Entrevista a Mario Caponnetto
Por Javier Navascués Pérez
Mario Caponnetto, nacido en Buenos Aires, en 1939, es médico por la Universidad Nacional de Buenos Aires (1996), Médico Cardiólogo Universitario por la misma Universidad (1979). Cursó estudios de Filosofía en la Cátedra privada del Dr. Jordán B. Genta (1956-1974). Ex Jefe del Departamento de Enfermedades Cardiovasculares del Hospital Militar Central Buenos Aires. Ha sido Profesor de Ética, Bioética, Antropología Filosófica y Antropología Médica en diversas universidades de su país y del extranjero.
Ha publicado varios libros, entre ellos: El hombre y la medicina (1992), Victor Frankl, una antropología médica (1995), La sensualidad (traducción de la Cuestión XXV de las Cuestiones Disputadas sobre la verdad de Santo Tomás de Aquino, en colaboración, 2014); Santo Tomás de Aquino. Aproximación a su pensamiento, (2017), Curso de Introducción a la Bioética, (2017). También ha publicado numerosos trabajos sobre temas de su especialidad en diversas revistas argentinas y del exterior.
En esta entrevista nos habla, desde su rica experiencia y vastos conocimientos, de la relación entre la depresión y la falta de sentido trascendente del hombre en la postmodernidad. Toma como referencia las palabras de San Agustín: “Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Esta inquietud del corazón humano, que es propia del status viatoris en el que ahora nos encontramos, es la fuente última de la que brota toda insatisfacción, toda angustia, las que se vuelven aún mayores si falta la esperanza de alcanzar algún día ese término último de todas nuestras inquietudes que es Dios.
Por Javier Navascués Pérez
Mario Caponnetto, nacido en Buenos Aires, en 1939, es médico por la Universidad Nacional de Buenos Aires (1996), Médico Cardiólogo Universitario por la misma Universidad (1979). Cursó estudios de Filosofía en la Cátedra privada del Dr. Jordán B. Genta (1956-1974). Ex Jefe del Departamento de Enfermedades Cardiovasculares del Hospital Militar Central Buenos Aires. Ha sido Profesor de Ética, Bioética, Antropología Filosófica y Antropología Médica en diversas universidades de su país y del extranjero.
Ha publicado varios libros, entre ellos: El hombre y la medicina (1992), Victor Frankl, una antropología médica (1995), La sensualidad (traducción de la Cuestión XXV de las Cuestiones Disputadas sobre la verdad de Santo Tomás de Aquino, en colaboración, 2014); Santo Tomás de Aquino. Aproximación a su pensamiento, (2017), Curso de Introducción a la Bioética, (2017). También ha publicado numerosos trabajos sobre temas de su especialidad en diversas revistas argentinas y del exterior.
En esta entrevista nos habla, desde su rica experiencia y vastos conocimientos, de la relación entre la depresión y la falta de sentido trascendente del hombre en la postmodernidad. Toma como referencia las palabras de San Agustín: “Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Esta inquietud del corazón humano, que es propia del status viatoris en el que ahora nos encontramos, es la fuente última de la que brota toda insatisfacción, toda angustia, las que se vuelven aún mayores si falta la esperanza de alcanzar algún día ese término último de todas nuestras inquietudes que es Dios.
¿Se podría decir que en cierta manera la depresión es una enfermedad propia de la postmodernidad?
No podemos decir que sea propia en sentido estricto ya que esta enfermedad, la depresión, se conoce desde hace muchos siglos y ha sido descripta por numerosos autores a lo largo del tiempo. Por sólo citar un caso: el célebre Tratado sobre la melancolía del médico árabe Avicena, escrito en el siglo XI, nos trae una descripción completa de este mal. Sin contar que ya la encontramos mencionada en los escritos hipocráticos. Es bien sabido que para Hipócrates la causa de este mal residía en un exceso de bilis negra; de ahí proviene su nombre: melancolía quiere decir, justamente, bilis negra…
Sí, ciertamente… pero si bien antes se pudo dar, no era tan habitual como ahora…
Desde luego que no. Si nos atenemos a los estrictos datos que nos proporcionan las estadísticas a nivel mundial es evidente que en las últimas décadas la depresión se ha incrementado de manera más que notoria. La misma Organización Mundial de la Salud nos habla de hasta un veinte por ciento de aumento en estos últimos años. Pero su pregunta es muy interesante ya que nos lleva a un terreno particularmente complejo: ¿existe alguna relación entre la enfermedad, en sentido propio, y la situación social, cultural y aún espiritual de una determinada época? Este incremento de la depresión, ¿guarda algún nexo causal con esto que llamamos posmodernidad? Lo que nos lleva todavía a una cuestión más de fondo: ¿el hombre sólo enferma en razón de causas dependientes meramente del mundo físico o también enferma a causa de otros factores que, en principio, llamaremos culturales o espirituales?
¿Nos podría citar algún autor de referencia?
Un gran psiquiatra de nuestro tiempo, Viktor Frankl, nacido en Viena en 1905 y fallecido en esa misma ciudad en 1997, fundador de una nueva Escuela de Psiquiatría conocida como Logoterapia, nos ha dejado una clave importante para tratar de responder a este interrogante. Hablando de lo que él denomina “el vacío existencial” nos dice que este vacío no es en sí mismo patológico (quiere decir no es una enfermedad en sentido específicamente médico ya que se trata de un problema humano) pero sí puede ser patógeno, es decir, puede llevar al hombre al extremo de la enfermedad.
Ahora esta profunda observación de Frankl nos pone ante un nuevo desafío: ¿cómo se explica que un problema espiritual acabe en una enfermedad en cuya configuración intervienen factores biológicos tan mensurables y objetivables como los neurotransmisores? El campo que se nos abre en este punto es vastísimo: corresponde a una Antropología Médica fundada en la verdad del hombre como creatura corpóreo anímica, unidad substancial de alma y cuerpo, hallar las explicaciones pertinentes. En lo personal, me encuentro abocado a esta tarea hace más de treinta años, tarea en la que la rica doctrina de Tomás de Aquino ha sido y es mi guía permanente.
En el fondo, ¿cuál es en general la causa o las causas más profundas de la insatisfacción humana?
Me viene a la memoria la conocida sentencia de San Agustín: “Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Esta inquietud del corazón humano, que es propia del status viatoris en el que ahora nos encontramos, es la fuente última de la que brota toda insatisfacción, toda angustia, las que se vuelven aún mayores si falta la esperanza de alcanzar algún día ese término último de todas nuestras inquietudes que es Dios. La angustia y la esperanza juegan en este punto un papel esencial. Lo que ocurre es que ambas, la angustia y la esperanza, han perdido su sentido cristiano, se han secularizado por decirlo así. Entonces la angustia ya no es inquietud abierta sino una encerrona sin salida, una angustia inmanente, cerrada sobre sí misma; y en cuanto a la esperanza o, mejor dicho, las esperanzas demasiado humanas, se tornan desesperanza, nihilismo. Tiene usted aquí configurado aquel vacío existencial del que habla Frankl.
La depresión está relacionada con la falta de sentido en la vida…
Sin duda. El mismo Frankl lo afirma y demuestra a lo largo de su obra. El síntoma capital, si se nos permite hablar así, de ese vacío existencial es la pérdida del sentido de la vida, el sufrimiento de la vida sin sentido. Es un sufrimiento intenso, caracterizado por una angustia vital, como la llama el gran psiquiatra español López Ibor, que se acompaña de una pérdida concomitante de esperanza.
Se podría decir que es una tristeza profunda, ontológica, que afecta a lo más hondo de nuestro ser…
La podemos llamar así, por cierto. La tristeza es una pasión del alma. Los grandes maestros cristianos la conocían muy bien. Santo Tomás la define como el movimiento de nuestra potencia apetitiva ante el mal presente, como una especie de dolor opuesto a la delectación. Ella reside, por lo tanto, primariamente, en la esfera de nuestra sensibilidad, del psiquismo inferior. Pero en razón de la unidad del hombre la tristeza se extiende a toda la realidad del hombre. Con una argumentación impecable, el Santo Doctor sostiene que dado que todas las facultades del alma radican en su única y sola esencia, cuando la atención del alma es atraída fuertemente hacia la operación de una potencia o facultad, necesariamente el alma se retrae de la operación de las otras potencias o facultades, ya que no puede ser más que única la atención de una sola alma. Toda el alma, todo el hombre, está en la tristeza que lo afecta y compromete por completo, lo ancla por así decirlo a la totalidad de su ser y de su existencia.
Y no puede haber sentido ni felicidad verdadera fuera de Dios…
Bueno, aquí llegamos al punto fundamental. El sentido último de nuestra vida es Dios, ciertamente. El mismo Frankl sostiene, en radical oposición a Freud, que no sólo la religión no es una neurosis sino que en muchos casos la ausencia de la religión es la causa de las neurosis o, para ser más precisos, de un tipo especial de neurosis que el maestro de Viena denomina “neurosis noógenas”, de nous, espíritu, es decir, causadas por un problema espiritual.
¿Usted cree que si la gente fuese a santos sacerdotes, se reducirían las consultas de psicólogos y psiquiatras…?
Es un punto delicado que conviene distinguir y matizar adecuadamente. Las llamadas enfermedades psicológicas, esto es, los diversos cuadros que integran la psicopatología, son en principio organizaciones patológicas dependientes de causas puramente naturales. En su configuración se hallan, como dije antes, involucrados factores orgánicos, neurológicos, neuroquímicos y factores mucho más sutiles e importantes que la psicopatología moderna, tensionada entre los extremos del psicologismo y del materialismo, no entiende bien: me refiero a los movimientos y a los dinamismos que se dan en la esfera de nuestra sensibilidad donde aparecen fenómenos tan complejos como las pasiones o emociones, que son el fruto de procesos integrales tanto corpóreos como anímicos. Piense usted que Santo Tomás definía a las pasiones como movimientos de nuestras tendencias sensitivas acompañados siempre de “transmutación corporal”, es decir, tenía muy en claro (¡en el siglo XIII!) la participación del cuerpo en los estados anímicos. Con esto apunto a lo siguiente: hay que distinguir muy bien lo que son organizaciones neuróticas, que competen al médico o al psicólogo, de los problemas espirituales que competen al sacerdote.
Dicho esto, no hay dudas no obstante de que en la actualidad se ha producido, como observa el gran psiquiatra católico alemán, Viktor von Gebsattel, un éxodo del hombre contemporáneo del sacerdote al psiquiatra. La causa de este éxodo reside, a mi juicio, en eso que he llamado la secularización de la angustia y de la esperanza. Tal vez hoy habría que plantear la posibilidad de que, al menos en algunos casos, se invierta el sentido de ese éxodo: del psiquiatra al sacerdote. Pero insisto: es necesario distinguir y delimitar ambos campos, el de la psiquiatría y el de la pastoral.
Ciertamente puede haber causas endógenas de depresión e incluso una persona de fe puede estar deprimida…
Sin duda. En cuanto la depresión es una enfermedad que procede de causas naturales, como ya dije, un hombre de fe puede padecerla. No soy psiquiatra pero he visto a lo largo de más de cincuenta años de médico muchas depresiones en hombres profundamente religiosos, sacerdotes incluso. Y agrego que aquí la fe resulta en muchos casos un firme aliado del médico.
Volviendo a la relación de la enfermedad con la situación espiritual y cultural de nuestro tiempo, podemos afirmar que el hombre está creado para lo trascendente y por lo tanto, no le pueden llenar del todo las realidades inmanentes.
Creo que ha dado usted en la clave. Si hay un rasgo fundamental que caracteriza esta posmodernidad que padecemos es, precisamente, un inmanentismo radical que ha cegado toda posibilidad de trascendencia. No son pocos los que han señalado la gravedad y la extensión del inmanentismo contemporáneo. Lo ha hecho Cornelio Fabro con su crítica radical al principio de inmanencia; entre nosotros lo ha estudiado magistralmente Alberto Caturelli al establecer el vínculo que une este inmanentismo con el nihilismo y la muerte de Dios proclamada por Nietzsche, fomentada Gramsci y retomada por los mentores del posmodernismo al estilo de Vattimo. Caturelli habla del “pleroma de la nada”, es decir, paradójicamente, de la plenitud o el lleno de la nada.
Cuando uno es joven vive tiende a llevar una vida de sentidos, de sensaciones… sin pensar mucho en la trascendencia…
Sí, es un dato de experiencia. Hay cierta insensatez y necedad en la juventud. Ya lo advierte la Escritura, en el Libro de los Proverbios, 22, 15: Necedad y juventud caminan unidas.
Pero más tarde o temprano aparecen la enfermedad y la muerte y la necesidad de buscar una respuesta satisfactoria a estas realidades.
Es una de las pocas cosas buenas de la vejez… nos pone frente a la realidad del dolor y de la muerte. En este sentido, la experiencia cotidiana del derrumbe de nuestro cuerpo y del esfuerzo del espíritu para sobreponerse a él (lo digo desde la experiencia de mis ochenta años) nos vuelve más realistas y quizás hasta un poco más sabios. Claro, siempre que seamos dóciles a la voluntad de Dios y sepamos aceptar los límites de la vejez, de la enfermedad y de la muerte. De lo contrario, estas realidades se hacen insoportables.
Ha habido numerosos ejemplos de santos y hombres de Dios que las han afrontado con entereza y alegría, sublimando estos momentos y llenándolos de sentido.
Sí, gracias a Dios tenemos grandes ejemplos. Siempre recuerdo, cuando me toca hablar de este punto, un clásico de nuestra literatura, las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique. ¿Recuerda aquella suerte de diálogo entre el Caballero y la Muerte, en la Villa de Ocaña? La Muerte se le apersona y comienza diciéndole: «Buen caballero, dejad el mundo engañoso y su halago; vuestro corazón de acero, muestre su esfuerzo famoso en este trago”. A lo que el Caballero responde: “No tengamos tiempo ya en esta vida mezquina por tal modo, que mi voluntad está conforme con la divina para todo; y consiento en mi morir con voluntad placentera, clara y pura, que querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura”.
He aquí un claro ejemplo, cristiano y español, de buen vivir y mejor morir.
Caballero del Pilar
No podemos decir que sea propia en sentido estricto ya que esta enfermedad, la depresión, se conoce desde hace muchos siglos y ha sido descripta por numerosos autores a lo largo del tiempo. Por sólo citar un caso: el célebre Tratado sobre la melancolía del médico árabe Avicena, escrito en el siglo XI, nos trae una descripción completa de este mal. Sin contar que ya la encontramos mencionada en los escritos hipocráticos. Es bien sabido que para Hipócrates la causa de este mal residía en un exceso de bilis negra; de ahí proviene su nombre: melancolía quiere decir, justamente, bilis negra…
Sí, ciertamente… pero si bien antes se pudo dar, no era tan habitual como ahora…
Desde luego que no. Si nos atenemos a los estrictos datos que nos proporcionan las estadísticas a nivel mundial es evidente que en las últimas décadas la depresión se ha incrementado de manera más que notoria. La misma Organización Mundial de la Salud nos habla de hasta un veinte por ciento de aumento en estos últimos años. Pero su pregunta es muy interesante ya que nos lleva a un terreno particularmente complejo: ¿existe alguna relación entre la enfermedad, en sentido propio, y la situación social, cultural y aún espiritual de una determinada época? Este incremento de la depresión, ¿guarda algún nexo causal con esto que llamamos posmodernidad? Lo que nos lleva todavía a una cuestión más de fondo: ¿el hombre sólo enferma en razón de causas dependientes meramente del mundo físico o también enferma a causa de otros factores que, en principio, llamaremos culturales o espirituales?
¿Nos podría citar algún autor de referencia?
Un gran psiquiatra de nuestro tiempo, Viktor Frankl, nacido en Viena en 1905 y fallecido en esa misma ciudad en 1997, fundador de una nueva Escuela de Psiquiatría conocida como Logoterapia, nos ha dejado una clave importante para tratar de responder a este interrogante. Hablando de lo que él denomina “el vacío existencial” nos dice que este vacío no es en sí mismo patológico (quiere decir no es una enfermedad en sentido específicamente médico ya que se trata de un problema humano) pero sí puede ser patógeno, es decir, puede llevar al hombre al extremo de la enfermedad.
Ahora esta profunda observación de Frankl nos pone ante un nuevo desafío: ¿cómo se explica que un problema espiritual acabe en una enfermedad en cuya configuración intervienen factores biológicos tan mensurables y objetivables como los neurotransmisores? El campo que se nos abre en este punto es vastísimo: corresponde a una Antropología Médica fundada en la verdad del hombre como creatura corpóreo anímica, unidad substancial de alma y cuerpo, hallar las explicaciones pertinentes. En lo personal, me encuentro abocado a esta tarea hace más de treinta años, tarea en la que la rica doctrina de Tomás de Aquino ha sido y es mi guía permanente.
En el fondo, ¿cuál es en general la causa o las causas más profundas de la insatisfacción humana?
Me viene a la memoria la conocida sentencia de San Agustín: “Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Esta inquietud del corazón humano, que es propia del status viatoris en el que ahora nos encontramos, es la fuente última de la que brota toda insatisfacción, toda angustia, las que se vuelven aún mayores si falta la esperanza de alcanzar algún día ese término último de todas nuestras inquietudes que es Dios. La angustia y la esperanza juegan en este punto un papel esencial. Lo que ocurre es que ambas, la angustia y la esperanza, han perdido su sentido cristiano, se han secularizado por decirlo así. Entonces la angustia ya no es inquietud abierta sino una encerrona sin salida, una angustia inmanente, cerrada sobre sí misma; y en cuanto a la esperanza o, mejor dicho, las esperanzas demasiado humanas, se tornan desesperanza, nihilismo. Tiene usted aquí configurado aquel vacío existencial del que habla Frankl.
La depresión está relacionada con la falta de sentido en la vida…
Sin duda. El mismo Frankl lo afirma y demuestra a lo largo de su obra. El síntoma capital, si se nos permite hablar así, de ese vacío existencial es la pérdida del sentido de la vida, el sufrimiento de la vida sin sentido. Es un sufrimiento intenso, caracterizado por una angustia vital, como la llama el gran psiquiatra español López Ibor, que se acompaña de una pérdida concomitante de esperanza.
Se podría decir que es una tristeza profunda, ontológica, que afecta a lo más hondo de nuestro ser…
La podemos llamar así, por cierto. La tristeza es una pasión del alma. Los grandes maestros cristianos la conocían muy bien. Santo Tomás la define como el movimiento de nuestra potencia apetitiva ante el mal presente, como una especie de dolor opuesto a la delectación. Ella reside, por lo tanto, primariamente, en la esfera de nuestra sensibilidad, del psiquismo inferior. Pero en razón de la unidad del hombre la tristeza se extiende a toda la realidad del hombre. Con una argumentación impecable, el Santo Doctor sostiene que dado que todas las facultades del alma radican en su única y sola esencia, cuando la atención del alma es atraída fuertemente hacia la operación de una potencia o facultad, necesariamente el alma se retrae de la operación de las otras potencias o facultades, ya que no puede ser más que única la atención de una sola alma. Toda el alma, todo el hombre, está en la tristeza que lo afecta y compromete por completo, lo ancla por así decirlo a la totalidad de su ser y de su existencia.
Y no puede haber sentido ni felicidad verdadera fuera de Dios…
Bueno, aquí llegamos al punto fundamental. El sentido último de nuestra vida es Dios, ciertamente. El mismo Frankl sostiene, en radical oposición a Freud, que no sólo la religión no es una neurosis sino que en muchos casos la ausencia de la religión es la causa de las neurosis o, para ser más precisos, de un tipo especial de neurosis que el maestro de Viena denomina “neurosis noógenas”, de nous, espíritu, es decir, causadas por un problema espiritual.
¿Usted cree que si la gente fuese a santos sacerdotes, se reducirían las consultas de psicólogos y psiquiatras…?
Es un punto delicado que conviene distinguir y matizar adecuadamente. Las llamadas enfermedades psicológicas, esto es, los diversos cuadros que integran la psicopatología, son en principio organizaciones patológicas dependientes de causas puramente naturales. En su configuración se hallan, como dije antes, involucrados factores orgánicos, neurológicos, neuroquímicos y factores mucho más sutiles e importantes que la psicopatología moderna, tensionada entre los extremos del psicologismo y del materialismo, no entiende bien: me refiero a los movimientos y a los dinamismos que se dan en la esfera de nuestra sensibilidad donde aparecen fenómenos tan complejos como las pasiones o emociones, que son el fruto de procesos integrales tanto corpóreos como anímicos. Piense usted que Santo Tomás definía a las pasiones como movimientos de nuestras tendencias sensitivas acompañados siempre de “transmutación corporal”, es decir, tenía muy en claro (¡en el siglo XIII!) la participación del cuerpo en los estados anímicos. Con esto apunto a lo siguiente: hay que distinguir muy bien lo que son organizaciones neuróticas, que competen al médico o al psicólogo, de los problemas espirituales que competen al sacerdote.
Dicho esto, no hay dudas no obstante de que en la actualidad se ha producido, como observa el gran psiquiatra católico alemán, Viktor von Gebsattel, un éxodo del hombre contemporáneo del sacerdote al psiquiatra. La causa de este éxodo reside, a mi juicio, en eso que he llamado la secularización de la angustia y de la esperanza. Tal vez hoy habría que plantear la posibilidad de que, al menos en algunos casos, se invierta el sentido de ese éxodo: del psiquiatra al sacerdote. Pero insisto: es necesario distinguir y delimitar ambos campos, el de la psiquiatría y el de la pastoral.
Ciertamente puede haber causas endógenas de depresión e incluso una persona de fe puede estar deprimida…
Sin duda. En cuanto la depresión es una enfermedad que procede de causas naturales, como ya dije, un hombre de fe puede padecerla. No soy psiquiatra pero he visto a lo largo de más de cincuenta años de médico muchas depresiones en hombres profundamente religiosos, sacerdotes incluso. Y agrego que aquí la fe resulta en muchos casos un firme aliado del médico.
Volviendo a la relación de la enfermedad con la situación espiritual y cultural de nuestro tiempo, podemos afirmar que el hombre está creado para lo trascendente y por lo tanto, no le pueden llenar del todo las realidades inmanentes.
Creo que ha dado usted en la clave. Si hay un rasgo fundamental que caracteriza esta posmodernidad que padecemos es, precisamente, un inmanentismo radical que ha cegado toda posibilidad de trascendencia. No son pocos los que han señalado la gravedad y la extensión del inmanentismo contemporáneo. Lo ha hecho Cornelio Fabro con su crítica radical al principio de inmanencia; entre nosotros lo ha estudiado magistralmente Alberto Caturelli al establecer el vínculo que une este inmanentismo con el nihilismo y la muerte de Dios proclamada por Nietzsche, fomentada Gramsci y retomada por los mentores del posmodernismo al estilo de Vattimo. Caturelli habla del “pleroma de la nada”, es decir, paradójicamente, de la plenitud o el lleno de la nada.
Cuando uno es joven vive tiende a llevar una vida de sentidos, de sensaciones… sin pensar mucho en la trascendencia…
Sí, es un dato de experiencia. Hay cierta insensatez y necedad en la juventud. Ya lo advierte la Escritura, en el Libro de los Proverbios, 22, 15: Necedad y juventud caminan unidas.
Pero más tarde o temprano aparecen la enfermedad y la muerte y la necesidad de buscar una respuesta satisfactoria a estas realidades.
Es una de las pocas cosas buenas de la vejez… nos pone frente a la realidad del dolor y de la muerte. En este sentido, la experiencia cotidiana del derrumbe de nuestro cuerpo y del esfuerzo del espíritu para sobreponerse a él (lo digo desde la experiencia de mis ochenta años) nos vuelve más realistas y quizás hasta un poco más sabios. Claro, siempre que seamos dóciles a la voluntad de Dios y sepamos aceptar los límites de la vejez, de la enfermedad y de la muerte. De lo contrario, estas realidades se hacen insoportables.
Ha habido numerosos ejemplos de santos y hombres de Dios que las han afrontado con entereza y alegría, sublimando estos momentos y llenándolos de sentido.
Sí, gracias a Dios tenemos grandes ejemplos. Siempre recuerdo, cuando me toca hablar de este punto, un clásico de nuestra literatura, las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique. ¿Recuerda aquella suerte de diálogo entre el Caballero y la Muerte, en la Villa de Ocaña? La Muerte se le apersona y comienza diciéndole: «Buen caballero, dejad el mundo engañoso y su halago; vuestro corazón de acero, muestre su esfuerzo famoso en este trago”. A lo que el Caballero responde: “No tengamos tiempo ya en esta vida mezquina por tal modo, que mi voluntad está conforme con la divina para todo; y consiento en mi morir con voluntad placentera, clara y pura, que querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura”.
He aquí un claro ejemplo, cristiano y español, de buen vivir y mejor morir.
Caballero del Pilar
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