viernes, 9 de diciembre de 2022

LA VIRGINIDAD DE MARÍA, FORMA DE VIDA CRISTIANA, REMEDIO PARA LA “HEREJÍA DE LO INFORME”

La virginidad de María es un hilo rojo que une todos los eslabones de la Fe cristiana, haciéndolos uno con el dogma que está en el corazón de la Fe y la Encarnación del Verbo.

Por el padre Serafino M. Lanzetta


Tanto en la antigüedad como en la actualidad, una forma innovadora de hablar del misterio de María se convierte a menudo en un abandono del misterio mismo, acompañado de una pérdida del valor de la virginidad y la castidad, y acaba por dejar de lado la sana doctrina que la Iglesia siempre ha enseñado.

Hoy se cuestiona el misterio del celibato eclesiástico, con el pretexto de que no se trata de un dogma definitivo sino de un simple elemento disciplinario anejo al sacerdocio. Esta petición, que parece querer aprovecharse de los graves escándalos de pederastia, olvida un hecho esencial: el celibato no nace como prohibición para casarse, sino como medio para alcanzar la continencia perfecta por el Reino de los Cielos. Manipular su identidad haciéndola aparecer como la pura intransigencia disciplinaria de una Iglesia medieval, no sólo no resuelve el problema de la escasez de vocaciones, sino que manifiesta el vacío de sentido que socava a la Iglesia hoy, que conduce a abusos en las relaciones sexuales en el clero, y que consiste en haber vaciado de valor la castidad y la pureza, ecos de la virginidad de María.

El plan de revisión del celibato va acompañado de otra maniobra que pretende reducir la indisolubilidad del matrimonio. Dar la Comunión a los divorciados vueltos a casar implica esta reducción, presentada además bajo el manto de la misericordia. Sin embargo, ya antes, la vida religiosa se había reducido a una simple opción entre muchas otras. La noción de perfección cristiana se desvaneció cuando la vida religiosa dejó de presentarse como un "estado de perfección" que afecta también al matrimonio.

Este frenesí de novedad y las desviaciones teológicas que le siguen tienen su raíz en una comprensión disminuida del misterio de Aquella que es la madre y el modelo del cristiano porque es su forma. Sólo si mantenemos intacto el misterio de la virginidad perpetua de María, tendremos ojos lo bastante puros para poder contemplar a Dios. Si, por el contrario, la embotamos, pronto se empañará la verdad del misterio cristiano, en toda su amplitud y profundidad.

El matrimonio, aunque estimado como ideal, ya no tendrá nada que decirnos sino que el hombre y la mujer no están hechos el uno para el otro indisolublemente, sino que están al servicio del otro según los tiempos y las modas. Nos falta una mirada capaz de ir más allá de los límites de lo efímero. La revolución antropológica ha tenido lugar en la Iglesia y hemos perdido una parte esencial del hombre: su alma. Este, abandonado a sí mismo, ya está muerto. Una vez derrotada la castidad del amor, hemos perdido la noción de la verdad, especialmente la de la virginidad superior a todos los estados de vida que, una vez abandonada, lleva a la nivelación de todas las cosas, hasta el aniquilamiento de toda distinción.

Es esencial mantener intacta la verdad de la virginidad inmaculada de María. Su virginidad es la forma del cristianismo, esencia inmaculada de la vida cristiana, que da una existencia propia a todos los estados de vida, uniéndolos en una complementariedad dentro de una jerarquía establecida. Primero, lo que es más perfecto: la virginidad de Cristo y María; luego la vocación religiosa y célibe en el sacerdocio y en la vida laical; luego la viudez elegida por amor a Cristo; y finalmente el matrimonio, donde se está llamado a vivir la castidad conyugal, eco de la virginidad espiritual de María, permaneciendo fiel al fin principal del matrimonio que es la procreación, creando para Dios y con Dios. Hay una jerarquía en la perfección que descansa sobre la virginidad de María. En ella somos preservados del frenesí de la novedad que embota la Fe, los Sacramentos y el misterio de la Iglesia, Virgen y Madre.


El matrimonio y la virginidad pueden ser mutuamente beneficiosos si ambos están en armonía con la virginidad de María, y es precisamente en virtud de este vínculo que pueden encontrar su carácter distintivo y la jerarquía necesaria para salvaguardar el primado de Dios sobre todas las cosas. La virginidad de María le dice al hombre que la virginidad, o el celibato, es el estado de vida más excelente, ya que está íntimamente ligado a la eternidad de Dios y, al mismo tiempo, el matrimonio no debe en modo alguno ser degradado, ya que ofrece el bien natural y sacramental fundamento del amor conyugal, que crece y se perfecciona en la medida en que alcanza la unión con Dios.

La virginidad de María es la “escalera” que conecta el Cielo y la tierra, elevándose por encima de las cosas del hombre, llevándolas a Dios. Sin embargo, sólo puede servir en la Iglesia como "escalera" que eleva a los hombres al cielo si se la reconoce como la "forma" de la vida cristiana, como el "tipo" y el principio más perfecto que confiere perfección a las cosas, ya que les da su ser. 


La Virgen María es la forma que configura el ser cristiano

La forma es ante todo el principio que determina la esencia de la materia, dándole su perfección. Aristóteles define la forma como causa de las cosas y como quintaesencia de las “especies” porque especifica las cosas que son, dándoles su primera perfección, que es su ser. La forma permite que las cosas pasen del estado de potencia al de acto, es decir, de la pura posibilidad de ser al acto de existir. Existencia, que es "especie" del ser en el sentido metafísico, es por tanto también la perfección primera y última del ser. La esencia de esta forma, entendida en el sentido aristotélico, puede trasladarse analógicamente a la Santísima Virgen María; y más precisamente, a su virginidad, como causa inicial y final de ser cristiano.

La virginidad de María es la forma cristiana porque actúa como perfección estructural de la vida cristiana. Es la perfección original y definitiva, el comienzo pero también el cumplimiento del Reino de los Cielos. Es el comienzo, porque la virginidad perpetua de María es la expresión de su ser como inmaculada creación de Dios sin mancha ni corrupción, así como Inmaculada creación para Dios, para que Él se encarne y habite entre nosotros. Es plenitud, porque significa el camino para estar en Dios para siempre, en una eternidad de contemplación celestial. Es la finalidad de un amor que no se disipa, no cambia ni perece.

Además, la virginidad de María da forma al cristianismo porque es el seno materno que forja todas las vocaciones, dándoles unidad y distinción jerárquica. Sentimos la necesidad de una forma especialmente hoy, en el momento de la “herejía de lo informe”, para usar la expresión de Martin Mosebach. 

Reina una especie de amorfismo cuando la diversidad de los estados de vida es aniquilada por la noción de perfección, sin darse cuenta, sin embargo, de que la perfección es la meta de todos los estados de vida más que su elemento común. Tal desviación del constante desarrollo teológico provoca el amorfismo cristiano. La virginidad de María es la forma cristiana ya que ella es la "especie"por excelencia que, a lo largo de la historia, nos recuerda lo que es el cristianismo. Cuando un niño se deja formar por su Madre, y conscientemente acoge esta forma materna, entonces el Corazón de María se le abre y ya en ese momento anticipa los cielos nuevos y la tierra nueva por venir.


La virginidad de María es la forma que une la virginidad y el amor esponsal. Ella es la “cámara nupcial” de la que sale Cristo para unirse a sí mismo, en su cuerpo tomado de la Virgen, su Cuerpo Místico, la Iglesia. La virginidad de María da a luz a Cristo y así da forma a la Iglesia. María es el tipo de las vírgenes que permanecen vírgenes en el cuerpo y de todos los que deben permanecer vírgenes en el espíritu. 

Es un pensamiento querido por san Agustín que, en un sermón sobre la Natividad, habla de Cristo partiendo “como un novio de su cámara nupcial, es decir, del seno virginal, dejando intacta la integridad de su Madre”. El Verbo, al unirse a la naturaleza humana en el aposento nupcial virginal de María, se ha unido a la Iglesia virginal y casta, para que cada una posea un corazón puro. Su seno prepara el nacimiento de la Iglesia, esposa de Cristo, donde todas las almas son prometidas al único esposo, y ellas mismas prometen su fidelidad a Cristo. Todos los miembros de Cristo participan de una castidad virginal, de la que la Iglesia es rica porque imita a la Virgen María, haciéndose, como ella, virgen por su amor exclusivo a Cristo, y madre por su capacidad de engendrar hombres para Dios.

María es la esposa de Cristo y precisamente así une la Iglesia a Cristo de manera esponsal. San Máximo el Confesor, comentando el misterio de la Anunciación, atribuye al Espíritu Santo el adorno de María como esposa del Señor que se encarna en ella. Se dirige a María, recordando lo que le dijo el Ángel: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti" para "prepararte y adornarte como digna esposa del Señor, y santificar desde el principio tu cuerpo santo y tu alma adornada de virtudes divinas". E inmediatamente os cubrirá con su sombra vuestro esposo e Hijo inmortal, que es el poder del Altísimo, pues Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios. María une la virginidad y el amor esponsal, encarnándolos en su unión con Cristo.

La virginidad lleva al amor esponsal y éste, a su vez, debe permanecer siempre anclado en la virginidad, en todos los diferentes estados de la vida cristiana, y apuntar siempre hacia ella, incluso cuando se expresa en el amor conyugal. El amor esponsal es siempre la virginidad del amor, tanto cuando se realiza en el celibato sacerdotal como cuando se vive en el matrimonio como castidad, es decir, como la verdad del amor indisoluble y fecundo. La Virgen María es, pues, una vez más, forma de vida cristiana, porque expresa en su ser tanto la virginidad como el amor esponsal. La Iglesia ve en María una unidad de todos los diversos estados de vida de sus hijos, envolviéndolos en ese amor esponsal, tanto más perfecto cuanto más se acerca al de la Virgen María, y luego, al del mismo Cristo.

La virginidad de María es la forma que une virginidad y martirio, es decir, el don total de sí mismo, inaugurado por la virginidad y realizado por el martirio. Así, pureza y sacrificio se entrelazan hasta el punto de sellar en una ofrenda sacrificial el acto supremo de la caridad, que es la unión esponsal. El amor esponsal y el martirio son uno. Esto se manifiesta, por ejemplo, en la alabanza de san Ambrosio a la mártir santa Inés. Describe la unión, dentro de Inés mártir, de la novia que parte hacia su cámara nupcial y de la virgen que se apresura al lugar de su martirio. La cámara nupcial de las bodas virginales se volverá escarlata con la sangre de este corderito de Cristo. Así escribe San Ambrosio: "Una novia nunca se apresuraría a su cámara nupcial con un corazón tan feliz, o con un paso tan ligero, como esta joven virgen camina hacia el lugar de la ejecución. No está adornada con rizos trenzados, sino con Cristo; no está coronada de flores, sino de virtud. Todos lloraron; ella no derramó ni una lágrima". Virginidad y martirio se entrelazan en el amor esponsal, en el testimonio último de un martirio cruel.


Por el amor esponsal con Cristo, que comenzó en la virginidad de María, cada uno en la Iglesia está llamado a dar testimonio de su pertenencia a Cristo, haciéndose "hostia de amor" , sacrificio por Dios y por los hermanos. Ciertamente podríamos ver a María, Virgo y Sponsa, como un ejemplo de amor esponsal virginal en el martirio que es modelo para toda la Iglesia. Esto supone que hablemos de María como verdadera colaboradora de nuestra salvación, como Nueva Eva junto a Cristo como Nuevo Adán, ofreciéndose en el Calvario. En resumen: María como Corredentora de la humanidad.

En María y en su ser de esposa virgen de Cristo tenemos el principio del martirio como testigo supremo del Señor. El primer y más cruel martirio lo experimentó en efecto cuando, de pie al pie de la cruz, inmoló a su Hijo por todos nosotros y, con él, se inmoló por nuestra salvación, como mártir del amor y del dolor. La vida cristiana quedará inscrita para siempre en esta pareja indisoluble: el amor esponsal, virgen y mártir, como holocausto supremo del amor.

Una forma fue impresa en el cristianismo desde su primera aparición en el mundo con el nacimiento de Nuestro Señor, y esta forma fue inmediatamente perceptible en el vientre virginal y sacrificial de Nuestra Señora, su cámara nupcial. En ella, el amor esponsal se hace oblativo. La vida religiosa puede redescubrir su esencia redescubriendo el valor inestimable de una espiritualidad oblativa, que pone en el centro el don de sí mismo, hasta el completo sacrificio e incluso el martirio; mientras que el matrimonio puede contar con la indisolubilidad del amor casto y fecundo.

Si Nuestra Señora se coloca una vez más en el centro, todo puede florecer una vez más porque se restaurará la forma adecuada de todas las cosas. Ella es el tipo original que debe ser preservado para dejar de pagar el alto precio de un silencioso e inevitable derrumbe en un amorfismo de principios y de vida, deforme y sacrílego. Se necesita hacer más para restaurar este formulario.


Este artículo está inspirado en un libro ya publicado en italiano y próximamente en traducción al francés, titulado Semper Virgo, The Virginity of Mary as Form , del Padre Serafino M. Lanzetta, teólogo, profesor de la Facultad de Teología de Lugano y autor de numerosas obras de mariología y eclesiología.


Res Novae


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