En el silencio, la oscuridad y la calidez, cada niño, en el seno materno, comienza su vida, porque grande es el ser que tiene destino de eternidad.
Dios Padre ingresó en el tiempo por medio de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Y lo hizo respetando su propio orden, normado por la Ley Eterna. San Agustín la define en los términos que siguen: “Es la razón y voluntad divina que manda observar y prohíbe alterar el orden natural”. Santo Tomás dice: “Es el plan de la divina sabiduría por el que dirige todas las acciones y movimientos de las criaturas en orden al bien común de todo el universo”.
Es en el silencio en cuyo ámbito se suceden los acontecimientos de mayor importancia para el hombre. Su tránsito en el tiempo lo enfrenta permanentemente, como una consecuencia de las exigencias de su naturaleza ordenada a la perfección, a la aprehensión del dato que le brinda la realidad y, con el mismo en su poder, avocarse a considerar la separación de lo accidental, buscando fijar las esencias en la conclusión.
El silencio es necesario, por cuanto el mismo implica la ausencia de ruido; y éste prolifera en el mundo como “apariencia grande en las cosas que de hecho no tienen sustancia” (D.R.A.E. Vocablo “ruido”. 3ª Acepción).
El concepto que es consecuencia del acto de conocimiento, expresa lo que las cosas son. La abstracción que practica el entendimiento, requiere la calma para afinar el examen necesario que exige la revelación del ser.
La vida intelectiva y volitiva requiere del silencio que es también tranquilidad.
Por este vocablo se expresan igualmente los conceptos de quietud, sosiego, paz.
El alma, que es la causa de aquella vida propia y exclusiva de la persona humana, pues por ella “el cuerpo es mantenido continuamente en la existencia”, exige del silencio por cuanto lo inmaterial no alborota, pero sí puede afectarse cuando los sentidos, perturbados por el desorden, no pueden captar e inmaterializar el objeto que la realidad brinda.
De hecho los actos determinantes de la vida, su origen, desarrollo y trascendencia, acontecen en el silencio.
Reparemos, por ejemplo, en el acto intelectivo. El intus leggere, que permite “leer dentro de la materia”, descubriendo su esencia, es un acto determinante de la persona humana en su condición de tal, cuyos resultados no presentan estrépito alguno, por cuanto refieren a la forma y no a la materia y aquella no tiene aristas.
Situado el dato abstraído en el conocimiento agente, la esencia que de él surge se plasma en el conocimiento paciente. Todo ello en silencio.
Y el silencio se identifica con la tranquilidad. Por ejemplo, el idioma alemán representa ambos conceptos en un solo vocablo. Así Stille, significa tanto “tranquilidad” como “silencio”. A su vez, “silencio” y “descanso” son expresados por el término Ruhe.
Todo conduce a la Paz, que en la definición Agustiniana es la “tranquilidad en el orden”, y el orden, a su vez, se define como: “La unidad resultante de la armónica disposición de las cosas”. Y la vida es resultado de la unidad, tanto la vegetativa y sensitiva común a todos los animales, como la intelectiva y volitiva exclusiva de la persona humana, en el que el orden se manifiesta mediante la unión sustancial conveniente del cuerpo con el espíritu que lo vivifica.
La concepción, como inicio de la vida, se realiza en un ámbito oscuro y silencioso, definido por la calidez, que brinda la recepción propicia a la unión del óvulo con el espermatozoide, en el cuidado que se otorga a los grandes acontecimientos. Pues tal es la vida.
Allí, y así, comenzó el plan de la redención del hombre. Es en el seno de María, donde sucede la encarnación. Esto es, la Unión Hipostática.
El inicio de la restauración del vínculo de la criatura con el Creador. La causa de la adopción, por la que el hombre recibe las condiciones exigidas por la vida eterna. El nuevo vínculo que se origina en un inconmensurable acto de amor; único e inimitable.
Todo ello ocurre en infinito silencio. Dice Romano Guardini: “Sí, es en el silencio donde se realizan las cosas grandes. No en el bullicio ni en la dispersión de los acontecimientos exteriores, sino en la claridad de la mirada interior, en el gesto callado de la decisión, en el sacrificio y en el vencimiento ocultos. Es allí cuando el corazón se enciende de amor, se convoca a la voluntad libre a entrar en acción y su seno queda fecundado para la obra divina. Las potencias silenciosas son realmente
fuertes” (Der Herr. Pag. 21.-).
Porque el Espíritu obra en silencio. Y, en tanto somos imagen y semejanza de Dios y, además, únicos e irrepetibles, el acto de la Encarnación es docente para permitir explicar la analogía, en el marco de la condición material del cuerpo, por la infusión directa del Espíritu por el mismo Dios.
Así, por lo tanto, en el silencio, la oscuridad y la calidez, cada niño, en el seno materno, comienza su vida.
Porque grande es el ser que tiene destino de eternidad.
Cierto es lo que afirmo, porque Dios destaca en el inicio del plan Salvífico, el protagonismo de dos niños que habitan el vientre de sus respectivas madres.
Y no sólo en la pasividad de la vida vegetativa - nutrición, crecimiento y potencial capacidad reproductiva -; ni en el movimiento de la vida sensitiva, sino en la actividad propia de la persona humana, que dispone de la vida intelectiva y volitiva.
Tanto que uno de ellos proclama al Dios Encarnado.
Cuando el Angel Gabriel anunció a Zacarías que su mujer, Isabel, le daría un hijo al que llamaría Juan, expresó: “El será para ti un motivo de gozo y alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento, porque será grande a los ojos del Señor……estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre….” (Lucas 1. 12-14).
En la visita de María a su prima, Isabel, las Escrituras consignan: “….Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas ésta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: Tu eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que la Madre de mi Señor venga a visitarme?. Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno…..” ( Lucas 1. 40-44).
La plenitud de vida en el niño concebido y que habita el seno materno, es enseñada por el Creador, nada menos que para dar inicio al acto de generosidad mayor del cual otro no es posible.
Juan, desde el seno de su madre – Isabel - lleno del Espíritu Santo, proclama al Señor encarnado, y Éste, se muestra para ser reconocido y adorado.
Todo ello, entre niños no nacidos. ¿Puede alguien negar la plenitud de vida en los mismos?. Y, debe quedar en claro que, dicha vida, se define en la Ley Natural, que es concluyente reflejo de la Ley Eterna. Es el Creador quién actúa en forma directa. La naturaleza de la dación, así lo exigía.
Joseph Ratzinger –hoy Papa Emérito Benedicto XVI- en su obra “Dios y el Mundo” pág. 200/201, respecto de la encarnación nos enseña: “Dios se empequeñece para volver a situar a las personas hinchadas en su justa medida. Vista así, la ley de la pequeñez es un modelo fundamental de la actuación divina. Dicha ley nos permite atisbar la esencia de Dios y también la nuestra. En este sentido encierra una enorme lógica y se convierte en una referencia a la verdad”.
Es en el seno de la Madre y en el de las madres donde la pequeñez se presenta como el “modelo fundamental de la actuación divina”. En la Virgen María porque en su seno estuvo “la Palabra que se hizo carne” (Jn. 1,14). “En esta criatura no solo vive Dios, no solo habita en él en toda su plenitud; este niño no solo ha sido tocado por lo divino al punto de que cuando crezca habrá de sentirse impulsado a seguir a Dios….., sino que este niño es realmente Dios, es Dios en cuanto a su ser y a su esencia” (Romano Guardini. Ob. Cit. pág. 25).
Dios estuvo en el seno de María. Fue también un pequeño de aquellos que hoy la perversidad homicida legisla para ellos la muerte impiadosa imposible de justificar.
Por razón de la imagen y semejanza, todos los niños participan de la pequeñez de la divinidad que es grandeza inconmensurable.
Por ello, los “Herodes” modernos, no se detienen en programar y legislar la muerte. En definitiva, son enemigos de la vida, porque no la entienden. Su egoísmo es de tal magnitud, que no saben que son y para que están. En definitiva, sus acciones homicidas expresan la íntima desesperación que los perturba, al punto de destruirlo todo y destruirse.
Es la comprobación de la nada en que se han sumergido. Es el ser rechazado.
El ruido que provocan o que buscan, les es necesario para aturdir sus sentidos, para afectar el mecanismo de la razón. Ésta, entonces, libre del dato que la obligaría a entender, gira sobre sí misma, y en tal movimiento descontrolado, el mundo sufre los crueles golpes que proporcionan quienes han negado el orden y con él la vida.
Se ha escrito: “Fruto de nuestra época ruidosa y charlatana es ‘el silencio de Dios’, al que el hombre ensordecido por sus propios ruidos, responde con un rechazo a la Trascendencia, con el ateísmo. Gracias al silencio, el hombre se vuelca en sí mismo y descubre la esencia espiritual en la que se basa. Se descubre así en concordancia con su silencioso Creador. Porque escuchar el silencio es ver lo invisible. Es algo que pertenece a otra dimensión, a otro viaje. No hay mayor aventura aquí abajo. A falta de ser capaces de alcanzarla, podemos soñar. En silencio” (Jean Guitton. Sabiduría Cotidiana. Pag. 169.).
Dios es fiel a su propio orden. En Él es imposible la incoherencia. Por eso, el protagonismo de dos niños en el seno materno, al inicio del plan de Redención, se ratifica en palabras de Jesús, cuando expresa: “¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?”. Él llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: “Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Pero el que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, mas le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y lo hundan en lo profundo del mar…. Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños, porque yo os digo que sus ángeles en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos” (Mt. 18,1-6 y 10).
Herodes no conoció la concepción de Jesús. No supo de su encarnación. Por eso persiguió al Rey cuando ya había nacido. Mandó a sus soldados a matar “a todos los niños menores de dos años, de acuerdo con la fecha que los magos le habían indicado” (Mt. 2,16-17). Herodes, como numerosos de los legisladores, los presidentes y sus ministros y, desgraciadamente, muchos jueces; los que, en sus respectivas funciones han sancionado normas, instigado y promulgado las mismas, y aplicado ese derecho positivo vigente y aún derogado; no han visto con sus ojos los de los niños arrancados del seno de sus madres. Han mandado a éstas a que maten a sus hijos. Todos ellos participan hoy de la cobardía del antiguo rey.
¿Qué duda cabe que Herodes hubiese mandado matar a Jesús, arrancándolo del seno de María de haberlo sabido ya concebido?
La Redención, naturalmente, no ha sido ni será afectada. Solo exige de la libre aceptación por parte del hombre.
“Dios no solo gobierna el mundo como Creador omnipresente y todopoderoso, sino que en un determinado momento, si se puede hablar así, traspuso un umbral, una frontera que no se puede comprender intelectualmente. Dios, el eterno e infinito, el inaccesible y trascendente, ingresa así personalmente en la historia” (Romano Guardini. Ob. Cit. pág. 23).
Y con ello la filiación por adopción de cada uno de nosotros, por la restauración del vínculo que en el acto de mayor generosidad previsto desde toda la eternidad, Dios nos hace, mediante la entrega de su Hijo. Filiación ésta, por lo demás, que asegura la vida eterna.
Porque el niño Dios, desde su concepción, ha vencido a la muerte.
Éste es el sentido que entiendo debe dársele al profundo misterio de la Navidad, el que se compadece con la grandeza del regalo.
¿Cómo corresponder?: Relatan las Escrituras: “Después de la partida de los magos, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo’ ” (Mt. 2.13.).
La propuesta es disponernos en nuestra libertad -intelecto y voluntad- para acompañar a la Sagrada Familia en su tránsito a Egipto, ayudando a salvar el niño. Esta íntima preparación se traducirá, en nuestro tiempo y en esta Navidad, en el acercamiento de la Verdad a las madres, para que se cumpla en ellas la sentencia de Juan que dice: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” ( Jn 8,32.), y así, con una cada vez mayor conciencia de su dignidad personal, se aparten y rechacen a los gobernantes que, traicionando su misión intentan engañarlas para que sea posible instigarlas a matar a sus hijos.
Acompañando a nuestras mujeres, escoltemos a María y hagámoslo con alegría. Especialmente en esta Navidad, recordemos que: “Nada nos puede hacer perder el humor cristiano. También el humor va implícito en la exhortación paulina: ‘No temas, sólo habla y no calles’ (Act. 18,9). Al final, hablará Él” (Confr. Alberto Caturelli, “La Iglesia Católica y las catacumbas de hoy” Pág. 9).
Del silencio de la Nochebuena, que es único, puede predicarse: “Allí donde se deja oír el sonido del silencio está la meditación más allá del objeto……Cuando el que medita se vuelve transparente a su propia carne, a su realidad material, entonces ‘hace su entrada el silencio’. Un silencio que es más que una ausencia de ruido. Un silencio que habla y donde el ser se expresa de manera inmediata” (K. Durkheim. Le son du silence. Le Cerf. 1989.)
En este marco, en la Nochebuena celebremos la vida junto al Niño que en el seno de María, se dispone a nacer, para iniciar así el camino hacia el triunfo definitivo sobre el pecado y la muerte.
Mis deseos de una feliz Navidad, esto es de la bienaventuranza objetiva que se traduzca en la recepción del “bien perfecto que excluye todo mal y llena todos los deseos”. Deseos que, por obra de la Encarnación digo a mis hermanos, que son tales, por la paternidad del Creador y la protección de María, Madre del género humano, por generosa decisión de Jesús.
Rosario, Santa Fe, a los ocho días del mes de Diciembre del año dos mil diecinueve, festividad de la Inmaculada Concepción de María. Tiempo de Adviento.
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