todo irrelevante, de lo grave que es la crisis del episcopado en la Iglesia actual.
Recuerdo que en los años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II el tema de la colegialidad episcopal y la responsabilidad de los obispos en el gobierno de la Iglesia universal una cum Petro se consideraba muy importante, al menos de palabra. En aquella época parecía incluso una de las primeras urgencias de la reforma eclesiástica. En esta perspectiva, de hecho, se introdujo el sínodo de los obispos como institución permanente en la iglesia. ¿Qué ha sido de esa instancia sesenta años después? Yo diría que estamos en presencia de uno de los ejemplos más sorprendentes de heterogénesis de los fines: nunca se ha gobernado la Iglesia de una manera tan poco colegial, nunca se ha cuestionado tanto la autoridad y yo diría incluso la dignidad de los obispos como ahora.
Para mí está claro que tienen problemas: aplastados, por una parte, por un estilo de gobierno papal que -en opinión generalizada incluso de los observadores más favorables- es el más centralizador que se ha visto al menos desde el final del pontificado de Pío XII en adelante; por otra parte, coaccionados en su acción por el peso de los esquemas impuestos por unas conferencias episcopales cada vez más engorrosas; por último, sometidos a la desconcertante presión de los reclamos de laicos marginales, quizá no numerosos pero sí feroces y bien insertados en la burocracia eclesiástica, que exigen “más poder”, como hemos visto ampliamente en el triste asunto de la “vía sinodal” alemana. La tan cacareada “sinodalidad”, por lo que hemos visto, corre así el riesgo de convertirse en un factor más de la crisis de autoridad y colegialidad episcopal.
En el Catecismo nos enseñaron que los obispos son los sucesores de los Apóstoles. También se nos dijo que la ordenación episcopal imparte, en quien la recibe, 'un carácter sagrado, de tal manera que los obispos, de modo eminente y visible, ostentan las partes de Cristo mismo Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en su persona' (así dice el Vaticano II, Christus Dominus, 2). Gran cosa. Hoy en día, sin embargo, a menudo parecen ser considerados como meros gestores periféricos de una corporación multinacional. Si a la dirección central no le gusta cómo dirigen la sucursal, puede mandarlos a paseo sin contemplaciones. O a Friburgo.
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