Después de las virtudes teologales, la santidad en la Iglesia Católica se manifiesta por la práctica de las virtudes morales ejercitadas en grado heroico, por encima de las fuerzas humanas, acompañadas muchas veces de los correspondientes dones del Espíritu Santo. Entre estas virtudes, la primera a considerar es la prudencia, que permite determinar la acción correcta a realizar en una situación, en relación con el fin último, y que ordena la ejecución de esta acción.
Si la prudencia permite ordenar los medios al fin, el verdadero prudente será siempre y únicamente el santo, el que ha alcanzado el único fin último del hombre, la vida eterna. En este sentido, el Evangelio nos manda ser "prudentes como las serpientes" (Mt 10,16) y enseña a rechazar la prudencia carnal, que persigue fines ilusorios: "El que ama su vida, la perderá, y el que aborrece su vida en esta el mundo la conservará para la vida eterna" (Jn 12,25).
La prudencia personal
Debemos considerar en primer lugar la prudencia personal, es decir, aquella que tiene por objeto la justicia personal del sujeto y, en consecuencia, por fin, su eterna bienaventuranza. La prudencia evangélica corresponde en esto a la locura de la cruz. Es exactamente lo contrario de la prudencia mundana, precisamente porque persigue un fin opuesto.
Algunos santos llevaron la lógica del Evangelio al extremo, hasta experimentar lo que el mundo consideraba una verdadera locura. En el siglo V, San Alexis, de una familia romana noble y muy rica, abandonó en secreto su casa y a su esposa recién casada para convertirse en mendigo, y luego regresar sin ser reconocido y vivir como sirviente en el seno de su propia familia.
San Nicolás de Trani (siglo XI) o San Benito José Labre (siglo XVIII) vivieron vidas sumamente "locas": para estos santos, el desprecio por los bienes y la vida en este mundo estaba dictado por la primacía absoluta del fin eterno. En los mismos mártires resplandece la prudencia en extremo, anteponiendo la bienaventuranza a la vida corporal: son los verdaderos sabios quos fatue mundus abhorruit -"a quienes el mundo ha aborrecido con locura", como dice el himno de su oficio.
La prudencia de los santos, en su búsqueda del Bien absoluto del hombre, les llevó a preferir la pobreza, incluso la pobreza absoluta, a aislarse del mundo, a rehuir los honores y hasta a abandonar los altos cargos: San Pedro Celestino manifestó su prudencia cuando, viéndose incapaz de administrar el papado, renunció a él.
Pero también fue grande la prudencia de San Pío X cuando, considerando la carga del papado que le impuso la Providencia, lo aceptó como una cruz y como el medio que Dios le indicaba para su propia salvación, sin que él lo hubiera elegido.
La prudencia de gobierno
La otra parte de la virtud de la prudencia se llama virtud "de gobierno" y permite llevar a multitudes de hombres a su propio fin. El ejemplo más evidente es el de los santos que fundaron Ordenes Religiosas: las reglas que establecieron son fruto de esta virtud, capaces de gobernar comunidades de hombres que se ayudan mutuamente a alcanzar la santidad.
Pero, por encima, está la prudencia política de quienes gobiernan la Iglesia o los reinos. Los Santos Pontífices alcanzaron la santidad precisamente por su capacidad de comprender las situaciones por las que atravesaba la Iglesia y de proponer opciones adecuadas para el bien de su grey.
Un ejemplo brillante es el de San Pío V: ante el peligro turco que amenazaba a la cristiandad, y mientras los príncipes católicos de Europa parecían indiferentes, logró organizar la Liga Santa que derrotó a la flota musulmana en Lepanto. Fue necesaria una prudencia política casi milagrosa para unir a los españoles y venecianos, que tenían intereses divergentes y relaciones tempestuosas.
La verdadera prudencia y la necesidad de la humildad
Santo Tomás enumera ocho partes de la prudencia, necesarias para la perfecta realización de los propios actos: memoria, inteligencia, docilidad, sagacidad, razonamiento, previsión, circunspección, prudencia. Nos contentaremos aquí con señalar que ninguna de estas partes puede funcionar bien sin la humildad, que es el fundamento de las virtudes de los santos.
Recordar hechos pasados y estimarlos en su justo valor solo es posible para quien cree poder aprender de quienes le precedieron (y en esto la memoria va ligada a la docilidad): amor a la Tradición, respeto a lo que los mayores decidieron que es común a los santos.
Los grandes legisladores de la Iglesia, ya fueran pontífices como San Gregorio I o San Gregorio VII, canonistas como San Raimundo de Peñafort, o fundadores de Ordenes Religiosas, tuvieron como referencia la Regla de los Padres. Cada reforma ha sido un intento de recuperar lo que se practicaba y se creía desde el principio. Por otro lado, el orgullo –origen del modernismo según San Pío X– rompió los puentes con el pasado, demostrando con sus fracasos la imprudencia en materia de gobierno.
Asimismo, el razonamiento o la sagacidad requieren una humilde consideración de la realidad, examinando las circunstancias (circunspección) y aceptando sus limitaciones (prudencia). Aunque inspirados por Dios mismo para tomar decisiones audaces, los santos no fueron víctimas de su propia imaginación exagerada.
En este sentido, las elecciones de los santos fueron verdaderamente prudentes (y eficaces) porque fueron humildes: en efecto, tuvieron en cuenta la realidad de la omnipotencia divina, no sus propias capacidades reales o supuestas.
El rechazo del poder divino, elemento decisivo en la valoración de la realidad, puede llevar paradójicamente al soberbio al exceso o a la pusilanimidad. Por esta razón, la Santísima Virgen dice en el Magnificat precisamente que Dios ha dispersado a los soberbios en los pensamientos de sus corazones.
Las partes potenciales de la prudencia
Los actos secundarios de la prudencia están relacionados con la eubulia, la synesis y la gnome.
La eubulia es la capacidad de recibir opiniones y seguir consejos. Muchos santos eran buscados por su capacidad de dar consejos, de comprender cuál era la mejor manera de lograr los fines propios. San Antonino, obispo de Florencia en el siglo XV, era apodado "Antonino el Consejero".
Muchos reyes o príncipes han seguido los consejos de los santos, considerándolos infalibles: este fue el caso de Roger de Sicilia con San Bruno, de Luis XI que tomó como consejero a San Francisco de Paula, del duque Ercole de Ferrara que quería a toda costa tener cerca de él a la beata Lucía da Narni, o de Carlos V con San Pedro de Alcántara.
Si bien la synesis es la capacidad de aplicar correctamente las leyes -naturales y positivas- en circunstancias ordinarias, lo cual dificulta resaltarla en su ejercicio heroico, la gnome permite volver a los principios superiores cuando, en situaciones excepcionales, es imposible aplicar las leyes ordinarias al pie de la letra.
Esta virtud es a menudo difícil de distinguir de la acción del don de consejo, excepto por la necesidad de una reflexión que hace menos inmediato su acto, llamada epikie.
Un ejemplo de esto es monseñor Marcel Lefebvre: entendió que la situación era tal que había que recurrir a los más altos principios del derecho, porque no podía mantener la profesión de la verdadera fe por la aplicación literal de las leyes ordinarias. Es gracias a su virtud de prudencia que hoy es posible servir a la Iglesia en una vida sacerdotal libre de los errores modernos.
Considerando que es muy difícil adquirir por la repetición de actos una virtud que solo puede ejercerse en circunstancias excepcionales, y por lo tanto, raras, el carácter sobrenatural de tan elevado ejercicio de la gnome aparece claramente en Monseñor Lefebvre.
Imagen: San Pío V
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