et renovabis faciem terræ.
Por el Arzobispo Carlo María Vigano
¿Cuál es la característica del amor? Es gratis. Quien ama, ama sin esperar nada a cambio. Quien ama se alegra de que el Bien que disfruta pueda ser compartido por el amado. Quien ama no tiene medias tintas: ama totalmente, sin reservas. Quien ama quiere el bien de la persona amada, sabe decir no. Esto es verdad en grado sumo cuando el Amor es divino, cuando el Amor del Padre hacia el Hijo y del Hijo hacia el Padre es tan perfecto e infinito como para ser la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo Paráclito.
La magnificencia es el signo distintivo de los soberanos y príncipes, que inspiran su propia liberalidad a la magnificencia de Dios, así como conforman su gobierno a la justicia divina. Pero nada puede competir con la grandeza de la obra de Dios: una grandeza infinita tanto en el orden de la Creación como -y de manera infinitamente superior- en el orden de la Redención. Una magnificencia divina en sus perfecciones, ilimitada en su capacidad de irradiar, semejante a la benéfica luz del Sol, colmando a todos y cada uno de gracias y favores inmerecidos y gratuitos. Y es la gratuidad absoluta la que distingue la obra de Nuestro Señor, establecida desde la eternidad de los tiempos para reparar el pecado de Adán a través de la Encarnación, Pasión y Muerte del Hombre-Dios. Los regalos del Espíritu Santo también son gratis; gratuita es la Gracia, dada gratis, dada gratuitamente. Libera la bienaventurada eternidad que nos está preparada en el Cielo; la santificación que la Iglesia obra a través de los sacramentos y el Santo Sacrificio de la Misa, es gratuita.
Pero si la gratia, la gratuidad absoluta del Bien que nos viene de Dios, es una nota divina que une omnipotencia y misericordia en el vínculo admirable de la Caridad; en cambio, todo lo que viene de Satanás tiene precio, nada es gratis, porque nada tiene para dar y todo para robar con engaño y mentira; porque procede de los que quieren nuestro mal presente y eterno, envidiando supremamente la Redención de Cristo y más aún la humildad de la Virgen Inmaculada, a quien la Santísima Trinidad adornó gratuitamente con el privilegio de ser concebida sin mancha de pecado, para ser digna de tabernáculo del Altísimo.
Satanás, el mercader de la muerte. Satanás, el eterno engañador, el que vende por fraude lo que no le pertenece, y por fraude compra nuestra alma inmortal, trocándola por la nada de bienes falsos, efímeros y mendaces. Y es el engaño, la simulación, la mentira lo que vemos reinar en el campo adversario. Una mentira que Satanás quiere que sea reconocida como tal, pero que, sin embargo, es aprobada y aceptada. Porque mientras la obra de Dios es la obra de la verdad -procedente de Aquel que es la Verdad absoluta-, la obra del diablo es ficción. Satanás es el gran escenógrafo de la realidad virtual del mundo actual, de la sociedad globalista esclavizada por el Nuevo Orden, en la que la simulación y la falsificación son la marca de la acción del Adversario.
“¡Qué niña más bonita: parece una muñeca!”, escuchamos decir a la gente. “¡Qué hermosa vista: parece una postal!” Estas expresiones comunes, muchas veces utilizadas con ingenuidad, muestran la matriz fraudulenta de la obra del Enemigo, quien como criatura es incapaz de crear de la nada, y debe por tanto recurrir a la imitación del Creador para engañarnos a los hombres. El Príncipe de este mundo nos ofrece modelos artificiales y falsos, que parecen lo que no son y que no son movidos -como las obras de Dios- por una caridad infinita, sino por un odio lívido hacia la Majestad divina y hacia sus criaturas. La gestación subrogada, la manipulación genética, la bioingeniería, el transhumanismo y las mutilaciones obscenas de la “transición de género”, la parodia del “matrimonio” entre personas del mismo sexo, el delirio de poder decidir la vida o la muerte con el aborto y la eutanasia son mentiras y fraudes del mentiroso, Simia Dei.
No es diferente también en el recinto sagrado, donde los herejes y apóstatas siempre han pretendido reemplazar las perfecciones de la Revelación divina con sus falsificaciones; más bien, presentándose como lo que no son, como falsos pastores, como falsos profetas, como anticristos. El mismo Anticristo, que reinará en los últimos tiempos antes de ser exterminado por el soplo de Cristo, es un farsante, un imitador fraudulento del verdadero Cristo. Impostor es también el profeta del Anticristo, aquel que en el Apocalipsis se presenta como su compañero, el jefe de la Religión de la Humanidad, el predicador del ecologismo y del humanismo masónico.
Si miramos la desastrosa situación en la que se encuentra la Esposa de Cristo, encontramos enquistados como tumores malignos a todos esos falsos pastores y mercenarios que hacen de la mentira y el engaño su modo de vida, y que, como sus pares en el ámbito civil, se presentan como promotores de la paz y la fraternidad, como defensores de los débiles, los pobres y los desheredados, cuando en realidad son servidores de los poderosos, cómplices de los tiranos, defensores de la división y despiadados con sus enemigos, es decir, los buenos cristianos. Pero sobre todo: contra Dios, contra Jesucristo, contra la Santísima Virgen María, contra la Santa Iglesia. Todo en sus acciones es falso: es falso el “sínodo de la sinodalidad”, que bajo la apariencia de un verdadero Sínodo adultera la Fe; falsas son sus presuntas consultas del pueblo de Dios, pilotado con engaño; falsas sus pretensiones sobre la dignidad de la mujer, utilizadas para socavar el sacerdocio católico; es falsa su caridad hacia los pecadores, que no amonesta sino que confirma en el pecado para que pierdan el alma. El “espíritu” que inspira sus delirios también es falso; el “dios de las sorpresas” que legitima sus errores es falso; es falso su “Pentecostés” que contradice la acción del Paráclito y falsa es su “iglesia” que eclipsa a la verdadera Iglesia de Cristo. Falsa, escandalosa y criminal, la parodia de un sacramento al que se ha erigido un suero experimental que modifica el genoma humano, pero que Bergoglio no dudó en definir sacrílegamente como “un acto de amor” y “luz de esperanza para todos”. Falso es el respeto a la Creación por parte de la 'iglesia amazónica', que rinde culto idolátrico a la “madre tierra” y ratifica manipulaciones de geoingeniería contra la naturaleza que Dios creó.
Veni, Sancte Spiritus, reple tuorum corda fidelium: et tui amoris in eis ignem accende. La liturgia divina del día de Pentecostés es un canto al Espíritu Santo, en efecto: un canto de amor de la Iglesia al Amor divino, que procede del Padre y del Hijo. En la Misa, para subrayar el poder de esta invocación, pronunciamos de rodillas estas palabras: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Un fuego que ilumina nuestras mentes con Fe y calienta nuestros corazones con Caridad.
El Espíritu Santo -que es el Espíritu de la Verdad- actúa en el silencio: el silencio de nuestro corazón que se deja aconsejar e inspirar; el silencio de recogimiento de esta iglesia, en la que la digna compostura de la divina Liturgia se inclina ante la acción del Paráclito invocado por los Ministros para bendecir y santificar las cosas y las personas; el silencio de tantas almas que parecen mudas en el mundo, dominadas por el ruido infernal de las huestes del Enemigo, pero que hacen la voluntad de Dios, y en el silencio se realizan los más increíbles milagros del Espíritu Santo, que nos colma de los dones de la magnificencia divina, que son gratuitos, como lo es la gracia sobrenatural.
Imploremos al Consolador – dulcis hospes animae, dulce huésped del alma – con las palabras de la espléndida Secuencia de Pentecostés, para que sea para nosotros descanso en el cansancio de afrontar nuestros deberes cotidianos, refrigerio en el tórrido desierto de este mundo rebelde, consuelo en las lágrimas que derramamos al ver a Su Novia torturada en la tierra. Que el Paráclito purifique toda inmundicia de pecado, humedezca con la gracia la aridez de tantas almas, sane las heridas de nuestro corazón que sangra por esta passio Ecclesiae que parece no tener fin. Doblega la dureza de los pecadores a la voluntad de Dios, alimenta el apostolado de los pastores con la llama de la caridad, sostiene la Fe de tantos que vacilan ante el aparente triunfo del mal.
Ven, Espíritu Santo, y renueva la faz de la tierra, que el Padre creó, que el Hijo redimió, que Tú santificas por medio de la Santa Iglesia. Y que así sea.
✞ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
28 de mayo de 2023
Domingo de Pentecostés
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