miércoles, 31 de mayo de 2023

EL ESPÍRITU SANTO SOSTIENE MILAGROSAMENTE A LA IGLESIA

Era necesario que esta Iglesia subsistiera por todos los siglos, y que atravesara la tierra de tal manera que su nombre y misión fueran conocidos por todas las naciones; en una palabra, debía ser Católica, es decir, universal, abarcando todos los tiempos y todos los lugares.

Por Dom Prosper Guéranger


Hemos visto con qué fidelidad el Espíritu Santo ha cumplido, durante todos estos siglos pasados, la misión que recibió de nuestro Emmanuel, de formar, proteger y sostener a su esposa la Iglesia. Esta confianza dada por Dios ha sido ejecutada con todo el poder de un Dios, y es el espectáculo más sublime y maravilloso que el mundo ha presenciado durante los mil ochocientos años del nuevo pacto.

Esta continuidad de un cuerpo social -el mismo en todos los tiempos y lugares- promulgando un símbolo preciso de fe que cada uno de sus miembros está obligado a aceptar- produciendo con sus decisiones la más estricta unidad de creencia religiosa entre los innumerables individuos que componen la sociedad- esto, junto con la maravillosa propagación del cristianismo, es el hecho maestro de la historia.

Estos dos hechos no son, como pretenden ciertos escritores modernos, resultados de las leyes ordinarias de la providencia; sino milagros del más alto orden, obrados directamente por el Espíritu Santo, y destinados a servir como base de nuestra fe en la verdad de la religión cristiana. El Espíritu Santo no debía, en el ejercicio de Su misión, asumir una forma visible; pero Él ha hecho visible Su presencia al entendimiento del hombre, y por lo tanto, Él ha probado suficientemente Su propia acción personal en la obra de la salvación del hombre.

Sigamos ahora esta acción divina, no en su realización de los designios misericordiosos del Hijo de Dios, que se dignó tomar para Sí una Esposa aquí abajo, sino en las relaciones de esta Esposa con la humanidad. Nuestro Emmanuel quiso que Ella fuera la madre de los hombres; y que todos aquellos a quienes Él llama al honor de convertirse en sus propios miembros reconocieran que es Ella quien les da este glorioso nacimiento. El Espíritu Santo, por lo tanto, debía asegurar a esta Esposa de Jesús lo que la haría evidente y conocida para el mundo, dejando, sin embargo, en poder de cada individuo el repudiarla y rechazarla.

Era necesario que esta Iglesia subsistiera por todos los siglos, y que atravesara la tierra de tal manera que su nombre y misión fueran conocidos por todas las naciones; en una palabra, debía ser Católica, es decir, universal, abarcando todos los tiempos y todos los lugares. En consecuencia, el Espíritu Santo la hizo Católica. Comenzó mostrándola, en el día de Pentecostés, a los judíos que habían acudido a Jerusalén de las diversas naciones; y cuando estos regresaron a sus respectivos países, llevaron la buena nueva con ellos. Luego envió a los Apóstoles y Discípulos a todo el mundo, y sabemos por los escritores de esos primeros tiempos que apenas había transcurrido un siglo antes de que hubiera cristianos en todas las partes de la tierra conocida. Desde entonces, la visibilidad de esta Santa Iglesia ha ido aumentando gradualmente cada vez más.

Si el Espíritu divino, en los designios de su justicia, le ha permitido perder su influencia en una nación que se había hecho indigna de la gracia, la trasladó a otra donde sería obedecida. Si ha habido alguna vez países enteros donde Ella no tuvo pie, fue porque antes se había ofrecido a ellos y la habían rechazado, o porque aún no había llegado el tiempo marcado por la providencia para que ella reinara allí. La historia de la propagación de la Iglesia es una larga prueba de que Ella vive siempre y de que migra con frecuencia. Tiempos y lugares, todos son Suyos; si la hay cuando o donde no se la reconoce como suprema, al menos está representada por sus miembros; y esta prerrogativa, que le ha dado el nombre de Católica, es una de las obras más grandiosas del Espíritu Santo.

Pero Su acción no se detiene aquí; la misión que le encomendó el Emmanuel con referencia a su Esposa le obliga a algo más allá; y aquí entramos en todo el misterio del Espíritu Santo en la Iglesia. Hemos visto Su influencia externa, por la cual Él le da perpetuidad y aumento; ahora debemos considerar con atención la dirección interior que recibe de Él, que le da unidad, infalibilidad y santidad, prerrogativas que, junto con la Catolicidad, designan a la verdadera Esposa de Cristo.

La unión del Espíritu Santo con la humanidad de Jesús es una de las verdades fundamentales del misterio de la Encarnación. Nuestro divino mediador se llama “Cristo” por la “unción” que recibió (Salmo 44:8) y Su unción es el resultado de la unión de Su humanidad con el Espíritu Santo (Hechos 10:38). Esta unión es indisoluble: eternamente el Verbo estará unido a su humanidad; eternamente, también, el Espíritu Santo dará a esta humanidad la unción lo que hace a “Cristo”. De donde se sigue que la Iglesia, siendo el cuerpo de Cristo, participa de la unión existente entre su cabeza divina y el Espíritu Santo. El cristiano también recibe, en el bautismo, una unción del Espíritu Santo, quien, desde ese momento en adelante, mora en Él como prenda de su herencia eterna (Efesios 1:13). Pero, mientras que el cristiano puede, por el pecado, perder esta unión que es el principio de su vida sobrenatural, la Iglesia misma nunca puede perderla. El Espíritu Santo está unido a la Iglesia para siempre; es por Él que Ella existe, actúa y triunfa sobre todas aquellas dificultades a las que, por permiso divino, está expuesta mientras milita en la tierra.

San Agustín expresa admirablemente esta doctrina en uno de sus sermones para la fiesta de Pentecostés:
El espíritu, por el que vive todo hombre, se llama alma. Ahora, observa qué es lo que nuestra alma hace en el cuerpo. Es el alma la que da vida a todos los miembros; ve por el ojo, oye por el oído, huele por la nariz, habla por la lengua, trabaja por las manos, camina por los pies. Está presente en cada miembro, dando vida a todos, y a cada uno su oficio. No es el ojo el que lleva, ni el oído y la lengua los que ven, ni el oído y el ojo los que hablan; y, sin embargo, todos viven; sus funciones son variadas, su vida es una y la misma.

Lo mismo sucede en la Iglesia de Dios. En algunos santos, Ella hace milagros; en otros, enseña la verdad; en otros, practica la virginidad; en otros, mantiene la castidad conyugal: Ella hace una cosa en una clase, y otra en otra; cada individuo tiene su obra distinta que hacer, pero hay una y la misma vida en todos ellos. Ahora bien, lo que el alma es al cuerpo del hombre, eso es el Espíritu Santo al cuerpo de Cristo, que es la Iglesia: el Espíritu Santo hace en toda la Iglesia lo que el alma hace en todos los miembros de un cuerpo. (Sermón 267, In die Pentecostes)
Aquí se nos ha dado una clara exposición por medio de la cual podemos comprender plenamente la vida y obra de la Iglesia. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, y el Espíritu Santo es el principio que le da vida. Él es su alma, no sólo en ese sentido limitado en el que ya hemos hablado del Alma de la Iglesia, es decir, de su existencia interior, y que, después de todo, es el resultado de la acción del Espíritu Santo en Ella, sino Él es también su alma, en cuanto que toda su vida interior y exterior, y todas sus obras, proceden de él. La Iglesia es imperecedera porque el amor que ha llevado al Espíritu Santo a morar en Ella durará para siempre: y he aquí la razón de esa perpetuidad de la Iglesia, que es el espectáculo más maravilloso que presencia el mundo.

Pasemos ahora y consideremos esa otra maravilla, que consiste en la conservación de la unidad en la Iglesia. De Ella se dice en el Cántico: “la paloma que poseo es única y perfecta” (Cantar de los Cantares 6: 9) Jesús quiso que una sola, y no muchas, fueran su Iglesia, su Esposa: el Espíritu Santo se encargará, pues, de que se cumpla su deseo. Sigámosle respetuosamente en sus obras también aquí. Y en primer lugar, ¿es posible, humanamente hablando, que una sociedad exista durante mil ochocientos años y nunca cambie? No, ¿podría haber continuado todo ese tiempo, aun permitiendo que haya cambiado tantas veces como se quiera? Y durante estas largas épocas, esta sociedad ha tenido que enfrentarse necesariamente, y por parte de sus propios miembros, a las tempestades de las pasiones humanas, que siempre se manifiestan, y que no pocas veces hacen estragos en las más grandes instituciones.

Siempre ha estado compuesta de naciones, diferentes unas de otras en lengua, carácter y costumbres; o tan alejadas que no se conocían, o cuando eran vecinas, distanciadas unas de otras por celos y antipatías nacionales. Y sin embargo, a pesar de todo esto, a pesar también de las revoluciones políticas que han compuesto la historia del mundo, la Iglesia Católica ha mantenido su unidad inmutable: una fe, una cabeza visible, un culto (al menos en lo esencial), un modo de decidir todas las cuestiones, es decir, por la Tradición y la Autoridad. En todas las épocas han surgido sectas, cada una de las cuales se presentaba a sí misma como “la verdadera Iglesia”: duraban un tiempo, corto o largo, según las circunstancias, y luego caían en el olvido.

¿Dónde están ahora los arrianos con su fuerte partido político? ¿Dónde están los nestorianos, los eutiquianos y los monotelitas, con sus interminables cavilaciones? ¿Podría imaginarse algo más impotente y decadente que el cisma griego, esclavo del sultán o del zar? ¿Qué queda del jansenismo, que se desgastó luchando por mantenerse en la Iglesia a pesar de la Iglesia? En cuanto al protestantismo, producto del principio de negación, ¿no estuvo dividido en secciones desde sus comienzos, de modo que nunca pudo formar una sociedad? ¿Y no está ahora reducido a tales apuros que difícilmente puede retener dogmas que, al principio, consideraba fundamentales, como la inspiración de las Escrituras o la divinidad de Cristo?

Mientras todo lo demás es cambio y ruina, nuestra madre, la Santa Iglesia Católica, la única Esposa del Emmanuel, se mantiene grande y hermosa en su unidad. Pero, ¿cómo se explica esto? ¿Es que los católicos son de una naturaleza y los sectarios de otra? Ortodoxos o heterodoxos, ¿no somos todos miembros de la misma raza humana, sujetos a las mismas pasiones y errores? ¿De dónde obtienen los hijos de la Iglesia Católica esa estabilidad que no se ve afectada por el tiempo, ni influida por la variedad de caracteres nacionales, ni sacudida por las revoluciones que han cambiado dinastías y países? Sólo se puede dar una explicación razonable: hay un elemento divino en todo esto. El Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia, actúa sobre todos los miembros; y como Él mismo es uno, produce unidad en el cuerpo que anima. No puede contradecirse a sí mismo: nada, por lo tanto, subsiste por Él que no esté en unión con Él.

Mañana hablaremos de lo que el Espíritu Santo hace por el mantenimiento de la fe, una e invariable, en todo el cuerpo de la Iglesia; limitemos hoy nuestras consideraciones a este único punto, a saber, que el Espíritu Santo es la fuente de la unión externa mediante la sumisión voluntaria a un único centro de unidad. Jesús había dicho: “Tú eres Pedro, y sobre esta Roca edificaré mi Iglesia” (Mateo 16:18). Ahora bien, Pedro iba a morir; la promesa, por lo tanto, no podía referirse sólo a su persona, sino a toda la línea de sus sucesores, incluso hasta el fin del mundo. ¡Cuán estupenda no es la acción del Espíritu Santo, que produce así una dinastía de príncipes espirituales, que ha llegado a su pontífice número doscientos cincuenta, y ha de continuar hasta el último día!

No se ofrece ninguna violencia al libre albedrío del hombre; el Espíritu Santo le permite intentar la oposición que enumere; pero la obra de Dios debe seguir adelante. Un Decio puede lograr causar una vacante de cuatro años en la Sede de Roma; pueden surgir antipapas, apoyados por el favor popular, o sostenidos por la política de los emperadores; un largo cisma puede hacer difícil conocer al verdadero pontífice entre los varios que lo reclaman: el Espíritu Santo permitirá que la prueba siga su curso, y, mientras dure, mantendrá la fe de sus hijos; llegará el día en que declarará al legítimo pastor del rebaño, y toda la Iglesia lo reconocerá con entusiasmo como tal.

Para comprender toda la maravilla de esta influencia sobrenatural, no basta conocer los resultados extrínsecos tal como nos los cuenta la historia; debemos estudiarlo en su propia realidad divina. La unidad de la Iglesia no es como la que un conquistador impone a un pueblo que le es tributario.

Los miembros de la Iglesia están unidos en la unidad de la fe y de la sumisión, porque aman el yugo que Ella impone sobre su libertad y su razón. Pero, ¿quién es el que lleva así el orgullo humano a obedecer? ¿Quién es el que hace sentir alegría y satisfacción en una práctica de subordinación de por vida? ¿Quién es el que lleva al hombre a poner su seguridad y felicidad en no tener puntos de vista individuales propios, y en conformar su juicio a una enseñanza suprema, incluso en asuntos en los que el mundo se resiste a controlarlo? Es el Espíritu Santo quien obra este milagro múltiple y permanente, pues es Él quien da alma y armonía al vasto conjunto de la Iglesia, e infunde dulcemente en todos estos millones una unión de corazón y mente que forma para nuestro Señor Jesucristo Su única y querida Esposa.

Durante los días de Su vida terrenal, Jesús oró a Su Padre Eterno para que nos bendijera con la unidad: “Que ellos sean uno, como también nosotros lo somos” (Juan 17:11). Él nos prepara para ello, cuando nos llama a ser Sus miembros; pero, para realizar esta unión, envía al mundo su Espíritu, ese Espíritu, que es el vínculo eterno entre el Padre y el Hijo, y que se digna aceptar una misión temporal entre los hombres, para crear en la tierra un unión formada según el tipo de la unión que está en Dios mismo.

Te damos gracias, oh Espíritu bendito, que, al habitar así en la Iglesia de Cristo, nos inspiras a amar y practicar la unidad, y a sufrir todo mal antes que romperla. Fortalécela en nosotros y no permitas que nos desviemos de ella ni por la más mínima falta de sumisión. Tú eres el alma de la Iglesia; ¡oh! danos que seamos miembros siempre dóciles a tus inspiraciones, pues no podríamos pertenecer a Jesús, que te envió, si no perteneciéramos a la Iglesia, su Esposa y nuestra Madre, a la que redimió con su sangre y te dio para que la formaras y la guiaras.

El próximo sábado tendrá lugar la ordenación de sacerdotes y ministros sagrados en toda la Iglesia. El Sacramento del Orden es una de las obras principales del Espíritu Santo, que entra en las almas de los que se presentan para la Ordenación y les imprime, por las manos del obispo, el carácter de sacerdocio o diaconía. La Iglesia prescribe tres días de ayuno y abstinencia; con la intención de obtener de la misericordia de Dios que la gracia así concedida fructifique en los que la reciben, y traiga bendición a los fieles. Este es el primero de los tres días.

En Roma, la estación se encuentra en la Basílica de Santa María la Mayor. Era justo que, en uno de los días de esta gran octava, los fieles se reunieran bajo la protección de la Madre de Dios, cuya participación en el misterio de Pentecostés fue gloria y bendición para la Iglesia naciente.

Cerraremos este día con una de las mejores secuencias de Adán de San Víctor sobre el misterio del Espíritu Santo.


SECUENCIA
La luz alegre y gloriosa, con la que el Fuego enviado del cielo llenó los corazones de los discípulos de Jesús y les dio a hablar en diversas lenguas, nos invita ahora a cantar nuestros himnos con el corazón en concordancia con la voz.

En el quincuagésimo día, Cristo volvió a visitar a su Esposa, enviándole la prenda que había prometido. Después de probar la dulzura, la Roca (Pedro), ahora la más firme de las Rocas, derrama la unción de Su predicación.

La Ley, antiguamente, fue dada en el Monte al pueblo, pero fue escrita en tablas de piedra, y no en lenguas ardientes: pero en el Cenáculo, fue dada a unos pocos escogidos la novedad de corazón y el conocimiento de todas las lenguas.

¡Oh feliz, oh Día festivo, en el que se fundó la Iglesia primitiva! ¡Tres mil almas! - ¡Vaya! ¡Cuán vigorosas las primicias de la Iglesia recién nacida!

Los dos panes que se ordenaba ofrecer en la antigua Ley prefiguraban a los dos pueblos adoptados ahora hechos uno; la Piedra, la cabeza del ángulo, se colocó entre los dos e hizo de ambos uno.

No se puede poner vino nuevo en odres viejos, sino en odres nuevos: la viuda prepara sus vasijas, y Eliseo las llena de aceite: así también nuestro Dios nos da su rocío celestial, si nuestro corazón está dispuesto.

Si nuestra vida es desordenada, no somos aptos para recibir el Vino, ni el Aceite, ni el Rocío. El Paráclito nunca puede morar en corazones oscuros o divididos.

¡Oh, querido Consolador, ven! gobierna nuestras lenguas, ablanda nuestros corazones: donde tú estás, no debe haber hiel ni veneno. Nada es gozoso, nada es placentero, nada es saludable, nada es pacífico, nada es dulce, nada es pleno, excepto por tu gracia.

Tú eres luz y unción; tú, el Salvador celestial que enriqueces el elemento del agua con un poder misterioso. Te alabamos con corazones purificados; nosotros, que hemos sido hechos una nueva criatura; nosotros que una vez, por naturaleza, éramos hijos de la ira, pero ahora somos Hijos de la Gracia.

Oh tú, el Dador y el Don. ¡Oh tú, el Creador de todo lo que es bueno! haz que nuestros corazones estén deseosos de alabarte, y enseña nuestras lenguas a proclamar tu gloria. ¡Tú, oh Autor de la pureza, purifícanos del pecado! Renuévanos en Cristo; y luego, danos la alegría plena de la Novedad perfecta! Amén.

EL DON DE LA FORTALEZA

El don de conocimiento nos ha enseñado lo que debemos hacer y lo que debemos evitar para que seamos como Jesús, nuestro divino maestro, desea que seamos. Ahora necesitamos otro don del Espíritu Santo, del que extraer la energía necesaria para perseverar en el camino que Él nos ha señalado. Es seguro que tendremos dificultades; y nuestra necesidad de apoyo está suficientemente probada por los miserables fracasos que presenciamos diariamente. Este apoyo nos lo concede el Espíritu Santo por medio del don de fortaleza, que, si lo usamos fielmente, nos permitirá dominar todas las dificultades, sí, nos facilitará superar los obstáculos que nos impidan seguir adelante.

Cuando le sobrevienen las dificultades y las pruebas de la vida, el hombre se siente tentado, unas veces a la cobardía y al desaliento, otras a una impetuosidad, que surge bien de su temperamento natural, bien del orgullo. Estas son pobres ayudas para el alma en su combate espiritual. El Espíritu Santo, por lo tanto, le trae un nuevo elemento de fortaleza: es la Fortaleza sobrenatural, que es tan peculiarmente Su don, que cuando nuestro Salvador instituyó los siete Sacramentos, quiso que uno de ellos fuera para el objeto especial de darnos el Espíritu Santo como principio de energía. Es evidente que al tener que luchar durante toda nuestra vida contra el diablo, el mundo y nosotros mismos, necesitamos algún poder de resistencia mejor que la pusilanimidad o la audacia. Necesitamos algún don que controle tanto nuestro miedo como la confianza que a veces nos sentimos inclinados a tener en nosotros mismos. Así dotado por el Espíritu Santo, el hombre está seguro de la victoria; porque la gracia suplirá las deficiencias y corregirá las impetuosidades de la naturaleza.

Hay dos necesidades que siempre se hacen sentir en la vida cristiana: el poder de la resistencia y el poder de la perseverancia. ¿Qué podríamos hacer contra las tentaciones de Satanás si la Fortaleza del Espíritu Santo no nos revistiera con la armadura celestial y nos animara para la batalla? ¿Y no es también el Mundo un terrible enemigo? ¿No tenemos razón para temerle cuando vemos cómo cada día hace víctimas por la tiranía de sus pretensiones y sus máximas? ¿Cuál, entonces, debe ser la asistencia del Espíritu Santo, que ha de hacernos invulnerables a los dardos mortales que están causando destrucción a nuestro alrededor?

Las pasiones del corazón humano son otro obstáculo para nuestra salvación y santificación; son tanto más temibles, porque están dentro de nosotros. Es requisito que el Espíritu Santo cambie nuestro corazón y lo lleve a negarse a sí mismo cuantas veces la luz de la gracia nos indique un camino diferente al que el amor propio nos haría seguir. Cuanta Fortaleza sobrenatural necesitamos para odiar nuestra vida, (Juan 12:25) cada vez que nuestro Señor nos manda hacer un sacrificio, o cuando tenemos que elegir a cuál de los dos Maestros serviremos (Mateo 6:24). El Espíritu Santo está obrando diariamente esta maravilla por medio del Don de la Fortaleza: de modo que, sólo tenemos que corresponder al Don, y no sofocarlo por cobardía o indiscreción, y somos lo suficientemente fuertes para resistir incluso a nuestros enemigos domésticos. Este bendito Don de Fortaleza nos enseña a gobernar nuestras pasiones y a tratarlas como guías ciegas; también nos enseña a no seguir nunca sus instintos, salvo cuando están en armonía con la ley de Dios.

Hay ocasiones en que el Espíritu Santo exige de un cristiano algo más que una resistencia interior a los enemigos de su alma: debe protestar exteriormente contra el error y el mal, tan a menudo como lo exija su posición o su deber. En tales ocasiones, uno debe soportar ser impopular, y consolarse con las palabras del Apóstol: “Si agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gálatas 1:10). Pero el Espíritu Santo estará de su lado; y encontrándolo resuelto a usar Su Don de Fortaleza, no sólo le dará un triunfo final, sino que generalmente bendice a esa alma con una paz dulce y valerosa, que es el resultado y la recompensa de un deber cumplido.

Así aplica el Espíritu Santo el don de Fortaleza, cuando se trata de la resistencia de un cristiano. Pero, como ya hemos dicho, imparte también la energía necesaria para sobrellevar las pruebas por las que deben pasar todos los que quieren salvar sus almas. Hay ciertos miedos que apagan nuestro coraje y nos exponen a la derrota. El don de la Fortaleza los disipa y nos fortalece con una confianza tan pacífica, que nosotros mismos nos sorprendemos del cambio. Mira a los mártires; no sólo a uno como San Mauricio, el líder de la Legión Tebana, que estaba acostumbrado a enfrentar el peligro en el campo de batalla, sino a Felicitas, madre de siete hijos, a Perpetua, una dama de alta cuna con todo lo que este mundo podría darle, a Agnes, una niña de trece años, y a otros miles como ellos; ¿Y si el don de la fortaleza no es un acicate para el heroísmo? ¿Dónde está el miedo a la muerte, a esa muerte cuyo solo pensamiento es a veces más de lo que podemos soportar? ¿Y qué vamos a decir de todas esas vidas gastadas en la abnegación y la privación, con el fin de hacer de Jesús su único tesoro y estar más estrechamente unidos a Él? ¿Qué hemos de decir de esos cientos y miles de nuestros semejantes que rehúyen la vista de un mundo distraído y vano, y hacen del sacrificio su regla, cuya paz es a prueba de toda prueba, y cuya aceptación de la cruz es tan incansable como la cruz misma en su visita? ¡Qué trofeos son éstos del Espíritu de Fortaleza! ¡Y cuán magnífica es la devoción que Él crea para todo deber posible! ¡Oh! verdaderamente, el hombre, por sí mismo, es de poco valor; pero ¡cuán grandioso cuando está bajo la influencia del Espíritu Santo!

Es el mismo Espíritu Divino que también da al cristiano valor para resistir la vil tentación del respeto humano, elevándolo por encima de aquellas consideraciones mundanas que lo harían desleal al deber. Es Él quien lleva al hombre a preferir, a cualquier honor que este mundo pudiera otorgar, la felicidad de nunca violar la ley de su Dios. Es el Espíritu de Fortaleza el que le hace considerar los reveses de la fortuna como otros tantos designios misericordiosos de la Providencia; el que le consuela cuando la muerte le priva de sus seres queridos; el que le anima en los sufrimientos corporales, que serían tan difíciles de soportar si no fuera porque los toma como visitas de su Padre celestial. En una palabra, es Él, como aprendemos de las Vidas de los Santos, quien convierte las mismas repugnancias de la naturaleza en materia para actos heroicos, en los que el hombre parece ir más allá de los límites de su frágil mortalidad y emular a los impasibles y glorificados espíritus del cielo.

Oh divino Espíritu de fortaleza! toma plena posesión de nuestras almas, y guárdanos de las afeminaciones de la época en que vivimos. Nunca hubo tanta falta de energía como ahora, nunca el espíritu mundano estuvo más extendido, nunca la sensualidad estuvo más desenfrenada, nunca el orgullo y la independencia estuvieron más de moda en el mundo. Tan olvidadas y desatendidas están las máximas del Evangelio, que cuando presenciamos la Fortaleza de la contención y de la abnegación, quedamos tan sorprendidos como si contempláramos un prodigio. Oh Santo Paráclito, presérvanos de este espíritu anticristiano, que tan fácilmente se imbuye. Permítenos presentarte, en forma de oración, el consejo dado por San Pablo a los cristianos de Éfeso: Danos, te rogamos, “la armadura de Dios, para que podamos resistir en el día malo, y estar firmes en todo perfectos. Ciñe nuestras riendas con la verdad; ármanos con la coraza de la justicia; calza nuestros pies con el amor y la práctica del Evangelio de la paz; danos el escudo de la fe, con el que podamos apagar todos los dardos encendidos del más malvado; cúbrenos con el yelmo de la esperanza de la salvación; pon en nuestra mano la espada espiritual, que es la Palabra de Dios” (Efesios 6, 11-17), y con la que, como hizo nuestro Jesús en el Desierto, podamos vencer a todos nuestros enemigos. ¡Oh Espíritu de fortaleza! ¡escucha, te suplicamos, y concede nuestra oración!

Este texto está tomado de El año litúrgico, escrito por Dom Prosper Gueranger (1841-1875).


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