Por Luisella Scrosati
De tanto haber escuchado truenos, al final ha llovido. En una entrevista (de rodillas, o más bien rendida a sus pies), del pasado 10 de marzo de Elisabetta Piqué con Francisco, el papa había anunciado el “sufragio universal” en las asambleas sinodales de la Iglesia católica: “Todo el que sea participante del sínodo va a votar. Sea varón o sea mujer. Todos, todos. Esa palabra 'todos' para mí es clave”.
Poco más de un mes después, la Secretaría del Sínodo, a través de algunos cambios, ha anunciado la transformación de la categoría de auditores en verdaderos miembros con derecho a voto. Por lo tanto, según los deseos del Pontífice, “todos” podrán votar. Pero dado que (como en toda república bananera) la licencia de “todos” la da sólo el jefe, incluso el papa ha considerado oportuno no violar la costumbre: los 70 nuevos miembros no obispos con derecho a voto los decide él. Así pues, sinodalidad, pero sin exageraciones. Scaraffia también se ha dado cuenta: “Me parece increíble el hecho del 'papa sinodal' que centraliza cada vez más”. En realidad no es increíble, es típico de cierta corriente sudamericana.
Manteniendo siempre un escrupuloso cumplimiento de la burocracia paralela necesaria a todo gobierno dictatorial, el pulgar hacia abajo o hacia arriba lo ejercerá el papa con una lista de 140 personas, explica la Secretaría, “identificadas (y no elegidas) por las siete Reuniones Internacionales de Conferencias Episcopales y la Asamblea de Patriarcas de las Iglesias Orientales Católicas (20 por cada una de estas realidades eclesiales)”. Además, la mitad de los elegidos deben ser mujeres para respetar la paridad. Una tomadura de pelo, la debida cuota a la corrección política.
Los 70 magníficos saldrán de una especie de preselección, sobre la base de la “cultura general” de los candidatos (¿examen tipo test o de respuesta libre?), “su prudencia” (es decir, el grado de sumisión), pero también sus “conocimientos, teóricos y prácticos” (¿sobre qué? ¿tema a elegir?), y, por último, “su participación con diferentes papeles en el proceso sinodal”, condición fundamental para comprender si el candidato ha demostrado ya una lealtad absoluta al sistema. Ortodoxia, integridad de vida moral, méritos particulares en el servicio al prójimo: todos ellos son criterios obsoletos. Y, no menos importante, al Sínodo no irá una representación de la Iglesia real, sino la “identificada”, es decir, la que ha sido seleccionada según los criterios totalmente vagos y subjetivos antes mencionados.
Volvamos a la cuota femenina: han sido elegidas 35 mujeres, a las que se añaden, en virtud de otro cambio querido por el papa, 5 religiosas seleccionadas por las organizaciones de Superiores Mayores (a las que se unirá el mismo número de homólogos masculinos) y la elegida por excelencia, la subsecretaria sor Nathalie Becquart, la primera mujer que tendrá derecho a voto en un Sínodo de los Obispos por voluntad del papa. En aquel momento, febrero de 2021, el cardenal Mario Grech, secretario general de la Secretaría General del Sínodo, había comentado: “Con el nombramiento de la hermana Becquart y su posibilidad de participar con derecho a voto se ha abierto una puerta, veremos entonces qué otros pasos se pueden dar en el futuro”. Los misteriosos pasos futuros, al menos los más cercanos, eran ya bastante obvios: si un laico puede votar en un Sínodo de Obispos, no está claro por qué no podrían votar 70, y quizás más adelante incluso la mitad de los miembros. Sean hombres o mujeres.
Con el voto de los laicos en el Sínodo, podemos suponer sin temor a equivocarnos que ya no se trata del Sínodo de los Obispos, tal como lo definen y regulan los cánones 342-348. El canon 342 es casi tautológico: “El sínodo de los obispos es una asamblea de obispos que [...] se reúne en tiempos determinados para fomentar la estrecha unión entre el Romano Pontífice y los propios obispos”. Y, he aquí que incluso la Constitución Apostólica Episcopalis Communio, firmada por Francisco, enseña que los miembros del Sínodo de los Obispos son los obispos, según el can. 346, a los que se añaden los miembros de los institutos religiosos clericales. También hay “otros participantes”, incluidos los laicos, que, sin embargo, no tienen derecho a voto.
A pesar de las garantías de “mantener la especificidad episcopal de la Asamblea convocada en Roma”, no es potestad del papa ordenar que una realidad sea distinta de lo que es o suprimir el principio de no contradicción. El Sínodo de los Obispos es tal porque tiene como miembros a los obispos; si una parte de estos miembros, parece ser una cuarta parte, no está formada por obispos ni está vinculada a la constitución jerárquica de la Iglesia a través del orden sagrado, entonces ya no es Sínodo de los Obispos, sino de los cristianos. Lo cual no es ni mejor ni peor, sino simplemente otra cosa.
Por lo tanto, la decisión del papa Francisco básicamente nos hace respirar aliviados. El camino que seguirá el Sínodo, en términos de contenido y disciplina, está bastante claro, y no tiene buenas perspectivas. Pero ahora al menos sabemos que el documento que saldrá de la Asamblea simplemente no será un documento del Sínodo de los Obispos, y por lo tanto, cualquier ratificación por parte del Sumo Pontífice (cf. can. 343) será simplemente nula.
Segunda consideración: el sacerdocio femenino está más cerca de lo que pensamos. Y la posición negativa expresada por Francisco no es nada tranquilizadora. En primer lugar, porque el papa ha demostrado que puede decir y escribir tranquilamente una cosa y hacer (o dejar hacer) exactamente lo contrario. La cuestión de la bendición de las parejas del mismo sexo es bastante obvia. Como lo es la Constitución Apostólica antes mencionada. Además, es un hecho que más de una premisa ha sido puesta con la intención de conferir las Órdenes Sagradas a las mujeres: la reapertura de la cuestión del diaconado femenino con el establecimiento, en abril de 2020, de una nueva comisión de estudio sobre el tema; luego el Motu Proprio Spiritus Domini (2021) que admitió a las mujeres a los ministerios de Lector y Acólito; luego el nombramiento de tres mujeres para el Dicasterio de los Obispos. Y ahora las mujeres (y los laicos en general) equiparadas a los obispos, como miembros de un Sínodo de Obispos. Se han abierto muchas, demasiadas ventanas de Overton.
Finalmente, como ha escrito el hermano Gerard Murray, la posibilidad de que los laicos voten durante la Asamblea del Sínodo de los Obispos ha distorsionado radicalmente su naturaleza, pues el Sínodo ya no es la comunión de los pastores de la Iglesia con el papa para discutir y encontrar soluciones a las necesidades de la Iglesia universal, parte de su misión divina de “santificar, enseñar y gobernar el rebaño de Cristo”. Lo que se va a constituir es algo totalmente distinto: “personas que no están conformadas sacramentalmente por el Orden Sagrado a Cristo, Sumo Sacerdote”, pero que serán “tratadas jurídicamente como iguales a los obispos”. El relator general del Sínodo, el cardenal Jean-Claude Hollerich, se apresuró a sacar las manos del fuego, declarando que esto sería “un cambio importante, pero no una revolución”. Lo que en modo comunicativo orwelliano significa: es una revolución, pero tenéis que pensarlo.
En cambio, la verdad está claramente expresada por el hermano Murray: “Esta innovación debe ser rechazada por los obispos de la Iglesia. Entra en conflicto con la enseñanza dogmática de la Iglesia sobre la naturaleza del Sacramento del Orden, en particular la naturaleza del episcopado”.
Brujula Cotidiana
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