Por David G Bonagura, Jr.
Con el paso de los años, he aprendido que la fidelidad más ferviente al Señor, en una etapa de la vida, no garantiza la fidelidad permanente. Parejas devotas, una vez encendidas para comenzar sus matrimonios católicos, pueden desintegrarse en amargos divorcios. Sacerdotes, una vez exuberantes por servir al Señor en sus ordenaciones, pueden perder la confianza en sus vocaciones y abandonar el sacerdocio. Demasiadas historias describen a católicos, en otro tiempo destacados, que abandonaron la Iglesia por alguna otra religión, o por ninguna religión en absoluto.
Estos son ejemplos dramáticos a gran escala de una realidad que probablemente todos hemos visto a menor escala, y contra la que cada uno de nosotros debe estar en guardia para no seguir el ejemplo: que podemos permitir que la luz de la fe disminuya -o, peor aún, se apague- en nuestras almas a medida que avanzamos en la peregrinación de la vida.
¿Cómo podemos explicar una disolución espiritual de cualquier grado cuando una persona antes participaba con entusiasmo de los sacramentos y de la vida espiritual? ¿No deberían todas esas gracias haber preservado el alma segura para el resto de esta vida hasta la vida eterna? En el Sermón de la Montaña, parece que Jesús tenía en mente a las almas que se esforzarían por permanecer fieles:
"Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella. En cambio, estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que la encuentran" (Mateo 7:13-14)Parece, en contra de las expectativas modernas, que Jesús predice que serán pocos, y no muchos, los que se salven. Esto no se debe a que Él sea un avaro tacaño que guarda egoístamente su reino para sí mismo y para un pequeño número de amigos favorecidos. Es porque los seres humanos caídos preferimos el camino de menor resistencia, el cual, nos advierte nuestro Señor, no es decididamente el camino hacia Él. El camino descendente parece fácil, ya que ofrece atractivos tangibles y materiales del mundo y de la carne que sofocan nuestras inclinaciones espirituales.
Sin embargo, conduce a la destrucción, a la muerte eterna sin Dios, que, misteriosamente, no obliga a nadie a elegir el camino mejor. Los hombres y las mujeres lo eligen libremente por sí mismos. O no.
El camino de la salvación, por el contrario, es estrecho, opinaba San Agustín, porque los hombres "no ponen su verdadera confianza en el Señor cuando clama: "Venid a mí todos los que estáis fatigados, y yo os aliviaré. Porque mi yugo es fácil y mi carga ligera". Puesto que sólo unos pocos aceptarán el yugo del Señor, la puerta es estrecha; no hay necesidad de un camino ancho para acomodarlos.
Sin embargo, algunas personas que al principio asumen con entusiasmo el yugo del Señor y recorren con celo innumerables kilómetros, al final luchan por mantener el equilibrio en un camino tan duro, en el que la puerta parece estrecharse, en lugar de ensancharse, con cada paso que dan. Empiezan a tambalearse y a tropezar. Se desaniman y se frustran. Se plantean abandonar. Una parte de ellos lo hace.
¿Por qué? Algunos miembros de este grupo, como dijo crudamente San Jerónimo, "después de haber encontrado el camino de la verdad, atrapados por los placeres del mundo, desertan a mitad de camino". Otros se parecen a San Pedro caminando sobre las aguas: zarandeados por las pruebas de la vida, apartan los ojos del Señor mientras caminan. Pedro se hundió; éstos se salen del camino, dan media vuelta y buscan otro camino por el que transitar.
Su situación es una advertencia aleccionadora para los pocos que se esfuerzan por entrar por la puerta estrecha al final de la vida. Recorrer el duro camino durante 50, 60, 70, 80, 90 años es desalentador y exigente, con la repetición diaria y semanal de las mismas acciones necesarias para el éxito. Si queremos completar el viaje, no podemos hacerlo solos. Necesitaremos la ayuda de Dios, que se manifiesta en una virtud de la que rara vez oímos hablar, pero que tanto necesitamos: la perseverancia.
Santo Tomás de Aquino enseña que, puesto que las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad tienen como meta el fin de la vida, la virtud de la perseverancia, derivada de la fortaleza, nos permite persistir en esas virtudes superiores. Pero la perseverancia como virtud no puede lograrse sólo con el esfuerzo humano. "Necesita no sólo la gracia habitual, sino también la ayuda gratuita de Dios que sostenga al hombre en el bien hasta el fin de la vida".
La explicación del Doctor Angélico sobre la perseverancia nos recuerda no sólo que la fe es un don que no hemos merecido, sino que permanecer en el amor de Dios es también un don inmerecido. Trabajamos en nuestra salvación con temor y temblor en parte porque cualquier día podemos ser capaces de alejarnos de Dios.
Eso rara vez ocurre como un acto repentino de rebelión; suele suceder lentamente: nos saltamos oraciones, cedemos a pequeñas tentaciones, elevamos algo mundano por encima de las prerrogativas divinas. El impulso negativo nos aleja gradualmente de Dios y nos lleva a nosotros mismos. Con el tiempo, el don de la fe que Dios nos ha dado se vuelve rancio, quebradizo, insípido. Si hubiéramos invocado al Señor, Él nos habría respondido. Pero nos impacientamos y malgastamos Su don en el proceso.
La versión de la oración de ofrenda de la mañana que memoricé hace años incluye una declaración de agradecimiento a Dios "por llamarme a la fe católica". Concluye con siete peticiones, la primera de las cuales es: "Concédeme perseverancia en vivir mi vocación cristiana". Más explícitamente, sobre todo en una época secular, puede decir: "Concédeme perseverancia en vivir la fe que me has dado hasta el final de mi vida". Sólo con esta virtud tendremos la gracia de entrar por la puerta estrecha. La Cuaresma es el momento perfecto para empezar a rezar por ella.
The Catholic Thing
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