Por Peter Kwasniewski, PhD
Si uno probara la doctrina de los sermones y libros actuales, pensaría que todos los seres humanos habidos y por haber siguen el camino elevado hacia el cielo. No importa que algunos caminos sean torcidos, otros rectos; todos van al mismo lugar: ése es el único destino al otro lado de la vida. “Dios escribe recto con renglones torcidos”, leemos en los alegres folletos de los talleres de autodescubrimiento.
Pero hubo un poeta del siglo XIII, Dante, cuyo gran poema Divina Commedia sigue una línea diferente. Pensó que había tres destinos posibles y dedicó el mismo número de cantos (33) a cada uno: Infierno, Purgatorio, Paradiso. Los títulos de las tres partes son reveladores y merecen una pequeña reflexión, sobre todo por parte de quienes tienen la tentación de pensar que las almas mueren sólo para elevarse hacia la bienaventuranza eterna. Si logramos abrirnos paso entre las zarzas de la deconstrucción erudita y nos remontamos a las sencillas palabras de los Evangelios, tal vez descubramos incluso que el propio Jesús tenía opiniones similares. Tal vez Dante, aunque era un católico medieval (y los católicos medievales, como nos dicen los historiadores con cierto desdén, se inventaban muchas cosas), no se inventaba nada después de todo.
Esta serie de artículos presentará varias meditaciones sobre la vida después de la muerte, con especial atención a las moradas olvidadas mencionadas en el título. Si somos capaces de captar con mayor claridad algunas verdades sobre el mundo futuro -algo de su geografía, por así decirlo, y las características de sus habitantes-, podremos infundir en nuestras vidas un mayor anhelo por el paraíso que esperamos alcanzar por la gracia de Dios, una gratitud más profunda por el poder purificador del amor divino y una sana aversión por el castigo cosechado por el pecado mortal no arrepentido. Como dice Santo Tomás de Aquino: “Que nuestros pensamientos se detengan en la retribución, imitando al santo rey Ezequías: 'Dije, en la mitad de mis días iré a las puertas del infierno' (Is 38, 10). Una mente que baja a menudo al infierno en vida, no bajará fácilmente allí en la muerte”.
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La enseñanza Católica sobre las dos moradas eternas de la otra vida no es una idea curiosa hilada por teólogos; se encuentra explícitamente en el Nuevo Testamento. De hecho, hay pocas doctrinas sobre las que la Palabra inspirada de Dios hable con mayor claridad.
En su primera Epístola, San Juan enseña la distinción entre pecado mortal, o el tipo de pecado que mata la vida de la gracia en el alma, y el pecado venial, que desagrada a Dios pero no destruye la presencia de la gracia:
Si alguno ve a su hermano cometer lo que no es pecado mortal, pedirá, y Dios le dará vida por aquellos cuyo pecado no es mortal. Hay pecado que es mortal; no digo que se pida por eso. Todo mal es pecado, pero hay pecado que no es mortal. (1 Jn 5, 16-17)Sobre la base de esta distinción (véase el Catecismo 1854-64), la Iglesia ha enseñado desde el principio que el pecado mortal no arrepentido impide la entrada en el cielo, ya que la condición para entrar en el cielo es que el alma esté llena de la gracia de Cristo, y es esta gracia la que el pecado mortal destruye.
Del mismo modo, la tradición ha interpretado el lavatorio de los pies de los discípulos por parte de Cristo como una señal de que desea limpiarlos de los pecados veniales antes de que participen de su Cuerpo y de su Sangre. En respuesta a la afirmación de San Pedro “¡Señor, no sólo mis pies, sino también mis manos y mi cabeza!”, dice el Señor, haciendo una excepción con Judas: “El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, pues está limpio de todo; y vosotros estáis limpios, pero no todos” (Jn 13,9-10). Once de los discípulos estaban “limpios por todas partes”, pero sus pies estaban manchados con el viaje del día; por eso Cristo los limpia de esta impureza menor.
San Pablo confirma la enseñanza sobre el cielo y el infierno en innumerables lugares. He aquí sólo algunos:
¿No sabes que la bondad de Dios está destinada a conducirte al arrepentimiento? Pero con tu corazón duro e impenitente estás acumulando ira para ti mismo en el día de la ira, cuando se revele el justo juicio de Dios. Porque a cada uno dará según sus obras: a los que con paciencia y buenas obras buscan la gloria, el honor y la inmortalidad, les dará la vida eterna; pero a los facciosos que no obedecen a la verdad, sino a la maldad, les dará ira y furor. (Rom 2,4-8).Es fácil imaginar a San Pablo exhortándonos hoy a prestar atención a sus palabras: “No os dejéis engañar”: no os dejéis engañar por teólogos o psiquiatras liberales, por los medios de comunicación o por los poderes de este mundo. Habrá juicio y retribución para todos los hombres según sus obras. No importa si crees que lo habrá, o si piensas que es justo. Dios ha dejado perfectamente claras sus intenciones y sus planes, y nadie le convencerá de lo contrario. Su primera y permanente misericordia fue precisamente decirnos muy claramente cómo debemos vivir para heredar la vida eterna, y qué debemos evitar hacer si queremos evitar la perdición eterna.
Ahora bien, las obras de la carne son evidentes: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, egoísmos, disensiones, facciones, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes. Os advierto, como ya os advertí antes, que los que hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios. (Gal 5,19-21).
¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los ladrones heredarán el reino de Dios. (1 Cor 6, 9-10).
Aunque sólo tuviéramos el texto de las Epístolas, sería posible establecer la verdad del testimonio ininterrumpido de la Iglesia. Pero es nuestro Señor Jesús, el maestro de San Juan y de San Pablo, quien habla más temerosa y amenazadoramente del juicio final.
Entonces el rey dijo a los asistentes: “Atadle de pies y manos y echadle a las tinieblas exteriores; allí será el llanto y el crujir de dientes”. Porque muchos son los llamados, pero pocos los escogidos (Mt 22,13-14).Aunque no sería saludable preocuparse por versículos tan aterradores en lugar de dedicar nuestra energía a alabar a Dios, buscar Su voluntad en la oración y construir Su reino mediante una vida de buenas obras, sin embargo, si los olvidamos, si animamos o permitimos que otros los olviden, o lo que es peor, si negamos su verdad, traicionamos la enseñanza integral de nuestro Señor Jesucristo. Hacer esto es nada menos que traicionar a la Persona de Cristo, pues al negar sus palabras, se niega al Verbo encarnado del Padre. Jesús vino a salvar a los pecadores que se arrepienten, que se arrojan sobre el amor misericordioso del Padre; no vino a conceder amnistía indiscriminada a los indiferentes, a los tibios, a los inconversos o a los malvados.
Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella. Porque estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la encuentran (Mt 7,13-14; ver Lc 13,24).
No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquel día muchos me dirán: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?”. Y entonces les diré: “Nunca os conocí; apartaos de mí, malhechores” (Mt 7,21-23; ver Lc 13,27).
Lo mismo que se recoge la cizaña y se quema con fuego, así sucederá al final de la era. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los causantes del pecado y a todos los malhechores, y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes (Mt 13, 41-42).
Entonces dirá a los de su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25,41).
Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; pero el que no crea se condenará (Mc 16,15-16).
El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios caerá sobre él (Jn. 3:36).
Sencillamente: la eternidad está en juego en cómo vivimos nuestra vida aquí y ahora, en lo que creemos, en lo que hacemos y dejamos de hacer.
One Peter Five
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